Chavales, igual deberíamos plantearnos dejar de viajar

foto tipica torre de pisa

En 1950 el centro histórico de Venecia tenía 179.000 habitantes. Hoy apenas quedan 49.000. En junio de 2018, la playa tailandesa de Maya Bay, en la isla de Phi Phi Leh, en la que se rodó la película La Isla cerró al público porque la masificación turística la estaba destruyendo: la mayoría de sus corales ya estaban muertos en 2017. Ese mismo año se quemaron más de 100 cabañas de masais en Tanzania, cerca del Parque Nacional del Serengeti, porque a las autoridades de la reserva de caza y a los organizadores de safaris les parecían una jodienda. En 2012, el entonces director de los Museos Vaticanos, Antonio Paolucci, advirtió de que la Capilla Sixtina estaba en peligro porque su conservación no era compatible con la presencia de los casi 20.000 turistas que la visitaban al día y cada vez se hacen virales más fotos de las colas para subir al Everest.

El turismo no para de crecer. Si en 1950 había 25 millones de turistas en el mundo según la Organización Mundial del Turismo, en 2018 fuimos 1.400 millones, con una subida del 6% respecto al año anterior, que también cerró con un aumento del 7%. Para 2019 se estima que la cifra crecerá más aún, entre un 3 y un 4%.

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Nos flipa viajar. Basta hacer scroll en Instagram en agosto para dudar de si eso está patrocinado por un lobby de oficinas de turismo del sudeste asiático porque no puede ser que todo el mundo se haya puesto de acuerdo para ir allí o darse una vuelta por Tinder para comprobar la cantidad de peña que pone en su descripción que “le encanta descubrir el mundo”. No te jode, no te va a gustar nadar en lava. Pero hemos convertido el turismo en una personalidad y viajar en un rasgo identitario.

El turismo genera un 10% de la riqueza mundial y gracias a su crecimiento se ha convertido en el motor económico de no pocos países. Pero este modelo desarrollista y desmesurado parece cada vez más insostenible. Porque, en paralelo a los datos que hablan de que 1 de cada 11 personas curra en el sector en todo el mundo o al hecho de que pillar un vuelo y un alojamiento sea cada vez más accesible para más gente -la llamada democratización del turismo- también corren otras realidades: la de la turistificación, el sobreturismo o la huella ecológica, asuntos que nos importan mucho a todos cuando suceden en nuestra ciudad pero en los que evitamos pensar a toda costa cuando viajamos a ciudad ajena.

Y no vale. No vale estar hasta el higo porque hayan cerrado todas las tiendas de barrio en nuestra calle del centro para poner tiendas de helados y waffles y luego ir a Budapest y no salir del jodido Octavo Distrito. No vale andar todo el día dando la turra con los pisos turísticos y con que el casero me ha subido el alquiler y después pillar un Aibrnb para ahorrar la “pasta de la comida” -lo cual, por cierto, siempre acaba siendo mentira-. No vale quejarse porque nos tienen la ciudad llenita de take aways que abren hasta las 5 de la mañana y cuyas pizzas saben a puto azufre pero luego irnos a Lisboa y pillarnos de vuelta a casa una de esas pizzas que saben a puto azufre porque joder, cuesta dos euros. Y tampoco vale que a uno le tiemble el ojo cada vez que en el súper alguien pilla dos manzanas y las echa en una bolsa de plástico pero luzca una sonrisa de oreja a oreja sin ápice alguno de remordimiento cada dos meses, justo en el momento en el que pilla un vuelo a alguna capital europea para “salir de la rutina” y porque “hay que viajar”.

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Uno de estos podrías ser tú. Turistas en el Museo del Louvre. Foto de Alicia Steels en Unsplash

Que vale que la coherencia no es precisamente una meta fácil y ni siquiera tiene por qué ser una meta y que “es que joder parece que hagas lo que hagas está mal” y que la acción individual no es suficiente aunque no por ello deja de ser necesaria -puedes hincharte a pillar la bici, amigo, que 100 empresas van a seguir emitiendo el 70% de los gases de efecto invernadero en el mundo-, pero consumir sigue siendo, siempre es un acto político.

Y sí, es muy cansado que no paren de responsabilizarnos como individuos y consumidores de lo que realmente ha provocado y está provocando un modelo económico y de producción insostenible y no, no todos tenemos un magnate inmobiliario ni una familia real que nos preste un barco como a Greta para desplazarnos sin pillar aviones y, joder, ahora que los pobres teníamos oportunidad de viajar.

Pero reconocer todo lo anterior y que el turismo genera riqueza y da de comer a familias -como dan de comer a familias la industria armamentística, cárnica o la de los combustibles fósiles- no es incompatible con saber que viajar compulsivamente y casi por inercia (también) destruye el planeta. O con ser consciente de que cada vez que viajamos a ciertas zonas estamos generando y acelerando la desigualdad social, que se alimenta en parte del aumento del precio de la vivienda, la especulación inmobiliaria y la inflación de los precios, que beben a su vez y en gran parte del turismo.

Eso pasa por admitir que por mucho que llevemos una mochila piojosa y nos alojemos en hostales de mala muerte y compartamos espacio y “experiencias y lenguas y culturas” ninguno de nosotros somos viajeros sino turistas. Pasa por repensar eso que tenemos tan interiorizado de que “viajar abre la mente y enriquece el espíritu” promulgado por las clases pudientes desde mediados del siglo XVII con iniciativas como el Grand Tour, un viaje que hacían los jóvenes de la burguesía inglesa como parte de su educación.

Pasa también por plantearnos que no, que quizá ni la ignorancia ni el racismo se curan viajando igual que el fascismo no se cura leyendo porque de lo contrario ni Ezra Pound ni Dionisio Ridruejo habrían existido. Pasa por valorar qué sentido y qué vigencia tienen todos estos axiomas que nos dicen que viajar es la mejor manera de alimentar el alma y el intelecto y que vienen de siglos atrás en la era digital. Y pasa por reconocer que somos gentrificadores gentrificados, turistas turistificados y que, aunque muy probablemente nuestra iniciativa individual no sea del todo la solución, sí forma muchas veces parte del problema.

Sigue a Ana Iris en @anairissimon.

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