Aviso de contenido: el artículo aborda temas como el trauma, el abuso infantil, la violación, y el maltrato infantil.
Rachel Cusk dice en su novela Tránsito: “Tiene gracia, que cuando los padres les hacen cosas a sus hijos es como si creyeran que nadie puede verlos. Es como si el hijo fuera una extensión de ellos mismos; cuando hablan con el hijo, se hablan a ellos mismos; cuando lo quieren, se quieren a ellos mismos; cuando lo odian, es su ser mismo al que odian”.
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A día de hoy, Marta* tiene una vida de la que se siente orgullosa. Para conseguirlo ha tenido que recorrer un camino largo y tortuoso. Aún después de años de terapias siente que el averno se le viene encima de vez en cuando: “Toda mi vida ha estado marcada por el miedo; siempre corriendo, huyendo, sin atreverme a bajar el ritmo para que no se me viniera toda la mierda encima”. Adicciones, bulimia y dependencias emocionales han sido los pilares que manejaron su existencia hasta bien entrada la madurez.
Su padre abusó de ella cuando era muy pequeña; tenía cuatro años y en ese momento aquello le pareció algo normal; sentía que era un juego en el que él le daba cariño y atención. “Mi padre tenía problemas con las drogas y no eran muchos los momentos en los que se interesaba por mí. Yo lo adoraba y simplemente quería que reconociera mi existencia, que me viera. El tema del abuso quedó sepultado en mi cabeza, entre otras cosas porque yo ni siquiera sabía que aquello que me hizo estaba mal. Pero conforme iba creciendo una sensación de asco y miedo se iba apoderando de mí a la vez que, poco a poco, casi como un juego, empezaron los problemas con la comida. Cuando con 14 años comenzó mi despertar sexual aquel recuerdo vino a mi cabeza y comprendí lo que había pasado. Literalmente peté”.
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Las figuras de apego en la infancia: padres, madres o cuidadores, tienen muchas funciones pero hay dos que son básicas para el desarrollo. Por un lado asegurar la supervivencia a nivel biológico y por otro, a nivel psicológico, darnos la seguridad necesaria para enfrentarnos a los retos que la vida nos presenta.
Cuando la relación de apego que se establece no es segura es muy probable que aprendamos ya sea consciente o inconscientemente que no podemos sentirnos seguros en ningún lugar y esa falta de confianza dificulta enormemente la tarea de pedir ayuda. El sentimiento de impotencia es claro como el agüita de manantial. Esto es lo que le ocurrió a Marta cuando fue consciente de la dimensión de lo que le había ocurrido a los cuatro años.
“En aquel momento el pánico me sobrepasó. Cuando estás en pánico no tienes ni idea de lo que haces: sentía que no había nadie al volante; tuve ataques de ira y angustia muy fuertes. Sentía que la cordura me abandonaba, literalmente, y quise suicidarme. Fue entonces cuando empecé a consumir drogas de forma muy intensa y continuada, cosa que me ayudó a volver a guardar en un recoveco de mi cabeza el tema y no volver a pensarlo hasta muchos años después ya habiendo dejado de consumir. Durante esos años el abuso desapareció de mi mente, era como si nunca hubiera pasado, jamás pensaba en ello, y aunque pueda parecer surrealista lo olvidé. Pero el precio a pagar por ese estado de negación era demasiado alto y en algún momento, después de 15 años drogándome, decidí que ya era suficiente”.
“Él no es nadie que merezca mis cuidados, es un monstruo que casi me jode la vida. Aún así, hoy en día todavía lo veo de vez en cuando. La culpa es tan fuerte que he aprendido a llegar a acuerdos con ella, cuando me siento demasiado culpable lo veo y me calmo. Luego vuelvo a tomar distancia hasta que la culpa me vuelve a machacar”
Mirar los traumas de frente no es cosa fácil; de hecho no siempre es posible. El dolor de sentir que quien tenía que cuidarte supuso una amenaza es tal que nuestro psiquismo puede llegar a reprimir recuerdos con el fin de protegernos. El precio de la represión también es alto. Por mucho que no seamos capaces de acceder al recuerdo traumático el cuerpo lleva la cuenta de las emociones que produce: consumir drogas, los atracones de comida, las adicciones en general o las autolesiones son algunos mecanismos de regulación que nos echamos a la saca cuando queremos evitar sentir aquello que el trauma le hace a nuestro cuerpo.
“Dejar las drogas supuso asumir todo lo que había ocurrido; dejar de idolatrar a mi padre y dejar de tratarlo como un hijo problemático; tuve que poner distancia entre nosotros y sentí tanta culpa como si estuviera abandonando a un hijo; tuve que enfrentarme a la ambivalencia de sentir que lo quería y a la vez lo odiaba. Asumir que la imagen que yo había creado de él en mi cabeza para sobrevivir era falsa. Él no es nadie que merezca mis cuidados, es un monstruo que casi me jode la vida. Aún así, hoy en día todavía lo veo de vez en cuando. La culpa es tan fuerte que he aprendido a llegar a acuerdos con ella, cuando me siento demasiado culpable lo veo y me calmo. Luego vuelvo a tomar distancia hasta que la culpa me vuelve a machacar y tengo que tomar medidas para domarla. Me encantaría que fuera de otra manera y ser capaz de cortar para siempre con él, pero solo pensarlo me provoca taquicardia. A día de hoy esto es lo mejor que he conseguido para mi bienestar”.
No existe una receta maestra para superar o sobrellevar los traumas, convivir con el dolor, la inseguridad y el sentimiento de culpabilidad que se puede generar. No se debe dar nada por sentado ya que las formas de vivirlo y de lidiar con el dolor son diferentes para cada persona. Es importante escuchar las peticiones de las personas que han vivido experiencias traumáticas y respetar los ritmos de los procesos de sanación, que no siempre son como nos gustarían.
Los padres de Silvia* se separaron cuando ella tenía 8 años. Poco después su madre fue diagnosticada de esquizofrenia. “De la noche a la mañana fue un cambio radical, de repente tenía que cuidar de mí misma y estar pendiente de que mi madre no se hiciera daño. Su paranoia principal era que alguien quería herirme y por eso no quería dejarme salir de casa o que fuera al colegio. Al cabo de unos años mi padre consiguió la custodia lo que provocó que mi madre cayera en picado, tanto que fue ingresada. Tardó años en estabilizarse y a día de hoy tiene una vida más o menos equilibrada, ahora sí tenemos relación pero para mí ha sido un proceso muy duro”, comenta Silvia.
“Cuando tenía 14 años le dije a mi padre que me habían violado y me pegó tal bofetón que reboté en la pared y caí al suelo. Entonces me soltó: ‘Te lo mereces por vestir como una puta’. Aquel día enterré a mi padre”
“Nunca quise enfrentarme al tema, no quería ni pensar en ello, pero con 22 años empecé a sentirme deprimida y la ansiedad me llevó a terapia”. Silvia cuenta que su principal miedo era esa ansiedad, el temor a estar volviéndose loca como su madre. “Estuve muchos años enfadada con ella por todo lo sucedido, no podía comprender o aceptar lo jodida que puede llegar a ser la esquizofrenia. Además tenía que lidiar con la culpa cuando me pedía cosas que yo no estaba preparada para darle. La terapia me ha ayudado a tratar con ella el tema de su enfermedad sin hacerle daño, a apoyarla cuando se encuentra mal, a sacar la rabia y a llorar la pérdida que no me permití llorar en su momento”.
La situaciones de desprotección en la infancia pasan factura. Sean estas provocadas voluntariamente por unos padres negligentes o por causas mayores como en el caso de Silvia. La ausencia de cuidados por parte de los cuidadores influye en el tipo de relación que establecemos con la realidad cuanto estos no están ahí para facilitarnos la tarea de entender el mundo, hacer que nos sintamos protegidos o darnos recursos para navegarlo. Cuando crecemos y somos conscientes de esa falta el enfado puede inundarlo todo. Desgraciadamente para muchos después del enfado viene la culpa, en gran parte responsabilidad de nuestra cultura judeocristiana. Ese “honrarás a tu padre y a tu madre” nos convierte en una suerte de seres demoníacos cuando el enfado nos pide poner tierra de por medio; lo vivimos como una traición a nuestro clan en lugar de una toma de distancia necesaria para poder sanar.
“Cuando tenía 14 años le dije a mi padre que me habían violado y me pegó tal bofetón que reboté en la pared y caí al suelo. Entonces me soltó: ‘Te lo mereces por vestir como una puta’. Aquel día enterré a mi padre”. Esta es la historia de María*, a la que cuando le pregunto si alguna vez ha sentido culpa por poner distancia entre su padre y ella responde: “No tengo ningún buen sentimiento hacia él pero todos estos años en que mi madre se ha mantenido a su lado yo me he sentido fatal por todo lo que me estaba perdiendo, sobre todo cuando me casé. Mi madre ha insistido mucho en que retomara la relación con él, supongo que porque mi padre la castigaba cada vez que nos veíamos”, cuenta María.
Cuando sufrimos abusos una parte de nosotros, generalmente esa parte que representa lo que fuimos en la infancia, sigue teniendo la esperanza de que se nos quiera, se nos cuide y se repare el daño que se nos hizo. Romper la relación de forma definitiva es asumir que eso no va a ocurrir, dar la partida por perdida y seguir hacia delante con una herida que deja una cicatriz demasiado grande.
María cuenta sus dificultades para alejarse de su padre: “Tras años de relación amor odio, y tras lograr independizarme económicamente, exploté y le solté toda la mierda que tenía acumulada. Tardé 10 años en conseguir sacarlo de mi vida con ayuda de terapia especializada en malos tratos. El tema de mi violación lo tengo muy superado pero la indefensión y la desprotección por parte de mi familia no”.
“Sigo dándome atracones y vomitando cuando me siento insegura o cuando las imágenes del abuso vienen a mi cabeza. También me siento muy dependiente de mis parejas y amigos, dependiente de vínculos que me hagan sentir a salvo”
Marta no siente que pueda ir más lejos en cuanto a superación se refiere, al menos por ahora. “Sigo dándome atracones y vomitando cuando me siento insegura o cuando las imágenes del abuso vienen a mi cabeza. También me siento muy dependiente de mis parejas y amigos, dependiente de vínculos que me hagan sentir a salvo, porque por mucho que los tenga el miedo a perderlos me hace vivir alerta. El apoyo y la posibilidad de hablar del tema con la gente que me escucha desde el respeto me hace sentirme bien. A día de hoy me encuentro mejor que nunca y eso ya es suficiente. Aun así sé que hay un lugar en mi cabeza al que duele demasiado ir y, de una forma u otra, intuyo que siempre voy a estar huyendo”.
Socialmente se asume que debemos dejar los traumas atrás para seguir adelante pero éstos, como cualquier otra experiencia importante que vivamos, configuran nuestra identidad y la narrativa de quienes somos, sobre todo cuando ocurren en la infancia y en el hogar. Por ello quizá la máxima no sea dejar los traumas atrás sino poder contar con el apoyo y los recursos que nos ayuden a vivir con ellos de la forma más cómoda posible.
En España se detectan más de 6000 casos al año de violencia a menores en el entorno familiar según la web de Infancia en datos impulsada por el Ministerio de Sanidad.
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