Ya es verano, qué bien. Qué bien el sol en la cara, la playa, el mar, el bikini, la piscina y el olor de la crema. Qué bien dar un paseo tranquila y tomar una cerveza en una terraza con una amiga. Qué bien sienta pasear sin horarios después de estos meses encerradas en casa: salir a la calle en pantalón corto, top y sandalias, total libertad de movimiento. Qué bien. Vestir como te dé la gana porque es verano y no hay que preocuparse del frío. Hoy un vestido corto que tengo una cita; hoy algo cómodo para que no me moleste el sudor corriendo; hoy da igual, no voy a pensar lo que me pongo.
Qué bien estaría que pasara todo esto; cuando lo que pasa, en realidad, es que la nueva normalidad se parece mucho más a esto que narra Lydia: “Uno de los primeros días que pisaba la calle sin tener que ir a comprar, me puse un vestido por encima de la rodilla. Al salir a una avenida principal me di cuenta de que solo había hombres en mi acera y, de repente, me puse un poco tensa, controlando dónde estaba el siguiente cruce. Ellos eran de diferente edad. Al pasar por su lado iba marcando un número en el móvil. Uno se acercó a mí y dijo: “¿cómo estás?”. Mi pareja me respondió a la llamada y continué bajando la calle mientras hablaba con él. Hubo miradas posesivas, y algún intento de acercamiento. Al colgarle, y aún habiéndome cambiado de acera, me interpelaron directamente con un “qué bien hueles, te huelo desde aquí”, mientras el otro decía “vaya piernas”. Seguí andando. Ya a la altura de Marqués de Vadillo, veo un abuelo con su nieto. Al pasar a su lado el mayor me dijo, en un tono en el que lo podía escuchar toda la calle, “quién fuera joven para ir detrás de esas piernas”.
Videos by VICE
El último día que muchas salimos a la calle sin mascarilla y sin las restricciones propias del Estado de Alarma fue el 8 de marzo. Fuimos a una manifestación feminista a gritar que las calles eran nuestras, que solas y borrachas queríamos llegar a casa. Ese día pudimos andar seguras, y el suelo parecía más firme de lo habitual. Luego vino el virus, la cuarentena, la desescalada y, ahora, salir a la calle en una nueva normalidad restrictiva donde el miedo se ha instalado y la firmeza se ha esfumado. Las calles ya no son nuestras por motivos sanitarios, pero también porque nunca lo fueron: el acoso callejero sigue campando a sus anchas, no conoce horarios, ni lugares que no deba pisar por precaución, ni cuerpos de mujeres que no puedan ser enjuiciados. “Era el segundo día que salía a la calle con un poquito más de libertad y llegó la primera del verano: la verborrea desde un coche de un hombre sobre mi aspecto físico”, me cuenta Cristina.
Por supuesto, yo también tengo mi propio relato: el primer día que cogí el metro después de la cuarentena me encontré con un chico haciéndole una foto a una mujer por debajo del vestido. En realidad, no presencié la escena, sino lo que vino a continuación: un pequeño encontronazo entre un hombre que negaba con la cabeza y suspiraba ante una mujer que, decía, le acusaba en falso; después vino el metro, ella se montó, yo también, y él se quedó en el andén con cara de asco. Al parecer era ella la que tenía que sentir vergüenza y, en parte, el silencio del resto se lo confirmó.
Cualquiera de mis amigas puede contar historias similares ocurridas durante los últimos días. Es el repetitivo relato del acoso callejero, ese mecanismo estructural que nos hace replantearnos cuál es la ropa adecuada para salir a la calle, aquella que convierte en “piropos” los juicios no deseados de hombres desconocidos sobre nuestros cuerpos, y que infringe un miedo variable según del día y lo concurrida que esté la zona, porque es fácil imaginar lo que podría venir después de las palabras. Sin embargo, a pesar de lo común de la situación, parece que en este 2020 nos ha pillado desprevenidas, ¿la cuarentena nos había hecho olvidar estos “problemillas cotidianos” que tenemos que aceptar con resignación, o bien denunciarlo y ser tachadas de exageradas? ¿O acaso el encierro nos ha traído una doble ración de acoso por todo el tiempo que nos habíamos librado de él?
“Corría un hilo de un grupo de amigotes en Twitter que hablaban de las ganas que tenían de saltar a la calle porque había muchos grupos de chicas solteras que llevarían mucho tiempo sin follar. Es obvio que el contener a la bestia en la jaula, esto se ha visto incrementado”, me cuenta Alba. “He detectado muchos comentarios machistas, los típicos piropos de antes y he vivido situaciones incómodas en dos o tres ocasiones que coinciden justo con las dos o tres terrazas en las que he estado. Se han juntado un grupo de bribones, de amigotes, se han bebido unas cervezas y han lanzado algún comentario a mi y a otras amigas mías sobre nuestro físico, lo típico”.
También Alicia, que ha estado teletrabajando durante la crisis sanitaria, cree que la desescalada ha sacado lo peor de algunas personas, puesto que se ha sentido especialmente intimidada desde que empezaron las fases del desconfinamiento, “hace un par de días salí a comprar por la tarde, y de camino al súper recibí un montón de comentarios horribles que venían de hombres de todas las edades: guapa, qué pantalón tan corto llevas, te invito a alguna cosilla, y cosas por el estilo. También vi que se lo decían a otras chicas que parecían menores de edad”. Cristina, sin embargo, cree que sería un error olvidarnos tan rápido de la vieja normalidad y advierte: “siempre que llega el buen tiempo muchos hombres creen que necesitamos saber cómo nos quedan los pantalones cortos. Lo siento amigas, siempre ha sido así, en la nueva normalidad también hay imbéciles que lanzan piropos desde los coches”.
Más allá de nuestras percepciones y las propias conclusiones que podamos sacar, hay un elemento que sí ha cambiado en esta nueva realidad y es el uso de la mascarilla. Por ejemplo, Jana me explica que cada vez que baja con unos pantalones cómodos al mercado de su barrio se encuentra con hombres mirándole las piernas descaradamente de arriba a abajo, “lo que me resultaba más frustrante es que la mascarilla las miradas se notan más, pero increpar a alguien con ella es más difícil”, continúa. “No sé si hay algo distinto a antes de la pandemia, tal vez hay menos gente y estos gestos que ya existían se camuflaban mejor. Pero si ya tenemos que estar atentas de llevar bien puesta la mascarilla, seguir los protocolos y las distancias de seguridad, tener que enfrentarme a esto y sentirme vulnerable en este sentido ya me parece el colmo”. Alba también ha reparado en las repercusiones de este nuevo accesorio obligatorio y compara el anonimato que te ofrece la mascarilla con los trolls de Internet, “es como si se creyeran que el llevar una máscara de algún modo ocultara su identidad y se permitieran mirar con mucha más desfachatez y chulería”.
Pero como su uso es extensible tanto a quien acosa como a la acosada, también tiene un efecto en nosotras, o al menos así lo ha sentido Andrea: “por lo general, cuando es verano, siento que los hombres me dicen más cosas de lo normal, pero este año hay algo diferente. Yo trabajo de dependienta y me paso el día entero con la mascarilla. Siempre voy y vuelvo caminando y a veces no la uso en ese paseo para descansar un poco las orejas. Yendo sin mascarilla me he dado cuenta de una cosa: me siento, en cierta manera, más expuesta de lo normal. Cuando voy sin mascarilla, siento que los hombres me miran con mucha más intensidad y me dicen más cosas”.
Es muy posible que en la idea de exposición, que Andrea repite varias veces para describir sus sentimientos frente a la miradas, esté una de las claves de cómo se ejerce el acoso callejero: cuanta más ropa llevemos y más partes cubra de nuestro cuerpo –o incluso de nuestra cara– más seguras nos sentimos. De alguna manera la solución está ahí, en nuestras manos, como un mecanismo inconsciente que hace recaer la responsabilidad de los comentarios indeseados sobre nosotras: piénsate dos veces la ropa que te vas a poner. Porque ya sea con o sin mascarilla, el acoso no entiende de desescaladas: ni tan solo en medio de una pandemia podemos abstraernos de las consecuencias de ponernos ropa cómoda o ligera para sudar menos y pasar el mínimo calor posible.
“Yo pienso que me visto como me da la gana, pero siempre al salir tengo en la cabeza el a ver si por ir así me van a decir más cosas, y eso es una mierda y más si estamos a 30 grados”, sentencia con enfado Esther, que no tiene claro si la cuarentena le ha sentado mal a los acosadores o simplemente habíamos tenido unos meses de descanso, porque su experiencia le dice que en cada principio de verano ocurre algo similar: “cuando te pones tus primeros shorts, están ahí, es como una plaga de cucarachas”.
Quizá la pregunta es irrelevante. Quizá no importe tanto que la cuarentena haya empeorado las cosas, incluso en el caso de que así sea, y la nueva normalidad haya traído nuevas modalidades de acoso. Quizá sea irrelevante porque el solo hecho de que en poco menos de un mes todas hayamos acumulados testimonios similares, con patrones de actuación idénticos, que repiten las mismas estructuras de violencia contra las mujeres, nos indica que el problema no está en si esta normalidad es nueva o antigua, sino en el hecho mismo que sigamos encuadrando el acoso dentro de nuestra normalidad; de que sigamos sintiendo vergüenza y culpa cuando somos hostigadas y perseguidas por las calles; de que las miradas de los hombres nos obliguen a adoptar mecanismos de autodefensa, y que el silencio siga siendo el primero de ellos; de que no podamos vivir nuestro cuerpo de forma inconsciente, sin estar exponiéndonos cada vez que salimos de casa. Porque quizá la pregunta sea irrelevante, pero la respuesta no.