Desde que Lucrecia Martel se lanzó al ruedo del largometraje con La ciénaga en 2001, la crítica —y el mundo, en general— quedó hipnotizada. Martel, que se había formado en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC) de Buenos Aires, había apenas explorado su particular estilo en el lenguaje del corto durante los ochenta y los noventa. Entre Rey Muerto, con cuyo guion ganó en el concurso ‘Historias breves’ del Instituto Nacional de Cine de Argentina, y La ciénaga pasaron casi seis años.
Y de ahí no hubo vuelta atrás.
Videos by VICE
Ese debut no solo la hizo figurar en incontables investigaciones académicas sobre cine o flujos de críticas maravilladas, sino en análisis rigurosos que intentaban desentrañar qué era eso que ella hacía, cómo narraba, de qué forma diseñaba sus paisajes sonoros, por qué lo suyo era tan magnético. Tanto que la película se volvió el summum de lo que luego bautizaron como Nuevo Cine Argentino; eso además de su caudal de premios en Sundance, en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse, en el Festival de Cine de La Habana o en Berlín.
Siguieron La niña santa, de 2004, y La mujer sin cabeza, de 2008, que siguieron encantando y desconcertando hasta a los espectadores más adelantados. Y siguió el silencio de nueve años.
Con todos los ojos encima, Zama fue el quiebre de ese silencio. Hurgando en el pasado colonial de un espectral paraje americano, Martel narra el desgaste y la asfixiante ruina de Diego de Zama, un funcionario de la corona española que espera con urgencia una carta con la autorización para un traslado. La película, una adaptación de la novela homónima del argentino Antonio di Bendetto, circula por ese espacio de espera transitado por negros e indios, mulatos y españoles “en un amontonamiento indefinido que parece una proyección de su conciencia torturada”. Con un avasallamiento sonoro, texturado de colores y personajes casi espectrales, Zama se alza como una impugnación frenética de los imaginarios coloniales, una negociación narrativa de la historia y la identidad latinoamericana, enraizada en los huecos que quedan de sus mismos relatos oficiales.
Martel estuvo en el más reciente Festival de Cine de Cartagena (FICCI) presentando su película, que participó en la Competencia Oficial de Ficción. Hablamos con ella de heridas coloniales y de su convicción autocrítica de que el cine sigue siendo una máquina de exclusión.
Tráiler de “Zama”, de Lucrecia Martel:
VICE: Muchos pensadores y artistas poscoloniales dicen que América Latina todavía no ha sanado su “herida colonial” y por eso debemos seguir hurgando esa época, narrar ese pasado de otros modos. Con Zama, parecería que usted quisiera sumarse a esa indagación, ¿por qué le pareció necesario volver a contar una historia de la Colonia?
Lucrecia Martel: Yo no veo el pasado como una herida. Es algo que nos constituye de cierta manera y que de alguna forma tenemos que intentar desentrañar. Ese algo está muy sesgado por todos los esfuerzos que ha hecho la historia funcional a los estados nacionales, esa historia que las clases dominantes han necesitado que se conozca de cierta manera y no de ninguna otra. Pienso que en ese sentido, y por esa voluntad dominante de que la historia se vea de una determinada manera, se vuelve atractivo y casi urgente ir y revisar el pasado, tener hipótesis en torno a él y, sobre todo, imaginarnos otras formas de representarlo. Eso hice con Zama.
Pero yo no creo en la leyenda negra. Por supuesto que sé que la Colonia ha sido un escenario de disputas, de masacres. Pero para mí la peor leyenda negra empieza después de la Independencia, cuando los criollos se hacen cargo de la historia y deciden seguir cometiendo las mismas injusticias. Entonces, a diferencia de lo que lee mucha gente, esta película no es para nada un intento de “darle duro a los europeos”.
Aunque el protagonista es Diego de Zama, que es blanco y funcionario de la Corona española, hay voces que lo acosan: las de los sujetos que históricamente han llevado la carga de la opresión colonial, como los pueblos originarios o los esclavos negros…
Sí, la novela de Di Benedetto está escrita como un monólogo, pero yo quería pluralizar esas voces y armar un gran mosaico, poner en escena un monólogo hecho a muchas voces. Lo que yo hice fue agarrar todas las palabras de ese monólogo, transformarlas en escenas y que ocurrieran en escena las cosas que ese personaje de la novela original narra. Por ejemplo: vos me contás a mí ahora un casamiento. Yo en vez de filmarte a vos contándome el casamiento, filmo el casamiento. Y todas las cosas que se dicen ahí son un poco cosas que vos me contás, o que de alguna manera determinaron la forma como vos me contás ese casamiento.
A veces esas voces son presencias espectrales, montadas sobre la repetición y el sonido, que hacen anuncios que nunca llegan…
Exactamente, la película está ensamblada con esas cosas que se anuncian y no suceden. La novela tenía eso y me pareció muy interesante narrativamente por lo que le pasa a Diego de Zama. La inminencia de lo que no pasa, el anuncio de algo que no ocurre, es una estrategia narrativa que funciona mucho. No solo para llevar la película sino para hacer pensar.
En algunas conferencias ha hablado del cine como una “máquina de exclusión”, porque es un dispositivo que ha sido construido desde una cierta mirada privilegiada. ¿Cuál es esa mirada y por qué cree que el cine la reproduce?
La mirada hegemónica del cine ha sido históricamente una mirada blanca, de clase media, con unas ciertas categorías temporales que determina esa clase. Eso es porque la cultura está sesgada para una cierta clase. Acá en Cartagena, por ejemplo, es muy fácil verlo. Ves esa parte muy bonita, colorida, pero caminás veinte cuadras y estás en la pobreza absoluta. Entonces, ¿quiénes se vienen a casar a Cartagena, la gente pobre de Colombia? No. Vienen los ricos a casarse, vienen los ricos al Festival de Cine de Cartagena, son los ricos los que están representándose a sí mismos.
El otro día vi un casamiento y me recordó el entorno de Zama: era como tener otra vez esclavos negros a la vuelta. Todos vestidos de blanco, tocando tambores, y al lado unos grandes señores que van entrando a la iglesia. Hoy, pareciera que muchos sujetos privilegiados todavía tienen una nostalgia de la Colonia, de la Encomienda, de la esclavitud.
Tenemos ese problema: todos los beneficios de ser ciudadano ahora son privilegios. ¿Qué hacés cuando sabés que algo debe ser un beneficio general pero lo habés transformado en beneficio de unos pocos y querés que no moleste? Tenés que naturalizar y hacerle creer a todo el mundo que lo que produce la clase media blanca es el pensamiento de todo el país. Eso es lo que sucede en todo Latinoamérica. Por eso la fuerza y la violencia que a veces deben ejercer ciertos sectores para expresarse. Los medios de comunicación, los diarios, el mismo cine, están todos en manos de la misma gente.
A veces en Argentina yo agarro un diario y me impresiono muchísimo. Mirá un diario y fijate: ¿qué noticia hay útil para una persona pobre, alguien que está padeciendo de una inundación, alguien que necesita un remedio en una entidad pública? Todas las publicidades, toda la información son estupideces para la clase media. Un diario es algo inútil para ciertos sectores, al igual que las películas.
¿Y siente que eso mismo ocurre con un cine como el que usted misma produce?
Claro. Fijate: ¿qué gente va a ver las películas que yo hago? Mis películas también están en el terreno de lo inútil. Por eso yo, que ya sé que va a ser así, que la gente que va a ir a ver mis películas es la gente igual a mí, lo único que puedo hacer es crítica con respecto a mí misma. Si soy crítica con respecto a mí misma soy crítica con respecto a ellos también.
Les puse los títulos más cine de terror clase B que pude a mis películas, pero desgraciadamente todo el “cine de autor” cae en esa categoría de “intelectual”, que es la forma con la que el mainstream nos saca de juego. Como si ser “intelectual” o “pensar” fuera algo aburrido; como si no hubiese pensamiento para hacer Pretty Woman o como si no hubiese pensamiento para hacer lo guiones tan eficaces que tienen las películas de Hollywood. Así que me parece que lo que yo he hecho desgraciadamente todavía está bajo el peso de esa categoría. No me sirvió que mis películas se llamaran La ciénaga, La mujer sin cabeza, para escapar a esa categoría.
¿Cree que desde el cine se pueden desnormalizar las estructuras que reproducen ciertos privilegios o quebrar esas casillas que joden al “cine de autor”?
Sí. Yo creo que sí, pero muy lentamente. Tan lentamente que a veces pareciera que no está haciendo nada. Hay que tratar de no perder la esperanza pero tampoco pensar que sos la sal del mar, porque no lo sos.