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Tu like no va a salvar el mundo

Mundo llamas likes - Mariana Matija

Hace unas semanas Instagram se llenó de cuadrados negros. Detrás de esta acción viral estaban el asesinato de George Floyd, múltiples manifestaciones ciudadanas en varias ciudades de Estados Unidos, el interés de muchas personas de mostrar solidaridad con el movimiento #BlackLivesMatter y —no nos digamos mentiras— también las ganas de muchas otras personas de aprovechar una situación que no entendían bien para hacer algo que les hiciera sentir visibles y relevantes.

Este tipo de respuesta a problemáticas coyunturales no es nueva y no es exclusiva de Instagram. Hace algunos años, muchos usuarios de Facebook añadieron una bandera de Francia en transparencia sobre su foto de perfil para mostrar solidaridad hacia las víctimas de los atentados en París. El año pasado, atravesando todas las redes sociales, encontrábamos el hashtag #PrayForAmazonia o #RezaPorLaAmazonía, con el que se buscaba expresar preocupación por los incendios que estaban devastando el bosque tropical más grande del mundo.

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Las redes sociales parecen facilitar nuestra participación en manifestaciones locales o globales en torno a causas de todos los tamaños y sabores, lo cual, a primera vista, puede parecer una buena noticia: más y más gente hablando de temas importantes… ¿qué puede tener de malo?

Pues muchas cosas, la verdad, pero vamos a la principal: hablar no es lo mismo que actuar. Y muchas —tal vez la mayoría— de estas manifestaciones se quedan solo en eso: en palabras, hashtags, fotos de perfil cambiadas y cuadraditos negros que no reflejan la complejidad del asunto que pretenden comunicar ni reemplazan la urgente y necesaria acción.

El activismo de sofá o clicktivismo es definido en Wikipedia como aquel que “se enfoca en firmar peticiones de Internet, unirse a una organización comunitaria sin contribuir a los esfuerzos de la organización, copiar y pegar los estados o mensajes de las redes sociales (“activismo de hashtag”) o alterar los datos personales o fotos de perfil“. Es un término que se ha usado en general de manera peyorativa, y con buena razón: si bien hay casos en los que las redes sociales pueden ser aliadas de procesos mayores de activismo, hay estudios que señalan que cuando alguien participa en una manifestación online de “activismo” suele estar menos dispuesto a traducir esa acción digital en una acción concreta por fuera de las pantallas.

Es mucho lo que todavía hace falta entender sobre este tema, pero como punto de partida vale la pena tener en cuenta un pequeño pero gran descubrimiento de la psicología social: leer frases que nos resultan inspiradoras o motivacionales —o, traído a este contexto, compartir manifestaciones de clicktivismo como las mencionadas más arriba— puede generarnos la misma sensación de bienestar que haber logrado algo. Parafraseando a Paul Jarvis: esa es una pésima noticia, pues quiere decir que nos comprometemos menos con las acciones reales porque ya nos sentimos bien y satisfechos con lo que hicimos… y la acción que se requiere para generar cambios reales frente a las injusticias y desequilibrios de nuestra sociedad no se deriva de una sensación de bienestar y satisfacción, sino de todo lo contrario.

Es fácil caer en esa trampa. Las redes sociales nos hacen sentir que tenemos una herramienta poderosísima en nuestras manos: podemos enviarles mensajes directos a los presidentes de nuestros países, podemos reclamarle a J. Balvin por no haber manifestado su apoyo al Paro Nacional en Colombia, podemos jurarle a cualquier persona famosa que dejaremos de ver sus películas, comprar su línea de ropa o leer sus libros por lo que dijo, lo que no dijo, o lo que hizo y no nos gustó. Podemos acumular cientos de miles de likes si publicamos el tuit adecuado en el momento adecuado, y es compartido por las personas adecuadas, y podemos sentir que somos visibles, que existimos, que en el infinito territorio de internet somos relevantes y estamos cambiando el mundo.

Sé que queremos aferrarnos a esa idea, pero es un espejismo: las redes sociales son una herramienta, sí, pero no son varitas mágicas. De hecho, si de analogías se trata, podemos pensar que las redes sociales son como las motosierras: pueden ser muy útiles en algunos casos específicos, pero en las manos equivocadas o el momento equivocado pueden ser francamente inútiles o, en el peor de los casos, fatalmente peligrosas.

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No me cabe duda de que muchas personas pusieron el cuadrado negro con un genuino interés por mostrar solidaridad, y que muchas personas publicaron cosas con #PreyForAmazonia tratando de expresar verdadera preocupación. Estoy segura de que tanto unas como otras pudieron quedarse con ideas y preguntas que les han llevado a tomar acción en torno a estas y otras causas, más allá de las redes sociales.

Sin embargo, tampoco me cabe duda de que muchas personas solo querían subirse al bus de la viralidad aprovechando que estaba pasando cerca y, consciente o inconscientemente, asumieron que era una buena oportunidad para ganarse un “trofeo de identidad” y ser percibidos como personas sensibles, justas, comprometidas, críticas del sistema… aunque esas actitudes solo se queden en sus redes sociales y no trasciendan a la vida real. Y bueno, es que en la vida real se requiere más que un click y el like no funciona igual, así que la motivación claramente no es la misma.

Con esto no quiero decir que compartir cosas en redes sociales esté mal, o que sea un hecho que quienes lo hacen solo estén buscando sucedáneos del activismo real. No afirmo que está garantizado que compartir cosas en redes sociales no sirve para nada ni que la gente que lo hace se queda solo en eso y no lo lleva a acciones por fuera de las pantallas. Lo que sí estoy afirmando es que tampoco está garantizado que sirva para mucho, y ese es un hecho que no deberíamos ignorar.

Las redes sociales son herramientas de amplificación, sí, pero lo que suelen amplificar no es necesariamente lo que nos gustaría que amplifiquen. Compartir ideas y cuestionamientos en redes sociales puede ser entretenido, útil, informativo, educativo. Puede, incluso, generar cambios tangibles en algunos casos particulares. Pero si queremos exprimir el potencial de las redes sociales para ayudarnos en los procesos de promover y generar cambio, entonces es necesario que reconozcamos sus límites, y que aceptemos que cualquier cambio real va a exigir más de nosotros que un cuadrado negro, un like o una publicación con el hashtag del momento.

Nuestro compromiso con los procesos de cambio que queremos promover no puede limitarse a una serie de clicks. Como dijo Micah White hace ya diez años en un artículo para The Guardian:

“El clicktivismo es al activismo lo que McDonalds es a una comida de cocción lenta. Puede parecer comida, pero los nutrientes que dan vida han desaparecido”.

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Las redes sociales llegaron a nuestras manos sin manual de instrucciones. Mucha gente no sabe diferenciar una cuenta real de una cuenta falsa, una foto real de un montaje, o un dato verificado de una afirmación sin respaldo hecha en un tuit. Nos falta mucha alfabetización digital. Nos falta, por ejemplo, entender que saber usar Twitter, Instagram o Facebook no es lo mismo que comprender realmente cómo funcionan, qué intereses hay detrás y de qué manera el uso de esas plataformas afecta nuestra percepción del mundo, nuestra capacidad para actuar y para comunicarnos con otras personas.

Pero esas herramientas existen, para bien o para mal (y para todo lo que hay en medio), y muchas personas hacemos uso de ellas para complementar procesos de activismo. Así que, declarando abiertamente que no pretendo tener respuestas definitivas a las cuestiones más inquietantes del mundo de las redes sociales, me aventuro a proponer unos puntos básicos a tener en cuenta para que nuestras buenas intenciones salgan de las pantallas y el scroll infinito no se termine de comer nuestra disposición para generar cambio real en el mundo real:

1. Las redes sociales no son ONG que tienen en su misión / visión la construcción de sociedades más justas y sostenibles. Son aplicaciones creadas por corporaciones, que se lucran explotando nuestra atención y nuestros datos personales, que se convierten en materia prima para poder dirigir mejor su publicidad y hacer de nosotros consumidores más dóciles.

En otras palabras: las redes sociales no son gratis. En las redes sociales nosotros somos el producto y terminamos pagando por su uso con nuestra atención; es decir, con nuestro tiempo. Eso quiere decir que, en general, no estamos usando nuestro tiempo para construir estrategias de educación y movilización que aborden el racismo, la violencia de género, la pobreza extrema o la emergencia ecológica, porque estamos muy “ocupados” haciendo scroll, viendo contenido que, si somos sinceros, realmente ni siquiera nos interesa tanto.

2. Las redes sociales promueven, favorecen y premian la sobresimplificación. Los procesos de activismo necesarios para resolver la crisis climática, los problemas de opresión racista, clasista y machista, y básicamente todos los problemas que enfrenta la humanidad requieren que tengamos en cuenta múltiples capas de complejidad que en la mayoría de las publicaciones de redes sociales se pierden, no solo porque es difícil abordar matices en los 280 caracteres que permite Twitter, o en el par de párrafos que permite Instagram, sino además porque lo “viralizable” es todo lo que sea fácil de tragar: es decir, todo lo que exija poco de nosotros más que compartir y repetir, sin cuestionar y sin reflexionar.

El año pasado, por ejemplo, durante las primeras semanas del estallido social en Chile, muchas personas publicaron en sus historias de Instagram una imagen que decía algo así como “si su influencer favorito no ha dicho nada, es facho”. Esa imagen y la idea que promueve me parece escalofriante. Si bien es comprensible la indignación por el hecho de que algunas personas no se manifiesten frente a un tema que está afectando a tanta gente, saltar a afirmar que si alguien no dice nada es porque es fascista (o, traído a temas más recientes, que si no publica el cuadrado negro es porque racista, o si no “lincha” a Ciro Guerra es necesariamente porque lo defiende) no solo es injusto sino que es peligroso: nos encierra todavía más en grupos de ellos versus nosotros, donde ellos son “malos”, y nosotros, por supuesto, somos los “buenos”… como si la realidad fuera así de simple.

En noviembre, durante el Paro Nacional en Colombia, muchas personas empezaron a compartir una frase que decía “los buenos somos más”. Frente a esta cabe preguntarse: ¿las personas que dicen eso no creen que quienes piensan distinto también dicen que ellos son “los buenos” y nosotros los “malos”? ¿Qué ganamos afirmando que los “malos” son otros? ¿Qué le aportamos a la sociedad acusando de fascistas a quienes, sea por lo que sea, deciden guardar silencio en un momento de coyuntura? ¿Qué aportamos con semejante sobresimplificación? Nada más que ruido digital y palmaditas virtuales en la espalda.

¿Qué tienen de bueno esas frases, entonces? Son cortas. Son tragables. Son viralizables. No exigen de nosotros nada más que indignación y un toque con un dedo para compartir, y a cambio recibimos la satisfacción de sentirnos ciudadanos comprometidos, algo que en la vida real exige un esfuerzo mucho mayor, que tal vez muchas personas no están dispuestas a asumir.

3. Las redes sociales (que se caracterizan por permitirnos llegar a un público diverso y global) diluyen el contexto, cuya comprensión es necesaria para cualquier proceso de comunicación y de activismo. La brutalidad policial, por ejemplo, es brutalidad sea donde sea, pero funciona distinto en contextos urbanos o rurales, en Colombia o en Chile, en Latinoamérica o en Estados Unidos, y eso, en las redes sociales, se pierde. Se nos hace una sopa con la información que están compartiendo nuestros amigos, los amigos de nuestros amigos y los “influencers” de preferencia, y terminamos convencidos de que hay soluciones estandarizables que pueden aplicarse a problemas similares aunque tengan contextos diferentes, o que podemos “redondear” y asumir que el mismo problema tiene los mismos orígenes, las mismas consecuencias y las mismas posibles soluciones para todos en todas partes.

Esta falta de contexto puede convencernos, además, de que la manera en la que se plantea un discurso en torno a una determinada causa en Europa puede ser transferible a Latinoamérica sin necesidad de considerar diferencias culturales, políticas y económicas, y tarde o temprano eso nos lleva a la frustración de ver que aquello que creíamos que era una fórmula infalible no es aplicable a este lado del Atlántico. Retomando el punto anterior: los procesos de activismo necesarios para resolver los problemas que enfrentamos requieren que tengamos en cuenta el contexto y las sutiles diferencias que surgen entre un lugar y otro, una situación y otra, una persona y otra.

Esas diferencias en las redes sociales parecen irrelevantes, pero son esenciales para cualquier proceso eficiente de activismo, y esa es otra razón de peso por la que es necesario que nos acostumbremos a sacar la nariz de Instagram de vez en cuando, a pasar más tiempo aprendiendo sobre esas diferencias y menos tiempo haciendo scroll y dando like.

4. Las redes sociales nos llevan a confundir repetición con importancia y viralidad con veracidad. Lo que usualmente vemos como una de las principales ventajas de las redes sociales es también uno de sus principales problemas: nos ofrecen la ilusión de que tenemos acceso a todo tipo de información, todo el tiempo… y ese exceso nos confunde y entumece.

Para entender de qué manera podemos actuar frente a las causas que nos mueven y nos motivan es esencial que desarrollemos una mirada más crítica, y eso implica dejar de tragar entero cuando de “movilizaciones digitales” se trata. No todo lo que se viraliza es verídico, no todo lo que se repite mucho es importante, no todo lo que se muestra es real y el hecho de que algo no se muestre no significa que sea inexistente. De hecho, muchas personas están trabajando en procesos de transformación comunitaria, cultural, política y legislativa sin aparecer en una sola publicación de redes sociales, y eso no hace que su trabajo sea menos real o menos importante. Sin embargo, el hecho de que no aparezcan en redes sociales sí hace que muchas personas consideren menos interesante ese trabajo, o al menos no tan digno de ser amplificado en medios convencionales o eventos, porque no viene acompañado de un gran número de seguidores y de todo el potencial comercial que esos seguidores arrastran.

5. El cambio pasa en el mundo, y la parte más importante del mundo está afuera de las pantallas, aunque Instagram, Twitter y Facebook nos quieran convencer de lo contrario. Parece una obviedad, pero pasamos tanto tiempo frente a las pantallas que terminamos por olvidar que los problemas —y sus soluciones— existen en el mundo tangible, que no depende solo de algoritmos, número de seguidores y cantidad de likes. Las redes sociales, como lo mencioné antes, pueden ser una herramienta de amplificación. Su uso puede facilitar la comunicación entre personas que trabajan por una misma causa, y también el alcance de algunos mensajes que pueden llegar a más personas a través de estos medios. Pero eso es solo un punto de partida.

Si no queremos que nuestro activismo se limite a un asunto performático de redes sociales, necesitamos asegurarnos de que cada cosa que elegimos decir o compartir esté respaldada por acciones concretas y contundentes en el mundo fuera de las pantallas. Y hago énfasis en concretas y contundentes: o sea, no basta con decir “este es un tema que a mí me importa mucho” y creer que esa es una acción contundente. Esa es solo una idea, y las ideas por sí solas no sirven para nada. Lo que cambia el mundo no son las ideas, sino las acciones —y la difusión y repetición comprometida de esas acciones, especialmente cuando resulta difícil e incómodo— que surgen a partir de esas ideas.

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Muchos de nosotros queremos sentir que participamos en los procesos de cambio que consideramos necesarios para vivir en sociedades más justas y en un planeta viable y sostenible, y las herramientas digitales pueden ser grandes aliadas en ese proceso si las aprendemos a usar con una perspectiva crítica, que reconozca sus límites y los nuestros.

No se trata de descartar cualquier manifestación de activismo que esté conectada con estrategias de comunicación digital, sino de acostumbrarnos a mirar un poco más allá de las apariencias —tan protagónicas en las redes sociales— para empezar a entender que si bien hay acciones que aunque se limiten a las redes sociales pueden tener efectos tangibles en el mundo, también hay múltiples ejemplos de puro y duro oportunismo.

Necesitamos aprender a diferenciar lo valioso de lo insustancial y ser mejores críticos de nuestro propio uso de estas herramientas. Hacer activismo no se reduce a replicar frases o hashtags, defender una causa no consiste en trollear en redes sociales a quienes no la promueven o a quienes lo hagan de una manera que no consideramos adecuada, ser ciudadanos activos y comprometidos con el cambio requiere mucho más que una serie de hilos en Twitter o una cuenta de Instagram con muchos seguidores. A la Amazonía no la va a salvar un tuit. Acabar con la opresión racial requiere mucho más que publicar cuadrados negros. El acoso sexual no desaparecerá a punta de linchamientos digitales. Para que haya justicia social y ecológica en Chile, en Colombia y en *inserte aquí cualquier país del mundo* no necesitamos más imágenes en Instagram que digan que “los buenos somos más”, o que afirmen que quienes no han usado el hashtag de turno son fachos.

Necesitamos entender mejor las raíces esos problemas, y cómo estamos reforzándolas todos los días con nuestros hábitos, nuestras actitudes, nuestra falta de compromiso ciudadano y político, nuestro consumo desmedido y nuestra preferencia por información viralizable y hueca por encima de contenido complejo que realmente enriquezca la conversación y nos invite al análisis. Es decir, necesitamos pasar menos tiempo en plataformas que nos enseñan a valorar la apariencia sobre el contenido, la cantidad sobre la calidad y la viralidad sobre la complejidad. El problema, claro, es que eso no es viralizable.

Mariana es Presidenta del Club de Fans del Planeta Tierra. Puedes seguirla en su cuenta de Instagram (@marianamatija) y leerla en VICE o en su blog.