El recuerdo perdura, pero de forma irregular. Ese era el mensaje de La persistencia de la memoria, el cuadro de Salvador Dalí de 1931 que cuelga en forma de póster en los dormitorios de los universitarios y también es el aporte del legado de este pintor surrealista. Chicos adolescentes que algún día dirigirán corporaciones multimillonarias babean con Dalí y con su elevación teórica de lo repulsivo a la categoría de arte y pocas veces se enfrentan al hecho de que era un ser humano cruel y narcisista.
Una y otra vez, tras escándalos de violación y abuso doméstico, robo de propiedad intelectual y racismo explícito de gran repercusión mediática, la gente ha preguntado, vacilante pero esperanzada, si es posible separar el arte del artista. La lectura subyacente de esta pregunta, normalmente expresada en voz alta como una especie de paja mental filosófica es ¿Podemos por favor limitarnos a disfrutar de nuestras canciones pegadizas, nuestras frases bien escritas y nuestros cuadros favoritos sin tener que pensar en el sufrimiento que engendraron sus creadores? En el caso de Dalí —un hombre abiertamente detestable que proclamaba orgulloso su gusto por la necrofilia, la crueldad con los animales y las personas, el fascismo, la obsesión por sí mismo y la codicia— hacer esto especialmente flagrante.
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Nacido en España en 1904 en el seno de una familia de clase media, el joven Salvador se mostró despiadadamente ambicioso desde muy temprana edad, según escribe en su autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí. “Cuando tenía seis años quería ser cocinero”, comienza modestamente. “A los siete quería ser Napoleón y mi ambición no ha dejado de crecer desde entonces”. El libro continúa en esta línea durante unas 400 páginas, ilustrando literal y figuradamente cómo dio este hombre con un método de creación artística denominado “paranoico-crítico”, que consistía en acceder y desarrollar las fantasías, los deseos y los recuerdos del subconsciente para mantener simultáneamente la cordura y la locura. Y después pintar cuadros sobre ello.
Digo que es especialmente grave tratar de separar la personalidad y el comportamiento de Dalí de sus cuadros porque sus obras están explícitamente relacionadas con las preocupaciones (masturbación, necrofilia) que dice poseer en su autobiografía. Tenía miedo a los genitales femeninos (al menos hasta que conoció a su musa, Gala) y prefería masturbarse frente a un espejo. Obras como Calavera atmosférica sodomizando un piano de cola muestran torpemente su simbología psicológica: ¡que la muerte es la obsesión de los artistas! (También explicó al periodista británico Mick Brown que él nunca creyó que fuera a morir de ninguna forma). Algunas de sus payasadas contra la autoridad resultan interesantes: por ejemplo, una vez condujo un Volkswagen Escarabajo cubierto de hierba por París y en otra ocasión dio un discurso con un traje de buzo puesto, lo que por cierto casi le mata. En cambio otras de sus actividades, a menudo al servicio del arte, resultan crueles: cuando Dalí colaboró con Philippe Halsman (que también había hecho un libro sobre el bigote de Dalí) para crear la icónica foto Dalí Atomicus, el proceso requirió 28 intentos, lo cual podría haber estado bien si no fuera porque cada uno de esos intentos implicaba arrojar tres gatos al aire y lanzarles cubos de agua (Dalí también tenía un ocelote como mascota, Babou, lo cual es cuestionable a nivel ético).
Este adorado pintor también era violento. Cuando tenía cinco años, escribe Dalí en su autobiografía, empujó a un niño desde lo alto de un puente colgante y a los seis propinó una “patada terrible” en la cabeza a su hermana de tres años de forma premeditada, “como si fuera una pelota”. Pero no solo fue un comportamiento infantil pasajero, la crueldad sin fundamento de Dalí continuó cuando se hizo mayor; a menudo parecía cultivar cierta admiración solo para sentirse después asqueado por quienes le admiraban. Cuando era adolescente, jugó durante cinco años con una muchacha que estaba enamorada de él, excitándola con besos y caricias, pero negándose después a darle nada más (¡las vaginas dan mucho miedo!). Cuando tenía 29 años se ensañó con una chica que se atrevió a admirar la belleza de sus pies —”era tan cierto que encontré estúpida su insistencia en este asunto”— hasta que sus compañeros “tuvieron que arrancarla, toda ensangrentada” de los puños cerrados del artista.
Pero esperad, ¡aún hay más! Del mismo modo que Dalí fue expulsado de la universidad, el poeta francés André Breton le expulsó del Grupo Surrealista de París básicamente por ser un capullo en cuestiones de política: Dalí se negó a abrazar el espíritu del marxismo y expresó simpatía hacia Hitler, aunque según se dice en Dalí, la biografía escrita por Eric Shanes, aquel asunto sobre Hitler parecía “haber sido motivado más por el deseo del pintor de ofender a Breton”. Podría aducirse fácilmente que esta actitud apesta de todas formas, pero más tarde el fascismo de Dalí quedó mucho más patente: empezó a reverenciar al dictador Francisco Franco calificándolo como “el héroe más grande de España” y pintó un retrato ecuestre de su hija. Según Brown, que pasó un fin de semana con Dalí en 1973, varios años más tarde el artista manifestó que se suscribiría a cualquier sistema o gobierno que encajara más o menos con estas preferencias: “¡Un rey que gobierne con mano dura el país y bajo la máxima anarquía! Un gobernante lo más autoritario posible, con una corona decorativa y simbólica, que aparezca en la portada de todas las revistas”.
Bretón también bautizó a Dalí con el sobrenombre de “Avida Dollars” y sin duda lo hizo porque lo merecía. En la década de 1970, Dalí exigió cobrar $100.000 la hora por interpretar al “emperador del universo” en la ambiciosa película de Alejandro Jodorowsky Dune, que nunca se llegó a hacer. Durante los ochenta, ya cercana la muerte de Dalí, se descubrió que había cometido fraude innumerables veces inundando el mercado del arte con su firma: firmaba hojas en blanco y los falsificadores podían rellenarlas con imitaciones aparentemente verificables de sus cuadros y después venderlas.
Con tantas cosas, resulta tentador preguntarse si todo esto es real. Es difícil de decir. Parte del objeto de La vida secreta de Salvador Dalí es un relato obviamente difuminado de falsos recuerdos y fantasías, parte de los cuales llegaron a hacerse realmente famosos. Un análisis literario de noveno curso apunta a la intencionalidad obvia que Dalí aporta al tono de su autobiografía: los títulos de los capítulos (“Autorretrato anecdótico”, “Falsos recuerdos de infancia”, “Auténticos recuerdos de infancia”) son autorreferencias y el título del libro se asemeja al modo en que alguien hablaría de los escándalos cometidos por otra persona. De hecho, en su (negativa) reseña del libro, George Orwell afirmó que la “perversidad” de Dalí, ya fuera real o imaginaria (aunque al menos fue real en su nociva influencia) era una estrategia barata empleada por el artista para convertirse en y superar a Napoleón. Quizá hasta cierto punto el bigote hacia arriba era una herramienta no solo para tener un aspecto excéntrico sino también para poder recibir reconocimiento allá donde fuera. Después de todo, cuando salió de un coche en medio de Las Ramblas de Barcelona, escribe Brown, lo hizo “recibiendo el aplauso y los gritos de ‘maestro’ de los viandantes con un regio gesto de la mano”.