Primero fue usted, Manuel. Y por usted quiero decir sus piernas. Eran yarumos blancos los días de granizo; corozales cuando se abría el cielo y pegaba el sol. Manuel: dos ramas embarradas de púrpura que se quebraban sobre el pupitre después de golear a los de 10B los viernes en el amistoso; leños delgados y firmes, con tallos negros como manchas lunares —usted fue el primero al que le creció pelo ahí abajo, ¿se acuerda?—.
Pásela, güevón, me gritaba. Muévase. Yo daba tumbos, periquito asustado, y usted no me ayudaba y me decía: Párese y haga algo, poeta marica. Con el codo raspado y pasto en las pestañas yo lo miraba —el infinito del piso hasta sus nalgas— y pensaba que qué lindo trepar por encima del aguacero para vernos, uno casi sobre el otro, en ese granítico estallido de cortezas, en esa chispa de maderas rugosas que se chocan y, de tanto frotarse, hacen fuego.
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Pero lo nuestro fue más un juego de luces, un desajuste de inclinaciones y humedades: el primer árbol (usted), le hace sombra al segundo (yo) y le roba el sol y lo deja chiquitito y le quita el agua y le traba las raíces y se queda con toda la tierra abonada para él y el otro crece chueco y, como en esa salsa que tronaba en los bafles de las canchas de voli, ya nadie lo endereza nunca.
Manuel: guardo la marca de sus taches en mi estómago, su insulto al fondo de mi oreja y, más adentro, el esferazo rabioso y el Qué mira ahí, poeta marica antes del Qué hijueputas le pasa, loca de mierda.
Y yo enroscado reventando de amor.
Yo: picaflor que aletea nervioso y no consigue salir de la jaula de su pecho.
El siguiente fue usted, Santiago, que me animaba a consentirlo como si fuera a pasar algo sabiendo que nunca habría nada. Que usted solo jugaba al coquetón y yo, cachorro inquieto, sí me moría de solo verlo. Por qué no seguirle la cuerda al amigo maricón para que no esté tan triste, imagino que pensaba antes de decirme: Usted es un bacán, Sánchez, camine por unas polas y luego a pegarlo a mi casa, y esas cosas. Hágame un masajito aquí en el hombro, Sánchez, me pedía, y se quitaba la camiseta y yo enterraba el pulgar como hasta el fondo de esta loma helada sobre la que escribo: allá bien adentro de los cerros adonde íbamos a ver las luces de su ventana y la mía con los ojos cansados de tantas medias de aguardiente y tanta bareta vieja.
Su pelo es re lindo, parce, me decía torciendo hacia un lado la boca —bocota, más bien: una vez le cupieron tres chococonos con maní; otra, nueve bonice de fresa— y mirándome fijamente a los ojos —¿en la mía entraban tres? ¿o ninguno?—, y yo solo podía dibujar espirales nerviosas en la tierra con mis Vans nuevos:
uno,
dos,
tres,
seis
diez
anillos de separación.
Luego mi tráquea sin saliva y esa risa suya al ver que me temblaban las rodillas y el ja ja ja y el no se ponga nervioso que a mí me gustan las viejas, perrito, y el ay, Sánchez, usted sí que se envidea es con nada. Una vez dormimos juntos porque no había más camas en el hostal esa Semana Santa y yo intentaba no ver lo que usted me mostraba con la crueldad del niño pícaro —ese que mira directamente a los ojos al perro que babea y lo deja con el gusto fantasma en la boca mientras se come una hamburguesa en su hocico—: la bisagra de su torso compacto, un tobogán húmedo del puente de su ombligo hasta la ciénaga que asomaba entre sus bóxers de caimanes.
Yo no me podía dormir y me tocaba cerrar los ojos para no pasar la vergüenza de que usted sintiera cómo la sangre se me iba del corazón y se regaba entre mis piernas con solo sentirlo respirando cerca. En algún momento se cayó la sábana y sentí el ardor: mohán que llama con la punta del dedo hacia el fondo del río, perfume ácido de mangle que se derrama hacia la noche.
No le conté nunca que lloré cuando, dos días después, me dijo que si le prestaba algo de plata para quedarse en otro lado con la gringa a la que conoció echando cumbias en la plaza. Uf, usted sí es un pana firme, Sánchez, me gritó borracho apenas le respondí que sí, que todo bien. Lo quiero mucho, dijo. Luego parchamos.
Yo lo quería más. Por eso le hacía caso: para sentir que era su voz dentro de mí la que me movía. La que me sigue moviendo.
Santiago, usted se fue sin decir nada y yo busqué por años un cuerpo que me devolviera el suyo; crespos sueltos, nariguera y mandíbulas anchas que copiaran, idénticos, sus crespos, su nariz perforada y su mandíbula. Me rendí y supe que el murallón sobre el que se estrellaba mi deseo era más bien un puente de guadua, largo y resbaloso, como en el que le confesé por primera vez que me gustaba harto —¡hartísimo!— y usted solo se cagó de risa y me pegó unas dos o tres palmaditas pesarosas en la espalda.
Fue igual con ustedes tres: Pablo, el de la melena; Mateo, el de las nalgas duras; Juan, el que picaba mucho los ojos y fumaba peches. Con todos la misma historia. Con todos ustedes el flechazo, el desinfle y la caída y el parce, seguro le llega alguien o el vea que cada vez más tipos están saliendo del clóset, no es sino que tenga paciencia. Esperé y no llegó nadie. Bueno, llegaron Los Nicolases, de tatuajes como hiedras trepadoras sobre muros de adobe, solo para confirmarme que el ojo de loca sí se equivoca —y mucho— y que detrás del iris quedan las entrañas en éxtasis místico y que hay que aprender a extinguir las llamas de amor vivo, que tiernamente hieren, antes de que hagan incendio.
Y que un beso mal dirigido se devuelve con un puñetazo quiebramandíbulas, un empujón de asco y un escupitajo en la frente.
Y que mis tenis, cada vez más sucios, no dejaron de medir la distancia entre nosotros:
un,
dos,
tres,
seis
diez
anillos de tierra seca.
Mi memoria se ha ido encogiendo como los humedales de la ciudad desde la que escribo. Cubro los recuerdos con plantas para protegerme de la violencia del sol. El sol: la luz fatal que todo lo evapora y hace visible la verdadera forma de las cosas. Sol nuestro: la claridad que revela que a un lado del desierto están ustedes y, del otro, estoy yo.
Le robo un beso y su estilo a Fernando Molano para sentir que algo del amor entre sus muchachos me corresponde. Que su Diego pudo ser el mío y que hay bolsillos para guardar todas mis cosas. También a Mariano Blatt para creer que esto acaba bien y un pibe lindo me invita a su cuarto cuando sus papás le dejan la casa sola. Y a Édouard Louis para tener su pluma y su piel, que resistió peores golpes.
Todavía con barro entre las uñas hago con esta carta un avioncito de papel. Me llega al fin el agua a la boca: las llagas cicatrizan y ya no tengo sed. Asomo el brazo a la ventana. Lo empujo hacia delante y, todavía hinchado de amor, abro los dedos.
Veo en ese vuelo el futuro: en la punta de otro cerro, los hombres detrás de los hombres que no me amaron esperan por mí.
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