Consuelo García del Cid es escritora e investigadora. En 2012 publicó “Las desterradas hijas de Eva” y sacó a la luz las sombras del Patronato de Protección de Mujeres, una institución que operó en España desde 1902 hasta 1984, siendo brevemente clausurado entre 1935 y 1941. Durante el franquismo, el Patronato tuteló a menores “caídas o en riesgo de caer” que ingresaban por conductas inmorales o problemas de comportamiento. Muchas de ellas eran entregadas por sus propias familias, pero otras eran denunciadas y reclutadas por las llamadas “celadoras guardianas de la moral”. Consuelo estuvo internada en una de sus instituciones regentada por religiosas, estos son algunos de sus recuerdos, reconstruidos a partir de una entrevista con Consuelo, que prepara su tercer libro sobre el Patronato. Dice que las pruebas documentales contra la institución son “demoledoras”.
La primera vez que ingresé en el Patronato lo hice en las Adoratrices de Padre Damián 52, en Madrid. Era 1973, tenía 15 años y estaba a punto de cumplir los 16. La mía era una familia pija, burguesa y conservadora de Barcelona y yo, con esa edad, empecé a rebelarme. Lo mío no era una cuestión de drogas, discotecas o chicos, que era lo que llevaba a algunas familias a ingresar a sus hijas allí. Era una cuestión de pensar por mí misma, de ideología. Me manifestaba contra el régimen franquista y mi familia me puso un detective privado para descubrirlo. Realmente lo hicieron muy bien, porque no me di cuenta. Lo supe años después.
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Un día muy temprano (serían las 7 de la mañana), mi madre entró a mi habitación mientras yo dormía acompañada de mi médico de cabecera de toda la vida, que era del Opus Dei. Me dijo que me iban a poner una vacuna contra la gripe y yo no pude reaccionar. Me cogieron de los brazos, me pusieron una intravenosa y cuando me desperté estaba en una habitación que no conocía de nada.
Tenía la boca seca, mi lengua parecía una lija y no sabía dónde estaba. Intenté abrir la puerta y vi que estaba cerrada con llave. Me di cuenta de que a los pies de la cama había una maleta que me resultaba familiar. La abrí y vi que había ropa para todas las estaciones del año. Seguía sin entender nada. Entonces me asomé a la ventana, que daba a la calle, y me di cuenta de que todos los coches tenían matrícula -M: me habían llevado a Madrid.
“Mis padres pagaban una especie de alquiler por mi celda. Pagaban por tenerme en una cárcel”
En el Patronato yo era considerada como una de las rebeldes. Éramos las más vigiladas y no teníamos apenas libertad, ni siquiera para hablar con el resto. Al poco de entrar, aún sin saber muy bien dónde estaba, se me acercó una chica y me preguntó muy bajito: “¿Tú eres del Patronato?”. Le respondí, también susurrando, que qué era el Patronato. Inicialmente pensé que era algo bueno, porque me lo preguntaron varias, pero yo les respondía que no lo sabía, que desconocía si era o no del Patronato.
Después supe que no. Que yo era “de pago”. Había entrado por decisión familiar, lo que venía a significar que mis padres pagaban una especie de alquiler por mi celda. Pagaban por tenerme en una cárcel. Pero de pago éramos relativamente pocas.
Las que sí que eran del Patronato, las tuteladas -entonces la mayoría de edad estaba en los 21 año y si el Patronato se hacía cargo de tu tutela subía hasta los 25- llegaban acompañadas de la Policía. Aquello era un sistema penitenciario oculto que se vendía como una institución de ayuda a la mujer.
Funcionaba a través de una serie de congregaciones religiosas: Adoratrices, Oblatas, Monjas de la Caridad, Cruzadas Evangélicas… Todas ellas tenían los reformatorios, pero no los reconocían públicamente como tales sino como Escuelas de Formación, asilos u hogares. Realmente eran cárceles para que las adolescentes y mujeres jóvenes nos convirtiéramos al modelo único de mujer del Régimen: el de Pilar Primo de Rivera.
“La vida en el Patronato se reducía a reducía a rezar y trabajar gratis”
La forma de captar a las chicas (aunque a veces era la propia familia la que las entregaba, como en mi caso que pagaban o en el caso de muchas muchachas pobres a las que entregaban, de familias de pueblos que apenas tenían para comer y vivían hacinadas) era a través de las llamadas celadoras guardianas de la moral. Eran monjas que salían por las calles, por los cines, los bares, las piscinas o las salas de baile y, en el momento en que veían a una menor en actitud que consideraban sospechosa llamaban a la Policía y se las llevaban al Centro de Federación y Clasificación, que estaba en la calle Arturo Soria.
El centro era regentado por Trinitarias y lo primero que les hacían a las chicas al llegar era un examen ginecológico. La que era virgen constaba en el expediente como “completa” y la que no, como “incompleta”. Esto era determinante para que se las llevaran a un reformatorio más o menos severo. Además de chicas pobres y de “rebeldes” como yo, había mucha huérfana que venía directamente de todo el entramado institucional, del auxilio social, del orfanato… pero también prostitutas o mujeres que se habían quedado embarazadas fuera del matrimonio.
Ellas eran llevadas a parir a Peñagrande y a muchas de ellas se les arrebataba a sus niños nada más nacer. Cuando escribí mi libro Las desterradas hijas de Eva, se empezó a hablar de la relación del Patronato con la trama de los bebés robados. Recuerdo a dos de ellas en las Adoratrices, llorando y sujetándose el pecho y manchadas aún de sangre, contando que venían de Peñagrande y que les habían robado a sus bebés. Me da escalofríos pensarlo, pero entonces aquello me parecía normal: pensaba que si a mí me habían metido allí por nada, qué no iban a hacerle a las embarazadas.
La vida en el Patronato se reducía a reducía a rezar y trabajar gratis. Te levantaban a las 7:15 de la mañana con palmadas. En menos de 10 minutos tenías que estar duchada, vestida y con la cama bien hecha, porque si no estaba bien hecha venía la monja y te la deshacía. Después, a misa en ayunas. A las 8 nos daban de desayunar y de ahí a fregar. Luego íbamos a los talleres de trabajo, en los que trabajábamos para empresas grandes pero no veíamos un duro. Yo trabajé, por ejemplo, cosiendo para El Corte Inglés.
Después teníamos una hora patio, pero no se nos permitía hablar con quienes no pertenecían a nuestro hogar, que era como se denominaba a cada pabellón (los pabellones tenían unas 20 chicas y era la forma en laque estaba distribuido aquello). En las Adoratrices llevábamos uniforme y aquello te borraba por completo la identidad, pero acababas reconociéndote con el resto de internas simplemente por la mirada. Incluso algunas inventamos un lenguaje con mímica.
Pasado un tiempo que denominaban “de arresto” (que dependiendo de tu comportamiento era de seis o siete meses y que quería decir que en ese periodo no veías la calle en ningún momento) las monjas te buscaban o bien un trabajo, que siempre era de limpieza o de niñera, o bien un curso. A mí me buscaron trabajo de niñera. El dinero, que cobraba por semanas, se lo tenía que entregar a las monjas. También me apunté a puericultura. Pero un día salí hacia el trabajo y nunca volví. Me escapé.
“En las Adoratrices llevábamos uniforme y aquello te borraba por completo la identidad, pero acababas reconociéndote con el resto de internas simplemente por la mirada”
No tenía nada planeado pero como había ayudado a escapar a tantas llegó un momento en el que aprendí yo. Me acuerdo perfectamente del día. Me levanté y, sentada en la cama pensé: hoy es el día. En lugar de encaminarme hacia el trabajo, estuve dando vueltas por Madrid y conseguí un billete para el Talgo a Barcelona pero cuando llegué a Atocha la estación estaba llena de Policía y pensé, fíjate qué inocente, que estaban allí por mí, buscándome.
No era así, claro, pero de igual manera estaban pidiéndole a todo el mundo el DNI y en el mío ponía la dirección del Patronato, así que no me monté. Llamé a una tía que tenía en Madrid, mi único familiar en la ciudad, y le dije que me había escapado. Estuve un mes con ella siendo consciente de que estaban preparando mi siguiente ingreso. Y así fue. Un día me metieron en un avión y cuando llegué a Barcelona y vi a toda mi familia allí pensé “ya está, me llevan al Buen Pastor”.
De estar institucionalizada y como a muchas chicas las cambiaban de centro —por mala conducta, por haberse hecho amigas dentro de un centro— acababas sabiéndotelos todos. Siempre existía la amenaza de ir a Villalba o Baeza, dos de los centros más duros, según decían, o a Ciempozuelos, un sanatorio en el que fueron ingresadas cientos de mujeres del Patronato sin diagnóstico alguno. Sobre eso trata mi último trabajo, que aún estoy escribiendo. Pero aquel día, al ver que nos dirigíamos al Tibidabo lo confirmé: me iban a meter en el Buen Pastor. Llegué muerta de miedo y descubrí, a los pocos días de mi ingreso, la doble moral del Patronato.
A diferencia de en Madrid, en el Buen Pastor tenía una habitación individual, lo que me garantizaba cierta intimidad aunque el cuarto no tuviera techo y la puerta fuera cerrada cada noche con llave. Tampoco había uniforme, te podías vestir y cortar el pelo como quisieras, y nos dejaban fumar hasta tres cigarrillos al día y hablar con todo el mundo, sin restricciones. Pero lo que más me sorprendió de todo fue que los talleres se pagaban.
Allí trabajé cosiendo los dobladillos de las sábanas y toallas de la Seguridad Social y pañuelos de ojos de los Sanfermines. Cuando llegó el final de mes y la monja nos dijo que nos pusiéramos en fila que íbamos a cobrar pensé que nos iban a pegar, pero en lugar de eso me pusieron en la mano 2000 pesetas y cuando le dije a la monja que qué era eso, que en las Adoratrices no me pagaban, me respondió que aquello no eran las Adoratrices.
“Todo el mundo sabía quiénes éramos y cuando nos sacaban a dar una vuelta por la calle la gente nos miraba como si fuéramos unas putas”
Al principio tenía miedo de las internas, porque como allí podíamos ir vestidas como nos apeteciera veías realmente cómo era cada una y los perfiles eran muy serios. Ahora ver a una chica tatuada es normal, pero en los 70 en España era lo más marginal del mundo. Uno de los primeros días estaba en el patio y me empezaron a rodear. Me preguntaban que qué hacía ahí si era “un pimpollo” y me decían “mira la pija esta, ¿de dónde habrá salido?”. Entonces les conté que me había escapado de las Adoratrices de Madrid y una con pinta de camionero me respondió “olé tu coño”.
En la vida había oído esa expresión, y lo que más grave me pareció no fue que lo dijera sino que la monja que estaba a su lado no la regañó ni le dijo nada. Entonces gritó “es una fugada” y empezaron a acercarse un montón de internas, a presentarse, a ofrecerse para tatuarme o conseguirme tabaco, para sacar cartas al exterior… una incluso me dio un beso en la boca. Al principio pensaba en qué era aquello y de dónde habían salido todas esas chicas, pero después me lleve maravillosamente con ellas.
Además de con mis compañeras tuve mucha suerte también con las monjas, que estaban mucho mejor preparadas que en las Adoratrices. Al poco tiempo de ingresar me dijeron que iban a hablar con mi madre porque si lo que ocurría conmigo era que tenía problemas familiares los tenía que resolver en familia, no allí. Yo les rogaba que no lo hicieran, que por favor me dejaran allí, porque pensaba que lo que haría mi madre sería llevarme de vuelta a las Adoratrices, pero no fue así.
En 1975 salí del centro del Buen Pastor. El día que me dijeron que hiciera la maleta, que era libre, no me lo creía. Cuando me despedí de mis compañeras, en el patio, les juré que, aunque pasaran muchos años, un día sería escritora y el país entero se enteraría de lo que nos había hecho. Cumplí la promesa 36 años más tarde, con la publicación de Las desterradas hijas de Eva. Y empezaron a salir por redes sociales un montón de exinternas que habían vivido lo que yo. Para mí supuso un desgaste emocional enorme reencontrarme con tantas historias terribles, con tantas muertes, con tantos suicidios, pero también fue bonito poder hablar con excompañeras que, como yo, lograron sobrevivir al Patronato.
Al edificio en el que estuve interna en Madrid, el de las Adoratrices, se le denominaba “reformatorio de niñas díscolas y caídas”. En Chamartín, el barrio en el que estaba, todo el mundo sabía quiénes éramos y cuando nos sacaban a dar una vuelta por la calle la gente nos miraba como si fuéramos unas putas. Como resultado de ello, además de de las torturas, hay mujeres que no quieren siquiera reconocer que pasaron por el Patronato. Algunas de las que entrevisté cuando estaba recogiendo testimonios me hablaban por Skype por la noche, cuando sus maridos ya estaban durmiendo, porque ni lo sabían ni querían que lo supieran sus propios esposos.
Hasta que publiqué Las desterradas hijas de Eva primero y Ruega por nosotras después nadie había hablado en España del Patronato, una institución que, paradójicamente, tuvo como vocal durante la II República a Victoria Kent, una supuesta feminista de pro. Solo había una pequeña referencia en Mujeres para después de una guerra, de Asumpta Roura y una mención en un libro de Mirta Núñez Díaz.
“No creo que todas esas monjas que tanto daño nos hicieron fueran malas. No creo que fuera su culpa sino del sistema”
Cuando en 2012 publiqué Las desterradas hijas de Eva empiezo a recibir amenazas. Durante la gira que hice con motivo de su promoción no salía a la calle sola y vivía con miedo. Cada noche dormía en casa de una amiga distinta por temor a que descubrieran dónde estaba y que me hicieran algo. Nunca descubrí quién fue, pero supongo que tendría que ver con el caso de los bebés robados, o quizá con que algunos de los últimos cargos del Patronato, que desapareció en el 1984, fueran miembros en activo del Partido Popular. Lo descubrí por el BOE, que es lo único que en España nunca miente.
Lo único bueno que saqué de aquella experiencia fue que el sufrimiento y el maltrato te purifican. Te convierten en una especie de hipopótamo, en un ser tremendamente duro. También te enseña a comprender. No creo que todas esas monjas que tanto daño nos hicieron fueran malas. No creo que fuera su culpa sino del sistema: ellas pensaban que estaban haciendo lo correcto. Que aquello era lo mejor para nosotras, que nos estaban haciendo bien. Esto, claro, lo aprendí y lo comprendí con los años. Que ellas no eran las culpables sino un sistema que no concebía un modelo de mujer distinto.
Mi madre también tardó años en comprenderlo. Me pidió perdón cuando aparecí en un programa de televisión y hablé de las atrocidades del Patronato y vio que un montón de mujeres llamaban para intervenir telefónicamente y confirmar que todo aquello era verdad. Me dijo que, en su momento, creía que yo me lo inventaba. Pero no: nunca me inventé nada. Y siempre supe que tenía que contar mi historia, mi historia y la de tantas otras que no fuimos ni somos víctimas sino supervivientes.
Supervivientes de un drama silenciado primero e ignorado después, incluso por los más comprometidos con la Memoria Histórica. Quizá porque nosotras no tenemos muertas en las cunetas. Quizá porque las nuestras no fueron fusiladas sino que se suicidaron o vivieron con depresión toda su vida al serles arrebatados sus hijos en Peñagrande.
Sigue a Consuelo García del Cid en @txaite.
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