Por qué se está rompiendo la izquierda en toda España

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No nos equivoquemos, cuando una serie de jóvenes del Frente Obrero realizaron un escrache en Hortaleza a Íñigo Errejón, las cosas en el seno de la izquierda española ya estaban realmente revueltas. No es que se pudiese decir que las aguas a este lado del río hubiesen permanecido mucho tiempo calmas con anterioridad, pero en épocas de derrotas continuas, en momentos de desesperanza y liberalismo aplastante, las disputas entre las diferentes concepciones de la lucha política y social en el seno de la izquierda, han comenzado a desesperar a unos ciudadanos, votantes y en algunos casos hasta militantes activos, que ven como la realidad económica diaria comienza peligrosamente a ahogarlos, mientras la alternativa de cambio material real para la clase trabajadora escasea peligrosamente en la izquierda parlamentaria.

El incidente sufrido por el líder de Más Madrid para la Comunidad, no ha sido una acción llevada a cabo por unos outsiders o una pataleta de un grupúsculo de la izquierda radical haciéndole el juego a la derecha por mera ignorancia estratégica, lo sucedido en Hortaleza por el contrario ejemplifica claramente una confrontación aplazada entre la representación de una izquierda militante harta de vivir en un infructuoso circo electoralista continuo y un representante de la izquierda parlamentaria del estado español que se ha visto tête à tête con un alternativa política que creía desaparecida desde aquellos tiempos de facultad, plazas iluminadas únicamente por la luz de las farolas y mítines en los que uno no tenía que pensar en los titulares con los que abriría la prensa generalista al día siguiente.

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No olvidemos que hace relativamente poco tiempo, las plazas de todo el estado español rezumaban democracia y libertad. La nueva izquierda llegó a la realidad política de nuestro país de la mano de las inmensas movilizaciones del 15M. Un movimiento popular en el que jóvenes, abuelos, parados, precarios, mujeres, migrantes, en definitiva una amplia representación de la ciudadanía española más afectada por la crisis económica, salió decididamente a la calle para exigir un cambio real harto del bipartidismo y la Europa liberal. La nueva izquierda llegaba por tanto con el mandato popular de intentar un sistema considerado socialmente como injusto y arcaico.


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Pues bien, el tiempo pasó, los tiempos electorales marcaron lentamente el camino y mientras la izquierda más contestataria se recluyó a los barrios abrumada ante la imposición de unos nuevos paradigmas revolucionarios muy vinculados a las nuevas tecnologías y la participación en las instituciones, los nuevos partidos surgidos del 15M comenzaron a hacer su desembarco real en las labores de mando de la mano de los llamados Ayuntamientos del Cambio.

Demasiado virginales como para dejar pasar la ocasión y excesivamente novatos como para complicarse el futuro con experimentos de último momento, las formaciones políticas de la regeneración, los partidos del cambio y en general la amalgama parlamentaria de la nueva izquierda, lograron en las elecciones locales de 2015 hacerse con el control de importantes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Cádiz o A Coruña.

Las expectativas eran altas, los predecesores no podían ser peores y el silencio de la vieja izquierda ante el debut de la nueva política, podría considerarse en términos generales hasta respetuoso. No es que Unidos Podemos y sus confluencias no hayan sufrido los ataques virulentos de sus adversarios parlamentarios, lo han hecho y en ocasiones los envites del sector izquierdo del parlamento contra ellos han sido mayores que contra el supuesto enemigo común de la derecha. Pero por norma general, entre los votantes de izquierda, el margen de maniobra otorgado a la nueva política representada por Podemos, ha sido cuanto menos generoso.

Os hablo por la propia experiencia en mi tierra, cuando el tripartito de alcaldes do cambio gallegos llegaron al poder en Ferrol, Santiago y A Coruña, la sensación entre el común de la ciudadanía era de esperanza. No niego que no existiesen obvias diferencias tácticas, ni que la adaptación de la nueva política a Galicia no tuviese sus más y sus menos y sus propias particularidades, pero tras décadas de caciquismo generalizado, cualquier alternativa parecía tener que prosperar. Y sí, pero no.

“La izquierda más contestataria se recluyó a los barrios abrumada ante la imposición de unos nuevos paradigmas revolucionarios muy vinculados a las nuevas tecnologías y la participación en las instituciones”

Las ciudades gallegas de la nueva política lo cambiaron todo, para no cambiar nada. Me explico, resulta evidente que los alcaldes del cambio han renovado sus ciudades, uno no tiene nada más que darse una pequeña vuelta por Santiago o A Coruña para comprobar que la concepción de la ciudad es otra, mejor o peor según gustos, pero sin duda otra muy distinta. Acostumbrados a una cultura antagónica a lo popular, las mareas gallegas han dotado a sus ciudades de un pulso particular, los festivales, las iniciativas callejeras o el arte en sí mismo ha vuelto a ocupar un lugar importante en la política gallega y es muy de agradecer a esta nueva gestión política un cambio que desde la izquierda gallega siempre se ha reivindicado, pero que sin poder real en las ciudades resultaba muy complicado poder llegar a llevarlo a cabo de una forma tan amplia.

También hemos visto como la comunicación y la participación cambiaban radicalmente y el paso del caciquismo al modelo participativo ha sido una experiencia que marcará sin duda alguna el futuro político de las ciudades gallegas. No solo la ciudadanía ha podido participar de la vida de sus ayuntamientos a través de numerosas iniciativas, sino que los ayuntamientos han sabido leer el puso de la ciudadanía para caminar con ella de la mano en protestas laborales como la de los trabajadores de Alcoa o en auténticas revoluciones como la del feminismo gallego. Especialmente Santiago y A Coruña ha logrado recuperar una libertad y una creatividad hace demasiado tiempo perdida, pero no siempre eso resulta suficiente.

El cambio a los ayuntamientos gallegos llegó de la mano de una forma de ver las cosas muy centrada en un modelo de gestión quizás no del todo exportable al contexto gallego. Está muy bien eso de tener carril bici en las ciudades, nos encanta tener conciertos en las plazas en verano, sacar la ciencia a la calle y abrirnos al turismo, pero al final A Coruña, Ferrol o Santiago no dejan de ser pueblos grandes, pueblos grandes vertebrando un sin fin de pueblos pequeños y aldeas que completan el complejo tejido poblacional gallego.

El turismo y la ciudad como foco de atractivo cultural puede funcionar como política de gestos durante un tiempo en Madrid o Barcelona, pero en Galicia las condiciones materiales de la ciudadanía y los servicios prestados por el ayuntamiento son lo único que importa desde el minuto uno. Tras una eternidad en el fraguismo y una lenta agonía en el posfraguismo representado por Feijóo, el pueblo gallego no acostumbra a dar demasiadas oportunidades a los experimentos políticos y estos deben aprovechar las escasas ventanas que se abren en las instituciones para demostrar que otra gestión es posible.

El extraño Síndrome de Estocolmo del asalariado gallego con el Partido Popular bebe de los traumas de una generación que vivió de primera mano la miseria más absoluta de los tiempos dictadura y que ahora rara vez se permite perder el miedo a verse privada de lo poco que tiene saliéndose del guion trabajo por votos que marca el tan presente caciquismo local.

“Los colectivos anticapitalistas, anarquistas, pero también el conjunto de los nacionalistas e independentistas, dejaron a un lado su cierto dejar hacer a la nueva política en los ayuntamientos y pronto las protestas, las pintadas en cada barrio o los propios actos políticos de estos colectivos pasaron a suponer un foro en el que las mareas se identificaban ya plenamente con los defectos habituales de la vieja política”

Las Mareas gallegas y Unidos Podemos no supieron prever eso, pecaron de ingenuidad y no se percataron de que sin un proyecto propio en las ciudades, pero también en el ámbito de la Comunidad, el Partido Popular desde la Xunta iba a poder fácilmente ahogar o al menos dificultar cada intento de cambio real llevado a cabo desde los ayuntamientos. El desconocimiento y el desprecio a la política particular del territorio, condenó a la nueva izquierda a una lenta decadencia.

Con el Partido Socialista más dócil posible y con un nacionalismo gallego claramente disputando el voto en la izquierda, la nueva política de izquierda en Galicia fue un poco más de política rancia y vieja. Entre los líos de cargos internos, las divisiones guerracivilistas en su seno y el pasotismo más absoluto por la idiosincrasia propia del contexto gallego, Unidos Podemos aceptó la formula de En Marea con la aparentemente única intención de hacerse con el control de la candidatura en un futuro inmediato.

Las llamadas de última hora para imponer criterios, las disputas con los alcaldes y Anova y el desgaste producido por el juego de equilibrio continuo entre lograr contentar a los sectores más reivindicativos que se habían sumado a las mareas y el no enfurecer a los empresarios con el objetivo de no dar motivos a la dupla Xunta / medios de comunicación para infundir el alarmismo en la sociedad, remato irremediablemente con el resultado de muchos votantes desencantados y volviendo al abstencionismo o a depositar la confianza de su voto en algún otro partido tradicional, tras comprobar como en el mejor de los casos el cambio material de la nueva política era demasiado lento y los avances sociales demasiado superficiales como para lograr garantizar su permanencia ante un más que probable avance conservador ya vislumbrado en el horizonte.

Los disturbios tras los desalojos de A insumisa y Escarnio e Maldizer en A Coruña y Santiago respectivamente, supusieron el divorcio o más concretamente el fin de la tregua entre una izquierda más contestataria y la nueva política en Galicia. Los colectivos anticapitalistas, anarquistas, pero también el conjunto de los nacionalistas e independentistas, dejaron a un lado su cierto dejar hacer a la nueva política en los ayuntamientos y pronto las protestas, las pintadas en cada barrio o los propios actos políticos de estos colectivos pasaron a suponer un foro en el que las mareas se identificaban ya plenamente con los defectos habituales de la vieja política.

Curiosamente, también en estas tierras gallegas sufrió Iñigo Errejón un altercado premonitorio en un entorno cercano a la clase obrera más tradicional, en este caso en el famoso pub compostelano Avante. Antiguamente lugar señero de un pensamiento radical dentro de la izquierda independentistas gallega y hoy también frecuentado por gran parte de la izquierda posmoderna de la ciudad, el entonces dirigente de Podemos acudió a su interior no sabemos si dispuesto a disfrutar de los acordes del “Sarri sarri” de Kortatu que tanto impresionó a Ok Diario al sonar su interior o si simplemente decidido a probar el famoso licor café de tan radicalizado pub. Lo cierto es que según algunas versiones el santo y seña de la transversalidad y sus acompañantes se vieron esa noche inmersos en una trifulca que no fue a mayores, pero que pareció dejar claro al político madrileño que tal y como podría haberle comunicado la también política de la nueva izquierda Paula Quinteiro, la zona no era especialmente receptiva al cambio de voto.

El incidente de Iñigo Errejón en Santiago o la ruptura de ciertos colectivos hasta ese momento muy cercanos o cuanto menos neutrales ante los ayuntamientos del cambio, podrían haber sido interpretados por los dirigentes de Unidos Podemos como un aviso de la necesidad de escuchar a una parte de la izquierda que no parecía adaptarse totalmente a un modelo político importado pieza a pieza desde Madrid.

“La formación de Pablo Iglesias ha movido sus piezas de forma que el acceso a la Moncloa primase siempre por encima de las necesidades políticas y los tiempos propios de cada territorio”

La incomprensión e incluso en algunos casos la confrontación directa con un nacionalismo claramente rupturista frente al régimen del 78, supone a día de hoy una de las grandes rémoras de Unidos Podemos. Temerosos de que la voz de sus bases en las naciones sin estado fuese contraproducente para su proyecto estatal, la formación de Pablo Iglesias ha movido sus piezas de forma que el acceso a la Moncloa primase siempre por encima de las necesidades políticas y los tiempos propios de cada territorio. Una tutela centralista que no ha hecho sino complicar el futuro de la formación de cara a gestionar la relación con sus confluencias en los próximos comicios.

Con ello alcaldesas como Ada Colau o candidaturas como En Marea o Adelante Andalucía, se han visto sometidas a un continuo revisionismo y un equilibrio imposible en el que la solución más lógica era la ruptura y el resultado más común el hartazgo del votante. El problema de la vivienda, el turismo, los impuestos, la accesibilidad, la pobreza, el paro, el auge de la extrema derecha, la seguridad, todo absolutamente todo ha pasado a un segundo plano tras la irrupción en escena del procés y el conflicto territorial. En ocasiones uno llega a preguntarse si la izquierda parlamentaria no es capaz de salir de ese juego o si ante la lentitud de los cambios durante su gestión simplemente no le conviene mover en la actualidad el foco del debate. Sea por ineptitud o por mero pragmatismo, lo cierto es que el supuesto ejemplo de gestión de la nueva política se ha perdido definitivamente en las coordenadas del debate impuesto por el tradicional bipartidismo.

Reconozcamos por ejemplo que es cierto que el actual Madrid de Carmena no es el Madrid de Ana Botella o el de Alberto Ruíz-Gallardón, pero tampoco podemos llegar a decir que sea algo muy distinto. Realmente la capital ha dado un cambio significativo con la entrada de la nueva política, pero ese cambio puede que se sitúe por norma más en los estético que en lo práctico. Resulta agradable encontrar en Madrid una ciudad abierta, diversa e incluso tolerante. No quiero ni imaginarme lo que podría llegar a suceder con un alcalde de la derecha en el puesto de mando de la capital en momentos en los que las calles madrileñas son escenario de numerosas reivindicaciones políticas y sociales, ni voy a ser yo el que diga que el estilo de gobierno de Manuela Carmena no sea más cercano y profundice directamente en la participación ciudadana, pero a la hora de la verdad, el lograr pagar puntualmente una deuda del sistema, peatonalizar Gran Vía o maquillar superficialmente el megaproyecto de la Operación Chamartín, no soluciona las vicisitudes diarias de la ciudadanía en lugares como Hortaleza.

En esos barrios obreros los problemas tienen nombre y cara y suelen enfrentarse a un desahucio, la pobreza, el juego, la delincuencia, la droga o el paro. En ocasiones en los barrios obreros la diferencia entre la estética y la práctica política puede pagarse con la vida, tal y como le sucedió a la vecina de 65 años del número 1 de la calle Ramiro II en Chamberí que se precipitó al vacío en el momento en que iba a ser desahuciada o al joven mantero Mame Mbaye Ndiaye, quién según el testimonio de sus amigos perdió la vida tras sufrir un paro cardíaco mientras huía de la Policía Municipal de Madrid por ejercer su trabajo.

Lo mismo sucede en A Coruña, Cádiz, Valencia, Madrid, Santiago o Barcelona. Ha pasado mucho desde que las plazas resonaban a revolución y política en aquellos tiempos del 15M, ya nada tiene que ver la izquierda parlamentaria actual con aquella derrotada que se vio ampliamente superada por el fragor y la rabia de la calle. No nos engañamos, en su mayoría aquel movimiento pertenecía a la izquierda, nos lo han querido vender de muchas formas, incluso desde el propio seno de la nueva izquierda, pero más allá de los juegos electoralistas y las tensiones entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales, lo que sucedió en aquellas plazas es que el pueblo perdió durante un instate el miedo a salir derrotado. Durante un instate el pueblo español pensó simplemente en la posibilidad de hacer las cosas mejor y asumió el riesgo a cambiarlo todo.

Hoy curiosamente son los partidos políticos de izquierda los que tienen miedo a perder lo conquistado, son los políticos y no tanto los ciudadanos los que ponen frenos a la necesidad de cambio y con sus propuestas superficiales, su eterna retórica y sus luchas internas, rompen las filas de lo que por un momento pudo llegar a permanecer unido. En su obsesión por garantizarse un voto de centro hasta ahora muy escurridizo y efímero, la nueva izquierda parlamentaria ha roto los frágiles puentes que la unían con una izquierda más activa, más contestataria y más real.

“Hoy curiosamente son los partidos políticos de izquierda los que tienen miedo a perder lo conquistado, son los políticos y no tanto los ciudadanos los que ponen frenos a la necesidad de cambio”

Durante años una izquierda decididamente anticapitalista y claramente enfrentada al PSOE se ha quejado de la falta de una amplia base social que defendiese un programa semejante de cara a lograr romper con el consenso impuesto por régimen del 78, curiosamente hoy son los líderes políticos hijos de ese pensamiento los que se encargan de rebajar ese discurso rupturista para lograr reducir la distancia con los postulados más moderados del PSOE de cara a un futuro pacto de gobierno ciertamente estéril o insuficiente.

Haría bien Unidos Podemos y su entorno político, en comenzar a palpar de cara al próximo maratón electoral el descontento entre cierta izquierda menos moderada para lograr unificar sus propias filas antes de intentar pescar votos entre los desencantados de la derecha. Hartos de una lógica política puramente electoralista y una revolución progresista demasiado lenta y mojigata ante el claro tsunami ultraderechista, pueden no ser pocos los votantes tradicionales de izquierda que ante tan funesta perspectiva de futuro, comiencen a aplicar una lógica de militancia más directa y de clase para a la hora de depositar su voto hacerlo parafraseando a los Chicos del Maíz: “¿Sinceramente? ¡que arda todo! El fuego purifica”.

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