No son clubs de fans de la serie The Crown. Tampoco son sectas ocultistas, ni grupos de WhatsApp. Son organizaciones políticas, grupos de personas que buscan un destino para sus naciones: que tengan reyes y reinas.
En algunos países de América Latina hay grupos monarquistas que se reúnen, discuten en redes sociales y militan por la instauración de la corona en un continente donde las corrientes republicanas se institucionalizaron como en ningún otro lugar del mundo. Pero, ¿hay que tomarlas en serio? ¿Nos dicen algo sobre el estado de cosas en la región?
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Una reina para la Argentina
Cuando Luis José Carosini, un químico de la Ciudad de La Plata, fundó el Movimiento Monárquico Argentino en la década del 80, el proyecto de la corona llevaba más de un siglo enterrado. Para la historiadora Camila Perochena, hubo dos momentos en los que se propuso a la Monarquía como un modelo de organización real. El primero fue en el periodo entre 1808 y 1810, cuando el Virreinato del Río de la Plata se debatía, en plena crisis de la Monarquía Española, a quién obedecer.
El segundo momento ocurrió en el Congreso Constituyente de 1816, cuando Manuel Belgrano -el creador de la bandera y uno de los llamados “héroe de la patria”- expuso sus argumentos para adoptar una Monarquía en Argentina.“Belgrano había viajado recientemente a Europa, que se encontraba en plena época de restauraciones monárquicas tras la caída de Napoleón. Defendía el modelo monárquico como la mejor manera para que la nación sea reconocida por el mundo, además de que creía que era la forma más estable. Su propuesta fue recurrir al linaje inca, encontrar descendientes del último inca”, dice Perochena. Pero el proyecto fue, otra vez, descartado, además de ridiculizado.
En la década de 1980, bautizada como “la década perdida” y protagonizada por fuertes crisis económicas y tensiones institucionales (en algunos casos, como el argentino, derivadas del reciente –y para ese entonces precario– regreso a la democracia), Carosini fundó el Movimiento Monárquico. Su objetivo era quitarle al Presidente la jefatura de Estado. Para él, la forma en la que se organizaba el país era deficiente, tendiente a la corrupción y con un claro destino para el país: el fracaso.
La única salida al “desorden” era, para Carosini, la Monarquía. “La principal propuesta del MMA es dividir el tremendo y excesivo poder del que goza todo presidente de nuestro país (y en toda Latinoamérica) en dos jefaturas ejercidas por personas diferentes: un jefe de gobierno elegido por el pueblo (el partido político triunfante) y un jefe de estado profesional (el rey preparado desde que nace) que oficia de árbitro institucional del cual hoy carecemos”, se lee en el manifiesto del Movimiento.
Pero la iniciativa por encontrar un rey para la Argentina no levantó vuelo, ni tampoco se encontraron muchos candidatos. Sin embargo, su hijo Mario -heredero del puesto de su padre hace once años-, consiguió que el MMA empiece a circular en la prensa argentina.
Mario encontró a la familia real adecuada para Argentina. Propuso que Alexia o Ariane, hijas menores de la Reina Máxima de Países Bajos, que es argentina, sea la reina del país para que este abandone “el atraso y la corrupción”.
Al día de hoy, el grupo es minoritario. Carosini cuenta que tienen unos 2 mil 900 miembros en una página de Facebook y mil 400 en un “relativamente reciente” Instagram. Pero, según dijo para este reportaje, “en Argentina hay aproximadamente un millón de monárquicos principalmente descendientes de italianos y españoles”.
Para formalizar esta propuesta, el MMA redactó un proyecto de ley para enviar al Congreso Nacional. Espera que se apruebe una ley que dé origen a un nuevo proyecto monárquico en el país. El texto será enviado al parlamento, pero sin definir ningún nombre, ya que para eso necesitarán la autorización de alguna de las hijas de la reina de Holanda. Pero, hasta ahora, no les preguntaron. Ni ellas dijeron nada.
“No me interesa ni la tradición, ni el lujo, ni nada por el estilo. Lo que me interesa es una cuestión muy práctica: la lucha contra la corrupción -dijo Carosini hijo en televisión cuando contó su proyecto de ley-. La república es un sistema corrupto”.
Vice le consultó a Carosini qué medidas se tomarían en caso de que un rey o reina sean corruptos. Su respuesta fue: “Cuando un rey comete actos de corrupción, o hay sospecha o ha bajado en la estima de su pueblo, simplemente la presión popular lo hace salir del cargo. Así sucedió recientemente con el rey don Juan Carlos I de España. El sistema funciona bien.”
Además, en otra entrevista, dijo: “Si pasa algo, si el gobierno hace las cosas mal, los legisladores pueden llamar a una moción de censura. Si la opinión pública piensa que el gobierno tiene que cambiar y el parlamento no, bueno, el rey puede disolver el parlamento y llamar nuevamente a elecciones para que se forme un nuevo gobierno. Y si la gente no está de acuerdo con el rey, bueno, para eso está la línea de sucesión”. Acá es donde la única salida parecería ser el paso del tiempo.
La voz de Mario Carosini comenzó a resonar en los últimos meses, cuando se anunció su proyecto de ley. Para él la política republicana es inviable y el sistema actual completamente corrupto. Sobre su cruzada dice: “Hemos iniciado el camino de contactar posibles dinastías que se embarquen en nuestro proyecto monárquico, que es muy serio, y creemos que aunque hoy parezca una utopía, es muy posible en un futuro no tan lejano”.
La monarquía más larga del continente
La única experiencia monárquica duradera –si se descartan las del Imperio Inca y Azteca– fue la de Brasil, cuyo proceso de independencia cuenta una historia diferente a la de sus vecinos. El país no rompió sus lazos con la corona portuguesa como lo hizo el resto de la región con su equivalente español. Por el contrario, el rey portugués Juan VI dejó a su hijo Pedro a cargo de la jefatura de Estado de Brasil. Pedro I, como iba a proclamarse, inauguró el periodo conocido como Imperio de Brasil, que se extendió desde la independencia del país, en 1822, hasta 1889.
No fue solo un deseo de la familia real. El periodista y escritor Laurentino Gomes, autor de una serie de libros sobre el periodo 1808-1889, explica para este reportaje que la élite brasileña se inclinó por la continuidad monárquica debido a dos temores principales. El primero era que una República en un país grande y diverso como Brasil degenere rápidamente en una guerra civil y se termine fragmentando. El segundo era la composición social del Brasil de ese entonces, donde la mayoría de la población era negra y esclava: la élite temía una revolución como la que había vivido Haití unos años antes, donde se produjo la primera –y única– rebelión esclavista del continente.
En 1831, en plena crisis política y económica, Pedro I abdicó al trono en favor de su hijo, Pedro de Alcántara, que en ese entonces tenía tan solo cinco años. Pedro II asumió la corona en 1841, con quince años de edad. Fue el segundo y último monarca de Brasil, y durante su reinado el país recuperó la estabilidad política, tuvo un crecimiento sostenido en materia económica y abolió la esclavitud en 1888 -el último en la región. Pero, al año siguiente la era del Imperio llegó a su fin y Brasil se transformó en una República.
Sin embargo, las aspiraciones monárquicas de la familia no murieron con Pedro II. En la actualidad, Brasil tiene un heredero al trono que quiere volver al poder: Luis Gastón de Orleans-Braganza, el titular de la Casa Imperial de Brasil, ubicada en San Pablo. Don Luiz, de 83 años, es el mayor de cuatro hermanos, aunque solo él y Bertrand (80), su eventual sucesor, son los que están comprometidos con la causa. Ambos pretendientes son solteros y comparten una casa alquilada en el corazón industrial de Brasil. Abiertamente ultraconservadores y profundamente católicos, los hermanos son partidarios del actual presidente. “Voté por Bolsonaro y lo volvería a votar. Sus valores van de la mano con los nuestros”, le dijo Bertrand al Financial Times.
Lo cierto es que los hermanos corresponden a una de las dos ramas de la familia real brasileña, la Vassouras. Esta se encuentra en disputa con la rama de Petrópolis, que reclama para sí el título de herederos de la corona, pero no son restauradores, es decir, no proponen el regreso de la monarquía. De orientación más liberal que la de Vassouras y con menor presencia mediática, esta rama se aboca a proteger y cultivar el legado familiar en la ciudad de Petrópolis, también conocida como “la ciudad de Pedro” o “la ciudad imperial”, en honor a Pedro II.
El movimiento brasileño es distinto al del resto de la región no solo por su origen sino también por el nivel de apoyo y trascendencia. En 1993 los brasileños acudieron a un plebiscito constitucional para elegir la forma de gobierno. La monarquía fue incluida como una opción, luego de una intensa campaña pública liderada por el diputado de la Asamblea Constituyente, Antônio Henrique Bittencourt da Cunha Bueno, que en ese entonces se identificaba como referente del Movimiento Monárquico Parlamentario y cultivaba lazos con la casa Vassouras. El triunfo de la opción republicana, con más del 80%, fue categórica, pero los monarquistas obtuvieron un nada despreciable 13,4%. Casi siete millones de brasileños se inclinaron por la monarquía. Desde entonces, las encuestas registran un nivel de apoyo similar, en la órbita del 10%.
La llegada de Bolsonaro al poder le dio impulso al movimiento monárquico brasileño, que además de los descendientes reales cuenta con grupos diversos nucleados en redes sociales que apoyan con fervor su regreso. La voz de Bertrand comenzó a sonar con fuerza tras el impeachment a Dilma Rousseff, en 2016, cuando el fantasma de la crisis institucional sobrevolaba el Palacio del Planalto y el Congreso.
En la campaña presidencial de 2018, la prensa especuló con el hecho de que Luiz Philippe de Orléans-Bragança, sobrino de Luiz y Bertrand y miembro de la Casa Imperial, pudiera ser candidato a vicepresidente de Bolsonaro. Su nombre fue descartado, pero el príncipe se convirtió en diputado federal por el Partido Social Liberal (PSL), la plataforma por la que Bolsonaro llegó a la presidencia. Es el primer miembro de la familia real que ocupa un cargo político relevante tras la disolución del Imperio en 1889.
A diferencia de lo que ocurre en Argentina, la participación en redes sociales de los movimientos monárquicos está más extendida. Por ejemplo, la página Pró Monarquía -que apoya a los hermanos Luiz y Bertrand- tiene casi 100 mil seguidores. Luego, hay otras dos -Monarquia brasil y Movement for the Restoration of Monarchy in Brazil- que tienen 70 mil y 55 mil seguidores, respectivamente.
“Conozco algunos ministros que son amigos de la monarquía pero no pueden declararse royalist”, dijo Bertrand en la entrevista ya citada. El propio Luiz Philippe ofició como asesor de Ernesto Araujo, canciller del gobierno desde la llegada de Bolsonaro hasta marzo de este año, y no fueron pocos los rumores que lo depositaban como un eventual miembro del gabinete. Para Florentino Gomes, “el gobierno tiene efectivamente simpatías monárquicas. El movimiento monárquico que vemos hoy en la prensa es, además de residual, un movimiento ultraconservador y masculino, con una fuerte impronta autoritaria. Es precisamente esa tentación autoritaria la que comparte con el gobierno de Bolsonaro”, dice.
“La monarquía en Brasil se vende como una excentricidad. No es una opción de facto posible. Siempre que la república está en crisis política o económica aparecen voces monarquistas”, dice Gomes. Para el escritor, es posible trazar un paralelismo entre aquella primera alianza entre la élite agraria y la monarquía portuguesa, con la confianza que depositan las oligarquías regionales actuales en los militares y el proyecto bolsonarista. “En Brasil existe una tentación autoritaria. Hay una idea de que para gobernar el país hace falta o bien un Rey o un general. Como si el pueblo fuese incapaz de gobernarse a sí mismo”.
Los restos de un pasado imperial
México, como Brasil, nació siendo una monarquía. Agustín de Iturbide fue declarado Emperador en el Congreso Constituyente de 1822. Pero, sin el peso del linaje y arraigo popular, fue derrocado al año siguiente, y con él el experimento imperial que dio lugar a la República Federal.
Unas décadas más tarde, mientras el país atravesaba un momento de turbulencia política durante la presidencia del liberal Benito Juárez, los conservadores mexicanos decidieron intentarlo otra vez. La coronación del Archiduque Maximiliano de Habsburgo en Ciudad de México comenzó con una intervención extranjera en 1861 de España, Gran Bretaña y Francia, desencadenada por la suspensión del pago de la deuda externa por parte del gobierno de Juárez.
Mientras los dos primeros llegaron a un acuerdo y retiraron las tropas, los franceses, liderados por Napoleón III, decidieron profundizar la intervención, llegar hasta la capital e instaurar un imperio latino. Los conservadores mexicanos y la Iglesia Católica apoyaron y alimentaron la causa. Así, Maximiliano de Habsburgo fue coronado Emperador en 1864.
La segunda experiencia imperial mexicana duró más que la primera, pero aun así fue corta: Maximiliano fue derrocado y fusilado en 1867, fecha que marca el triunfo definitivo de la República.
A diferencia de lo que pasa en Brasil -donde los monarquistas incluso ocupan bancas en el congreso- o en Argentina -donde a veces tienen circulación mediática-, en México estos grupos no están tan activos. La Asociación Monarquista Mexicana no tiene intenciones de instaurar una forma de gobierno monárquica, sino de “informar a los monarquistas de México, que aún está viva la idea Imperial”.
Según detallan en su sitio oficial y en su página de Facebook -en la que tienen unos cinco mil seguidores- “la Asociación Monarquista Mexicana es un grupo de personas que se reúnen para discutir e intercambiar opiniones acerca de la Monarquía, así como para obtener información y datos relevantes sobre este tema”. Existe otro grupo, el Movimiento Monarquista Mexicano, pero hace años que no tiene actividad y posee un número de seguidores incluso menor al de la otra organización.
Vice se contactó con la Asociación Monarquista Mexicana para tener una entrevista con alguno de sus integrantes. Sin embargo, hasta el momento de publicación de este texto esta conversación no se pudo concretar.
“El monarquismo en México muere en 1867. Son los liberales quienes lo sepultan”, dice el historiador y ensayista Enrique Krauze. “A partir de ese momento, ya nadie va a jugar con la idea de una monarquía”, agrega. Sin embargo, para el autor de El pueblo soy yo (Debate, 2018) las distintas experiencias monárquicas, sumadas al pasado azteca, han permeado en la cultura política mexicana.
“El (poeta) Octavio Paz me dijo una vez: ‘México nunca se consolará de no haber sido una monarquía’. En el país quedó una nostalgia y una mentalidad que hace que los presidentes, incluso los que han tenido inclinaciones liberales, se comporten como monarcas -dice Krauze-. Los mandatos duran seis años y, aunque la reelección no está permitida, en la época del PRI se hizo conocida la práctica de la sucesión: los presidentes eran tan monárquicos que elegían a sus sucesores a dedo”. Así, según el historiador, lo único que queda de las monarquías en México son ciertos rasgos en la forma de conducir el país por parte de sus presidentes, pero no es una situación como la que tiene Brasil.
En tiempos de turbulencia institucional en América Latina, hay algunas voces que empiezan a sonar más fuerte. La de los monarquistas, por más lejana o absurda que parezca, es una de ellas. Marginales y residuales, persiguen una causa: que el futuro de la región sea gobernado por reyes y reinas.