Música

80 años de El Salón Los Ángeles: El festejo de un abuelo rumbero

Todas las fotos de Alejandro Tapia para Noisey México.

Algo dejan los cuerpos en el aire a la hora de bailar. De algo se desprenden al ir moviéndose, una cosa irrecuperable que nos pertenece a todos. Algo de su cadencia se queda flotando donde parece que sólo hay aire quieto. La Sonora Matancera revienta el poco silencio de esta noche de sábado. En la pista no cabe un alma más, pero a la vez podrían estar todos los chilangos aquí mismo, siempre y cuando bailaran. ¿Cómo puede resistir tanto baile una pista sin quebrarse? Ochenta años de puro baile. De pura sabrosura, de desparramar el talento y la gracia por el puro gusto de hacerlo. 80 años de Los Ángeles, de este paraíso de ritmo y cadencia.

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La luz nocturna de esta ciudad no sería la misma si este lugar no brillara. Esta ciudad se fundó sobre un lago donde una serpiente y un águila bailaban danzón montados sobre un nopal.

Yo soy de la Guerrero, de Tepito, de la Bondojo, de Iztapalapa, de Tacubaya, de Ecatepec. Yo soy ese chilango que no deja de bailar. Sea de donde sea.

Es innegable el sabor que dejaron los negros en esta ciudad. En 1625 Thomas Gage escribió: “Hay infinidad de negros y mulatos que se han vuelto altivos e insolentes.” Negros que reafirmaban su presencia por todos los medios posibles, principalmente adornando su persona con vestidos caros y joyas, aunque fueran pobres. La víspera de navidad de 1608, se sabe que un grupo de negros se reunieron en casa de una negra emancipada para recrear una doble coronación y hacer nombramientos de una realeza a la que sólo ellos pertenecían, marqueses, duques, príncipes, parodiaban a la corte de Madrid. La noche terminó con un baile, ¿de qué otro modo podría ser?

De esta noche, la del sábado, no hay mucho que agregar. Hay cuerpos hermosos por todos lados. Sudan y bailan, se desbaratan, dejan lo que son en el viento, entre los acordes que los acarician. La noche se va. El ritmo nunca.

Estas calles huelen a cumbia, a salsa, a merengue, a mambo, a danzón, a esa parte de negros que tenemos en los genes los chilangos. Nuestra oculta y olvidada negritud que siempre está presente.

Aquí confluye toda la sociedad chilanga. Para eso son Los Ángeles, para convivir de la mejor forma posible, bailando. La señora que acompaña al hombre que vende los zapatos dentro del salón, zapatos hechos para bailar, me dice que una mujer sin buenos zapatos para bailar, no la arma, no da batalla. Me pregunta si he escuchado la rola de Café Tacuba, el Baile y el salón, eso, dice, eso es bailar, ahí lo definen todo.

Apenas doy vuelta sobre Lerdo y se ve el santuario. Me fumo un toque. Los feligreses ataviados con sus mejores prendas. Pachucos de todas las edades, con ropas que concentran una gran cantidad de color. Pachucos que con sus parejas no son estrellas, sino constelaciones completas. Doñas con su bolsa bien apañada, orgullosas de sus canas y sus arrugas, con las ganas de bailar bien lustradas, como nuevecitas. Dones de una discreta elegancia, con guayaberas y sus zapatos bien boleados.

Hoy hay un chingo de personalidades desconocidas. Periodistas importantes, académicos, escritores, fotógrafos, políticos, pachucos, cholos y chundos. Mujeres que me vuelan la cabeza, al menos hay tres con las que podría pasar el resto de mis días. Una negra hermosa de un culo duro como el concreto. Edith González. Y una mujer de ojos verdes, de unos sesenta años, que me sonríe desde lejos.

Algunos conocen este lugar como El cielo. Tres mil metros de duela. Un techo diseñado para que el sonido de los instrumentos sea lo que es. Tienes que venir a escuchar los metales aquí, para que sepas de lo que hablo.

Afuera hay camionetotas con el logo del Estado, guaruras, policías, el señor de los chicles y los cigarros, un tipo que vende tazas y un poco de lluvia. Esta parte de la Guerrero es conocida como el barrio de Los Ángeles.

En una entrevista que Cristina Pacheco le hace en el libro, Los Dueños de la Noche, Damaso Pérez Prado dice: “El mambo ha sido vehículo de unidad social. En principio las criaditas iban a oírme tocar. Llegaban a las casas en donde trabajaban y les decían a sus patrones “fíjese que oí el mambo. Es bien chévere. Bien divertido.” Entonces la patrona llena de curiosidad, iba al mismo salón. No era raro que un domingo se encontraran allí la patrona y sirvienta. Alternaban, se borraban las diferencias porque las dos estaban gozando mi música.” Eso define no sólo al mambo sino al Salón Los Ángeles.

Segundo tiempo

Una fiesta para celebrar la fiesta no puede durar poco. Es miércoles y la fiesta sigue.

Espero al fotógrafo afuera. Cae lluvia. Muchos esperan a su cita, mujeres ansiosas que miran el teléfono a cada rato. Hombres que fuman y caminan de un lado a otro. El personal del Salón Los Ángeles ya está enfundado en sus trajes, siempre elegantes, listos para otra jornada. Una mujer me pide que le saque unas fotos. Tomo tres o cuatro. Y quisiera quedarme una. En eso llega Alex y nos vamos. Entramos luego de que el primer grupo dejó el escenario.

Otra vez el salón está a reventar. Otra vez cuerpos hermosos enfundados en vestidos que parecen body paiting. ¿Qué importan unas lonjas cuando decididamente se sonríe y se ataca la pista con sensualidad?

La danzonera de Acerina es dueña del ruido. Del encanto. Acerina, era un tipo que se llamaba Consejo Valiente Roberts. Quizá por eso prefirió Acerina. Nació en Cuba y murió en 1987 en México.

El danzón se baila sobre la yema del dedo índice de dios, y a los dos acordes, sólo dos pasos después estás en el pulgar del diablo. Como si este par de tipejos se rolaran una sabrosa bacha que está a punto de extinguirse y de la cual no piensan desperdiciar nada.

Un hombre que no sabe bailar es como un perro castrado en medio de una jauría de hembras en celo. Pero un hombre que no se atreve si quiera a mover los pies, está muerto. Yo lo intento, me vale madres. La neta es que me gusta bailar, aunque no conozca los pasos, lo disfruto. Mover el cuerpo como se te antoje, como vas sintiendo las notas. Sin complacer a nadie. Estoy sentado en la banca, guardándome, descansando, echándome una chela mientras contemplo. Un hombre de unos 70 años se me acerca. “El que sabe bailar tienen a las mujeres.” Me dice, sin más. Le pregunto si él sabe. “No.” Me contesta y se ríe. Pero aquí hay tantas mujeres que siempre encuentras una a ala que no le importe. Sonríe travieso. Le pregunto si viene solo. Me dice que obvio. “Vengo solo para irme acompañado.” En la siguiente rola lo jala el entusiasmo que se genera en la pista, antes de irse me grita: “Aprende a bailar, tú si aprende bien. Todavía eres joven.” Su voz resuena todavía en mi cabeza.

Si el boxeador es el deportista al que menos le dura el placer de hacer lo que quiere, el bailador no se cansa nunca. Un hombre en su andadera, con todos sus años a cuestas se mueve al ritmo del violín y los metales. Al fin y al cabo para abandonarse a cualquier cosa no se necesita fuerza, se requiere sólo de voluntad.

“El que no conoce Los Ángeles, no conoce a Acerina.” Remata el vocalista y la gente lo ovaciona y se sienta a beberse sus cocas, su tequilita, a comerse unos cacahuates para seguirle dando vuelo a la hilacha.

Una de las más bonitas que vi esta noche trae una cámara colgada del cuello. Otra también, sólo que es aparecía insufrible. O eso parece. En realidad todos somos lo mismo, pinches moluscos llenos de miedo y soledad. De inseguridades.

La Orquesta de Arturo Núñez toca las Mañanitas atropicaladas. El candor, la cachonderia que producen esos metales parsimoniosos podría derretir las calles de la ciudad, dejarla en el hervidero del puro chapopote. Cantan: “Señora, señora, su baile me vuelve loco.” Y parecen estarle cantando a la señora ciudad.

La concupiscencia del danzón, la coquetería en el vestir, los escotes traseros que simulan lisas pistas de baile sólo habitadas por toscas manos que la saben llevar al ritmo que marca la orquesta. Me encuentro a mi amigo el Shadow, bebemos mezcal, nos damos un pase, y me presenta a su mujer. En su mesa estaba una rubia hermosa que no sé dónde quedó. En esas piernas me habría podido más cocaína de la que Escobar metió a Estados Unidos.

La música negra parece ser un antídoto ante la mojigatería y el guadalupanismo que nos habita por costumbre. Según Serge Gruzinski , en 1775, se bailaba en esta mugrosa y encantadora ciudad se bailaba chuchumbé, cumbés, habaneras, rumbas, bailes africanos que escandalizaban a la iglesia. De ahí que hoy esos ritmos no se hayan largado del todo, se transforman.

La mano que se extiende hacia una mujer para invitarla a bailar, no pide nada. Es la generosidad, la puerta hacia el desparpajo y la abundancia. Es una mano que te invita a llevarte a flotar, a mecerte en el viento.

La Santanera tiene un idilio con la Ciudad de México. Carlos Colorado hizo más que rolas, hizo himnos que todos los días se cantan. Himnos de dolor y sabor que van contra la solemnidad, que tienen la grasa que escurre del suadero, los imecas que nos metemos a los pulmones, el rigor del contacto en el metro, la ternura y el gozo de los perros tirados al sol. La Santanera es la Boa. Es la boa. Y los que leen esto, y los que no, lo saben. Lo saben. La Santanera y Los Ángeles, ai’ nomás pa’l gasto.

El deporte más sabroso del mundo es el baile. Algo se rompe en el corazón del mundo cuando dos se separan al terminar una canción. Pero siempre quedará la posibilidad de levantarnos a la siguiente rola, y extender la mano para volver a la pista con una dama.

A la salida me dicen que pase por mi reconocimiento a la taquilla. Nunca tuve diplomas en la escuela, pero eso no me preocupó. Esto es para presumir. Para decir, mira, yo estuve ese día. Salgo bien pedo. Me subo en el mismo taxi que la hija del dueño del salón Los Ángeles. No sé cómo chingados lo hice. Me bajo en la colonia Roma y sólo quiero bailar o escribir, que para mí es lo mismo.

Salón Los Ángeles, no dejes de bailar, por más años que se te vengan encima, que tus puertas no se cierren, de un modo tus puertas son las de la ciudad, las puertas de la noche y el baile.

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