María Giralt es directora de Gayles.tv y fue la promotora de la primera asociación de lesbianas dentro de una asociación gay —el Front d’Alliberament Gai de Catalunya— de nuestro país. Participó en la primera manifestación por los derechos LGTBI de nuestro país, celebrada en junio del 77, y desde entonces no ha dejado de militar en el feminismo y en el movimiento LGTBI. Estos son algunos de sus recuerdos sobre cómo fue ser una adolescente lesbiana durante el franquismo, reconstruidos a través de una entrevista con ella.
Nací en Barcelona, en el barrio de Gràcia. La primera vez que abrí los ojos fue el 22 de agosto de 1958 (yo lo llamo el año de la mejor cosecha porque a la par que yo llegaron al mundo Madonna, Prince y Michael Jackson) y fue en mi casa, pues por aquel entonces aún no se solía dar a luz en los hospitales. La dictadura franquista llevaba ya casi 20 años instaurada en España.
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En Gràcia fui a un colegio de monjas francesas y pasé allí desde párvulos hasta cuarto de bachillerato. Íbamos de uniforme y era una escuela exclusivamente femenina. También íbamos a misa e hicimos la confirmación, como casi todas las niñas en la España de la época. Aún conservo los libros de texto de entonces y de cuando en cuando los miro y veo en ellos toda aquella propaganda de la Falange, de las JONS y del Movimiento que nos hacían pasar por lecciones. La historia para mí pasó de los Reyes Católicos a Franco directamente. Cuando fui más mayor tuve que investigar por mi cuenta qué había ocurrido en ese lapso de tiempo, pero si hubiera sido por aquellos libros nunca lo habría descubierto.
La primera vez que me enamoré de una mujer fue en 1972, con 14 años. A Franco le quedaban tres años de vida. Fue de una compañera de la escuela y amiga, Rosa. Nos enamoramos perdidamente y vivimos ese amor en la total clandestinidad, sin contárselo absolutamente a nadie. No es que tuviéramos poca información sobre la homosexualidad: es que no teníamos ninguna. Lo máximo a lo que podíamos aspirar era a consultar algún ejemplar de la enciclopedia sobre sexualidad que tenían nuestros padres escondida. La definición de homosexualidad que había en ella era absolutamente aberrante, así que era mejor ni mirarla.
Pero Rosa y yo llevábamos bien la clandestinidad y el secreto. Intuíamos que lo que hacíamos —querernos— estaba mal visto pero no sentíamos demasiados remordimientos: nuestro amor pasaba por encima de todo ello. Una tarde, mi hermana, ocho años mayor que yo, me sentó en mi cama, en la habitación que compartíamos, y me preguntó si “entre Rosa y yo había algo”. Entonces yo me hice la sueca y me pasé los diez minutos siguientes diciéndole que no la entendía, que a qué se refería con si “teníamos algo”, que “algo de qué”. Me dio por perdida.
Aquella no fue la última vez que alguien intentaría averiguar mi orientación sexual sin referirse directamente a ella, sin decir las palabras “homosexual” o “lesbiana” porque asustaban. Daban miedo. De hecho, nunca les he dicho a mis padres que sea lesbiana, ni entonces ni ahora: con la edad he acabado pensando que hice y hago bien, que tampoco los adolescentes heterosexuales verbalizan su orientación.
Cuando pasé al instituto, “al Montserrat”, que seguía siendo exclusivamente femenino, Rosa y yo nos empezamos a distanciar. Un día me dejó porque quería “ser normal”. Empezó a salir con Josep, un chico de nuestro grupo de amigos. Para mí fue una tragedia y en respuesta comencé una relación con el mejor amigo de Josep para así poder seguir estando cerca de Rosa. Fue aún peor, claro. Un fiasco.
Años más tarde me enteré por mi hermana de que, en aquellos años, mi madre fue a pedirle consejo al cura de mi parroquia. Le dijo que tenía una amiga con la que parecía que tenía relaciones y el párroco le respondió que la culpa era de la otra niña y que nos separaran. Que nos alejaran. Como éramos vecinas, la madre de Rosa también fue a la misma parroquia, a exponerle al mismo cura que su hija tenía una relación demasiado cercana conmigo. En este caso, él le respondió que la culpable era yo y que me alejara de mí.
Después del amigo del novio de Rosa salí con otros chicos, pero me aburrían. Me hacían sentir que tenía que encajar en un rol con el que no me sentía cómoda. Mi vida cambió cuando entré a la Universidad de Barcelona a estudiar psicología. Tenía aún 17 años y un día vi en uno de los pasillos una gran pancarta que me cambiaría para siempre. Decía: “Hoy, presentación en el Paraninfo del Front d’Alliberament Gai de Catalunya”. Pasé por delante varias veces para saber dónde y a qué hora era el acto sin que los que estaban a mi alrededor se dieran cuenta de que estaba interesada en ello, como para disimular.
Cuando llegó el día me presenté allí. La sala estaba muy llena, había cientos de personas. Me puse arriba, al final del todo, y cuando acabó la charla me acerqué a la mesa de los ponentes, miembros del Front, y les pregunté si había chicas. Me dijeron que no, pero me pasaron una lista de 30 nombres con sus correspondientes apellidos y números de teléfono, escrita a máquina y copiada con papel carbón. Eran las chicas que habían acudido a ellos en busca de información e interesadas en la asociación. En los días posteriores las empecé a llamar una por una, a escondidas, desde casa de mis padres. Logré que diez de ellas me hicieran caso y las reuní un sábado a mediodía en Plaza Catalunya, en lo que entonces era el Cine Catalunya y ahora es una FNAC.
Llegué tarde, como siempre, y fue muy bonito compartir experiencias y contarnos las unas a las otras que, efectivamente, éramos lesbianas. Aquella tarde, café en mano, nació el primer colectivo de lesbianas español dentro de una organización gay. Antes de esto me enteré a posteriori, Empar Pineda había montado un colectivo de lesbianas independiente, de orientación feminista. Hicimos un manifiesto tras un gran trabajo teórico y lo presentamos en el Cine Niza en el 77, muerto ya el dictador. Pero solo duramos un año dentro del FAGC: ellos eran 100, nosotras apenas diez y allí también había partidos políticos, la Liga Comunista Revolucionaria, el Movimiento Comunista, alguna gente del PSUC… y se oían discursos muy lacanianos que rozaban lo misógino con los que no nos sentíamos representadas. Yo llegué a oír argumentos que hablaban del lesbianismo como envidia y añoranza del pene. Nos pasamos, entonces, al feminismo radical.
Pero antes, estando aún integradas en el Front d’Alliberament Gai tuvo lugar en Barcelona la famosa manifestación del 28 de junio del 77. Fue en las Ramblas y asistieron unas 4000 personas. Aquella fue la primera vez que salimos a la calle a cara descubierta, en una protesta contra la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social, que consideraba que las personas homosexuales éramos delincuentes. Asociaciones feministas, partidos políticos, sindicatos, estudiantes y asociaciones de vecinos, que en aquel momento tuvieron mucho peso social, gritamos “detrás de las persianas hay lesbianas, detrás de los balcones hay maricones”. Tras otra manifestación similar en Madrid, en el 78, sacaron a los homosexuales de aquella ley.
Pero el activismo y la vida en comunidad se daba más allá de las manifestaciones y eventos más relacionados con el activismo. En Barcelona había, por ejemplo, más bares de lesbianas que ahora, quizá porque ahora puedes ir a cualquier bar y en principio no pasa absolutamente nada. Aunque siempre hay problemas, ahora son distintos.
En los últimos 70 había tres o cuatro bares de lesbianas que abrían cada día en Barcelona, ahora hay uno que abre tres días a la semana. Una de mis mejores experiencias durante aquellos años fue trabajar en uno de ellos: el Daniel’s. Era un pub elegantísimo de estilo inglés, decorado en madera y con espejos y terciopelo granate que estaba en la parte alta de la ciudad. Su licencia era de club privado y su apertura fue posible porque su dueña, Daniela, que era una gran relaciones públicas, era además hija de un hombre muy bien relacionado en la Falange y el Movimiento. Nos dejaban en paz por eso y de hecho había tardes en las que incluso el Comisario de San Gervasio se pasaba por allí a echar una copa, discreta y tranquilamente.
Por lo general no podían acceder hombres. Para entrar tenías que llamar al timbre y entonces se encendía una luz roja. La puerta tenía una cadena y éramos las que estábamos dentro y mirábamos por la mirilla quienes decidíamos quién entraba y quién no. A veces se intentaban colar parejas heterosexuales: la chica se ponía delante y el hombre se escondía. Alguna que otra trifulca con banquetas volando por la calle tuvimos. También, en aquellos años, eran frecuentes las agresiones verbales por la calle, que a veces llegaban a las manos, porque éramos peleonas y valientes: con una de mis parejas de entonces llegamos incluso a denunciar a dos hombres que se bajaron del coche para pegarnos cuando nos llamaron tortilleras y les respondimos.
El ambiente del Daniel’s era el de una gran familia: por la tarde venían niñas que acababan sus clases, amas de casa, y por la noche podían aparecer modelos, vedettes del Molino que habían acabado su función, artistas, alguna prostituta… Había una, Connie, que era guapísima. Se dedicaba a la prostitución y sus clientes siempre eran hombres, pero era lesbiana.
Otro lugar muy importante entonces para mí fue Formentera. Poca gente lo sabe pero si Ibiza era la isla de los gays, Formentera era la nuestra. Aún no había italianos ni apenas hoteles, tan solo pensiones, y sí aguas turquesas y parajes vírgenes. La primera vez que fui fue acompañada de 10 mujeres de Madrid y Barcelona y pasamos un tiempo maravilloso. Íbamos a las casas de los lugareños, en medio de la nada, y nos abrían las puertas, cantábamos rondallas mallorquinas… fue una experiencia maravillosa, como estar en la isla de Lesbos, que repetí, que repetimos durante muchos veranos.
Aquellos años fueron tiernos y convulsos, era un momento de conquista de derechos, nos manifestábamos junto a las feministas, porque también lo éramos, para reclamar el aborto libre y gratuito. Pero la lucha estaba en cada calle, en cada esquina y desde entonces, siempre me he movido de una manera u otra en la reivindicación y el activismo.
Hace un par de años encontré en Facebook a Rosa, mi primer amor, que me dejó porque quería ser “normal”. La reconocí al instante. Hablamos, me dijo incluso que si quería podíamos vernos. Pero preferí y prefiero no hacerlo, para seguir conservando su imagen adolescente como el reflejo de aquellos años en los que queríamos ir a dar la vuelta al mundo en una Volkswagen y en los que no imaginaba aún ni cuánto tendríamos que lugar ni cuánto cambiaría todo después.
Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.
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