Una vez, cuando tenía dieciséis años, me fui a pasar unos días en la casa de una amiga en Bogotá. Era la primera vez que me dejaban salir de Cartagena para irme de fiesta en la ciudad. Una de esas noches me fui con ella a tomarme unos tragos en la casa de unos amigos suyos (conocidos míos), y me emborraché tanto, tanto, que caí noqueada en un sofá al que acudían de vez en cuando los amigos de mi amiga para darme besos en la boca mientras yo estaba semi-inconsciente. Yo no me olvido de eso, claro, pero nunca lo hablé porque me daba vergüenza “lo tonta que fui”, “lo irresponsable que fui”, “lo boba que me vi” ahí, como una gallina deshuesada en ese sofá.
Y mucho menos me olvido de ese episodio en el que escribí un texto bastante normal y lo mandé a un editor reconocido para que lo revisara y, después de echarle un ojo al artículo y darle un par de halagos a mi reportería, me describió todas las cosas que, si pudiera, haría conmigo sexualmente. ¡Guácala! Sobre eso hablé un par de veces. Sentí por un tiempo que no tenía calidad para ser una buena escritora y, después de patalear en privado por la impotencia, lo dejé ir y me concentré en otra cosa.
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Y miren. No soy la única. No soy un caso especial. Es más, no soy nada para nadie, mas que para mi familia y mis amigas. Apenas les conté que un señor acosador, amigo-de-amigos, me estaba mandando mensajes sexuales y abusivos por Facebook, apoyaron que lo publicara en la misma red y lo denunciara ante la policía cibernética. Porque eso no debía pasar nunca más. Ni a mí, ni a nadie.
La agresión en este caso sucedió en un lapso de dos semanas en las que mandó un par de mensajes lujuriosos y, sobre todo, miedosos, y en otro par de veces que coincidimos en la calle y tuve la mala suerte de ser víctima de su manoseada “light” y sus comentarios al oído.
“Entre la boquita, los cachetes y tu respiracion yo me pierdo una y mil veces otra ves (sic) jajaja aiiiii diojjj imaginar que rico ejjj”, me escribió este desconocido el 19 de marzo a las cinco de la mañana.
Miren, según la RAE, acosar es una de estas cosas: a). perseguir, sin darle tregua ni reposo, a un animal o una persona; b). hacer correr a un caballo; c) apremiar de forma insistente a alguien con molestias y requerimientos. Para mí ese señor me estaba acosando y yo, harta de todo, llena de rabia, y jodidamente clara sobre lo que no quería nunca más en mi vida, lo publiqué en mi perfil de Facebook y lo denuncié.
Doscientos diecisiete compartidos, 520 “me gusta” y 108 comentarios, la mayoría de apoyo bonito.
Facebook me dio en horas el poder de decirle a este tipo, a los amigos adolescentes de mi amiga, al editor reconocido, y a unos otros más, que a mí no me volvían a intimidar con este tipo de agresiones, que eso es hostigamiento y que nadie merece ser acosado de ninguna forma por ningún motivo. Punto.
Punto y todo, pero punto seguido, porque la tarde siguiente recibí una notificación de Facebook en la que se leía que habían eliminado la captura de pantalla que había publicado en mi perfil como prueba de la denuncia. La razón: “incumplimiento de las Normas Comunitarias de la red”. En el manual de reglas sociales se explica que el tipo de publicación que hice es “acoso” contra mi señor acosador, y que bajo esas condiciones, pueden borrar mi contenido.
Más: que si no quiero que me moleste más, que lo borre de mi Facebook, lo bloquee y que le cuente en privado a gente de mi confianza. Esto, mis señores, no es una democracia. Mucho menos un Estado. Facebook, tenemos que tenerlo muy claro, es un sitio de recreación, no de denuncia pública. Como me dijeron en la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, “las políticas de Facebook son altamente subjetivas, y uno nunca sabe cuándo sí te van a apoyar y cuándo la propia aplicación de sus reglas te convierte en victimario”.
Esta mañana cuando me levanté tenía bloqueado mi chat de Facebook y no puedo publicar contenido en mi muro por unas horas más. Antes del desayuno me llegó una citación de una inspección de policía, donde me notifican que el señor acosador me denunció por amenazas. Y aunque haya leído en The Atlantic sobre la definición de ciberacoso, que según Danielle Citron, abogada y académica de las leyes norteamericanas, diga que se trata de “una conducta repetitiva que logra causar estrés emocional y miedo al daño físico”, y aunque las recomendaciones de ese artículo y muchos más sitios dedicados a este y otro tipo de acoso, como el callejero, recomiendan seguir el protocolo que seguí, hoy estoy siendo castigada porque este señor es mi supuesta “víctima”.
Esta es solo una en un universo infinito de censuras y revictimización. La reglamentación de esta red fue diseñada para mantener la tranquilidad y la calma en su acuario de usuarios. Por ejemplo, la semana pasada, Jimena Soria, de Ciudad de México, denunció las amenazas que le hacían a su compañera de piso en Twitter, usando capturas de pantalla como prueba. En los tuits se leían mensajes amenazantes e insultos contra la chica. Facebook también eliminó sus imágenes porque tanto el señor acosador, como los hampones de Twitter, denunciaron el contenido y Facebook los apoyó.
En el manual de reglas sociales se explica que el tipo de publicación que hice es “acoso” contra mi señor acosador, y que bajo esas condiciones, pueden borrar mi contenido
¿Y a quién le sorprende? Para una persona promedio denunciar a un tipo por “pasarse de liso” es exagerado, porque “alguien con mejor humor lo hubiera tomado como un chiste”, que “hay que admirar el valor que tuvo para lanzarse así con tanta galantería” (risas-guiño) o “es que estaba borracho y esas cosas pasan”. Y cómo se te ocurre que él te haría algo más (como si ya no hubiera hecho suficiente), que él no se atrevería, que no, que ni lo pienses. Que hasta dónde quieres llegar con esto, que si quieres que lo maten, que si “pobre man” se lo van a cascar, que te estás pasando, que “borres la foto y ya lo dejes así”.
A mí me parece que Facebook es muy parecido a esa gente.
Para los que insistieron en que la denuncia pública era innecesaria, les cuento que la policía nunca se puso en contacto conmigo. Ni me mandaron un correo, ni me llamaron para saber si todo estaba bien. Sin embargo, en dos días tengo que ir a declarar en la policía que yo no soy una amenaza para este señor y que no le voy a hacer nada malo. Que aunque las reglas de Facebook dicen que me tenían que explicar por qué eliminaron mi contenido, no lo hicieron la primera vez (pero si la segunda). Y que la única justicia que he tenido en estos tres días fue cuando el señor acosador pidió perdón públicamente, comentando ––vale destacar–– en la publicación que hice denunciándolo.
Después de que borraron la imagen de mi muro la cargué de nuevo y ya la volvieron a borrar. Me recomendaron no volver a montarla más si no quería que cancelaran mi perfil. Pero no importa. Porque este capítulo se acaba después de esto y yo voy a escribir sobre otras cosas, en otros sitios y para otra gente. Lo importante, para mí, es que esta vez di un paso al frente de mí misma y no, ya no hay vuelta atrás.
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Teresita Goyeneche es amiga y colaboradora de esta casa editorial.