Ser joven en Las 600, el barrio de Cartagena al que no van los políticos

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Si quieres tomar algo en Las 600, la gente te recomendará un kebab que cierra a la hora de comer. Si preguntas por entretenimiento, nadie dudará en indicarte la plaza Alcalde Cendra Badía, pegada a la parroquia. Aquí no hay carteles y casi todos los locales están vacíos, pero los más jóvenes se arremolinan en los bancos y soportales para escuchar música en el móvil o apostar con monedas de cinco céntimos en un juego sin mucho más misterio que dejarlas más cerca de la pared que tu contrincante. El ambiente es sereno a lo largo de la tarde. Un grupo de preadolescentes se agranda con la incorporación de otros un algo mayores que ellos y sabemos que las horas van pasando porque se esconde un sol infernal, no porque la rutina del vecindario haya variado demasiado.

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las 600 cartagena murcia

Esta barriada de Cartagena, en Murcia, es conocida en la provincia por sus apariciones en la prensa local. Su nombre completo es Virgen de la Caridad, pero también ha adoptado este número relativo, supuestamente, a las casas que había en origen. Un rastreo por internet sobre el área devuelve noticias puntuales de tiroteos o encautaciones de droga. Aunque hay zonas peores, según advierten: Los Mateos, al sur, o Lo Campano, más alejado aún. En todas se repite un denominador común: altas tasas de desempleo, abandono escolar y ausencia de futuro para los menores. El Ayuntamiento de Cartagena cifra en 17 el porcentaje de paro de la ciudad, con una población de unos 215.000 habitantes. En una región en la que una de cada tres personas está en riesgo de pobreza y el 40% de los niños está en riesgo de exclusión social.

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La ocupación más repetida es la huerta o la recolección de chatarra. También se dedican, tal y como sueltan con sorna, a “algún tironcito del bolso”. La renta media de la ciudad es de 24.712 euros, pero en Las 600 los sueldos bordean el mileurismo. El transcurrir es de un costumbrismo marginal. Un vecino se acerca a acusar a tres chavales de haberle robado algo a su mujer y hay un pequeño rifirrafe. Cuesta fotografiar sin pegas y parece que unas horas de convivencia otorgan una idea general de cómo funciona aquí la vida.

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Los tenderetes de ropa colonizan las aceras y la Asociación de Vecinos programa actividades a las que, sugieren muchos, van más los de fuera que los del propio barrio. Una clínica y un hotel le han dado algo de ritmo al sistema de autobuses que pasa por los lindes de Las 600, pero sus comercios apenas lo han notado: sigue habiendo puestos de ultramarinos a medio gas y lo normal es ver inmuebles con las persianas bajadas. Nos encontramos con varios de sus residentes en la calle. Su hábitat natural, lejos de los ordenadores y ‘smartphones’ tan omnipresentes en estos tiempos.

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Abdellah

Abdellah Imizar tiene 25 años y llegó de Marruecos hace 10 años. En plena adolescencia. Sabe de sobra, por tanto, cómo es la vida en Las 600. “Pasé una temporada corta en Vitoria y empecé a estudiar la ESO. Luego vine a Cartagena y lo dejé por el campo”, dice Abdellah delante de una peluquería en obras que ejerce de pasatiempo principal.

“Me quedaría aquí hasta los 70. Esto es muy fiestero” — Abdellah Imizar

“Aquí el día a día es siempre igual. Si trabajas, te vas a las cinco o seis de la mañana y vuelves por la tarde. Si no, a las once desayunas y vas improvisando”, concede. Improvisar, nos chivan, es sinónimo de liar algún que otro canuto y dejar que te aturda bajo la sombra hasta que llegue la hora de comer o alguien se preste a pillar alguna litrona o refresco. Él lo certifica. “Cuando acabamos, nos venimos aquí y nos juntamos todos los amigos. Charlamos, cantamos, fumamos…”, afirma.

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Abdellah dice que a pesar que haya conflictos, en el barrio se ayudan los unos a los otros

Valora Imizar la multiculturalidad del barrio y lo fácil que es pasar el rato. “En fin de semana jugamos al fútbol. Nos juntamos gitanos, españoles, marroquíes, negros…”, explica. Como es hijo único, cuenta, tiene que trabajar para ayudar a su madre, con quien vive. Su sueldo es “muy justo”. Tanto, que ni lo desvela: da por hecho que todo el mundo sabe lo que es el salario en la huerta. En el futuro solo se ve “vivo y trabajando”.

“Salud, dinero y amor”, enumera con una risotada. “Me quedaría aquí hasta los 70. Esto es muy fiestero, y he estado en Nápoles visitando a un tío y no me ha gustado”, advierte. Ni siquiera piensa volver al País Vasco, donde ya residió. “Aquí nos peleamos todo el rato, pero a la hora siguiente ya estamos ayudándonos”, resume.

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Johnny

“Nos dirigimos malamente, pero con amor”. Así expresa Johnny Amador, de 24 años, el ciclo de su vida. Este joven de 24 años, frases de poeta y carisma de descampado, recomienda caminar despreocupado, a pesar del entorno. “Si no te metes con nadie, nadie se mete contigo” es su mantra. A su alrededor la gente escucha. Va con bandolera y con prisa por llegar a casa con su hijo y su mujer. “Soy evangelista y siempre he ido a la iglesia. Voy al culto y no de fiesta”, justifica. Aun así, se mueve con soltura en una atmósfera más canalla. “Aquí se vive a gusto, bien”, sintetiza.

“Si no te metes con nadie, nadie se mete contigo” — Johnny Amador

A las cuatro de la madrugada, señala, se prepara para ir al campo. “Aquí se compatibiliza la huerta con los almacenes o la chatarra”, analiza. Él vuelve a las tres para “pasar el día con la familia”.

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Johnny no ve el futuro fuera de su barrio

Con otros siete hermanos y unos emolumentos de unos 1.300 euros al mes se apaña por temporadas. “De aquí no me muevo. ¿Dónde quieres que me vaya?”, cuestiona ante un futuro que se enmarca en los cuatro bloques de su barrio.

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Trinidad

Trinidad Moya, de 30 años, me guía por Las 600. Conoce a “toda la peña”. Se ríe cuando se le pregunta por cómo es nacer y crecer aquí. “Entretenido”, suelta con una sonrisa cómplice. “De pequeño lo habitual es jugar. Juegas como una desgraciada porque no hay otra cosa. Ahora hay mucha mierda”, lamenta. Luce piercings, huellas tatuadas por todo el cuerpo y una frase escrita al revés sobre la clavícula: “No seas como ellos”. Es el mensaje que lee cuando se mira al espejo, recordándole su identidad y también sus aspiraciones.

“Antes había una cosa, el Junior, muy chuli. Era una plataforma que pasaba por los barrios para hacer actividades. El propósito era que salieras de aquí. Que no te quedase aquí pinchado fumando porros. Que no fueras un cafre, ¡pijo!”, rememora mientras apunta a un antiguo cine (cerrado) o a un par de pisos bajos donde compra de vez en cuando la leche u otros productos del día a día.

“El día que salga no vuelvo. Será un viaje sin retorno. Aunque a lo mejor, quién sabe, regreso para morirme” — Trinidad Moya

Trinidad abandonó los estudios en secundaria y empezó a limpiar casas. Ahora, la progresión en ese oficio ha desencadenado en montarse su propia empresa, en la que trabajan su madre y su sobrino. Nunca ha dejado de salir y va a conciertos de punk y de los grupos que le gustan, pero también a Granada o País Vasco, donde tiene varios colegas.

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Trini asegura que los políticos no se interesan por el barrio ni en las campañas electorales

Como el resto de los que trabajan en el barrio, Trinidad se levanta de noche. A las cuatro y media está en marcha a las oficinas que tiene que adecentar. Antes, da de comer a gatos del centro. A las once ha terminado y entonces puede volver, sacar a su perro y ver series y documentales o jugar a la consola. “¡Me vicio al Fortnite, loco!”, comenta. Con un hermano y una hermana, de 42 y 41 años respectivamente, ve lo que es vivir en Las 600. “Estás predestinado a quedarte”, protesta. “Es fácil quedar con los amigos. Aunque yo tengo a dos que no los veo porque están en la cárcel, pero bueno”, reflexiona.

Asegura que los políticos no pasan por allí, “ni para la foto”. “Solo quieren quedar bien”, arguye cuando se le pregunta por sus intereses en esta profesión, de la que se desentiende. “No voto”, resuelve. “Amo la música, odio el fascismo”, añade. ¿El provenir? “El día que salga no vuelvo. Será un viaje sin retorno. Aunque a lo mejor, quién sabe, regreso para morirme”, culmina mientras nos presenta al resto de participantes, con quienes tiene mucha confianza y la tratan como a una hermana. “¡Buah, habla con ella que es la empresaria del barrio!”, exclaman.

Fran no se deja fotografiar ni aporta más que su nombre. Tiene 20 años y empezó un PCPI (Programa de Cualificación Personal Inicial) de mecánica, aunque trabaja en el campo. Lleva solo “un mes y pico”. “Es difícil la vida aquí”, remarca. “Los jóvenes nos buscamos la vida juntos. Todos estamos en el paro. Unos tiran por la chatarra, otros por robar naranjas… y así algo consigues”, dice. Cree que “hay gente buena” y “si pasa algo es por casualidad”. A los 15 se casó con su pareja actual. Ya llevaban dos años juntos, de novios.

“Los jóvenes nos buscamos la vida juntos. Todos estamos en el paro. Unos tiran por la chatarra, otros por robar naranjas” — Fran

Entre el ocio de Las 600, anota, está salir al centro o por Elche. “Yo me quedo por aquí, estoy arrestado”, sonríe, en alusión a sus deberes familiares. “Solo he ido a Algeciras una vez. Y me gustaría ver otros sitios y escuchar más cosas. ¡Aquí solo hay gitaneo!”, protesta. No se plantea nada más allá del verano. “Ahora tengo el campo. Y me saqué el carnet de carretillero”, explica. ¿Y después? “Pasado mañana me alquilo una furgoneta y la lleno de melones”.

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Pape

La corpulencia de Pape Mendes llama la atención. Habla alto, ríe con vehemencia y narra sus aventuras jaleado por un coro de voces, que agregan detalles jocosos. Nació en Guinea Bissau hace 26 años. Lleva la mitad de su vida aquí. Cuando llegó, relata, le rompían todos los días la ventana de su casa, que es una de las que da pie a la plaza.

“Se está bien. Y mira: negros, gitanos, marroquíes… ¡No pasa nada!” — Pape Mendes

Ahora dice que ver “a los críos” es “una maravilla”. A los 16 años hizo un curso de albañilería y estuvo un año de prácticas. Luego todo se torció. “Empecé la crisis con una multa”, recuerda. “Iba en moto sin papeles, sin carné ni seguro”, cuenta entre risas. Luego le diagnosticaron trastorno bipolar y estuvo de baja.

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Pape dice que el barrio ha mejorado mucho desde que llegó hace 13 años

Pasó alguna temporada en su país y desde hace un mes trabaja en el campo. “Echaba de menos a mis amigos”, confiesa. Ha llegado a ganar 2.000 euros que destina a su casa, a comer y a mandar a su familia. A veces va a la playa, la cala La Cortina o La Manga son sus opciones principales. “Entre semana, salgo a tomar el fresco con los chavales. Me quedo hasta las tantas”. “Lo peor son las drogas y la delincuencia, pero hay buena gente. Y si voy al barrio más chungo no tengo problemas”, resalta. Le gustaría acabar de vuelta en Guinea Bissau, pero no le da muchos quebraderos de cabeza. “Se está bien. Y mira: negros, gitanos, marroquíes… ¡No pasa nada!”.

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