Volver a capturar a Joaquín El Chapo Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa, no requiere de drones, marinos desplegados en la Sierra de Sinaloa ni perseguirlo en vehículos todo terreno. Basta con ver la serie Narcos, basada en las historias de Steve Murphy y Javier Peña, exagentes de la Drug Enforcement Administration (DEA), que detalla la cacería de Pablo Escobar, jefe del Cártel de Medellín en Colombia en la década de los 80.
Charlamos con los agentes, que además asistieron en el desarrollo de la serie. Vía telefónica, Steve y Javier coincidieron en dos cosas: para cazar al Chapo Guzmán solo hay que ver Narcos. «Para ir por el Chapo, no hay que ir tras el Chapo», agregó Javier.
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«Para ir tras el Chapo hay que hacer lo mismo que hicimos cuando fuimos por Escobar. Conseguir a los mejores policías mexicanos, leales, incorruptibles. Pero lo principal sería no ir tras el Chapo, sino ir por sus sicarios, sus hombres de confianza, sus operadores financieros, lavadores y guardaespaldas. Hay que cerrarle el círculo», explica Steve.
Javier agrega: «Del mismo modo que tuvimos éxito con la captura de Escobar, así lo tendrían con el Chapo, es una estrategia sencilla».
Para Steve está muy claro: hay que aceptar a la DEA en México, y a la fuerza policial de Colombia también. «Es la única manera», dice.
«Las autoridades mexicanas tienen que aceptar la fuerza de las autoridades de Estados Unidos y el apoyo de la Policía de Colombia. Tienen que entender que la cacería de Escobar se convirtió en un estándar para cazar al narco en México», comenta.
Los dos agentes, junto a las autoridades colombianas, estuvieron tras la pista de Escobar durante varios años, recibieron amenazas de muerte, atentados contra su persona e intentos de soborno. Al final, en 1993, Escobar fue asesinado en el techo de la vivienda donde se escondía.
Steve y Javier, como cualquier cazador ante el cuerpo sin vida de su presa, se tomaron una fotografía para la historia. En la imagen, Steve, con polo rojo y vaqueros, toma el cuerpo de Escobar con la mano izquierda, agarrándolo con fuerza por la camiseta que vestía en el momento de su muerte. Sonríe. Peña, con una metralla colgada al hombro, un chaleco antibalas y una riñonera, mira a la cámara, el rostro aún agitado y el fusil apuntando a la cámara.
Escobar está tendido, con los brazos por encima de la cabeza, sobre el techo de teja donde fue abatido. El rostro ensangrentado, sangre sobres la tejas color ladrillo. Lleva un polo azul, vaqueros claros y va descalzo. Se ve un arma corta bajo la barriga descubierta.
Ese mismo año, casi como una carrera de relevos, Joaquín El Chapo Guzmán era detenido en la frontera entre Guatemala y México. De ahí fue trasladado a la prisión de máxima seguridad de Puente Grande, en Jalisco. En 2001, se escapó por primera vez —en un acto propio del gran Houdini, dentro de un carrito de ropa sucia—, y desde entonces se ha convertido en el capo más poderoso del mundo.
El 22 de febrero de 2014, las autoridades estadunidenses, apoyadas por las mexicanas —como explicaron Steve y Javier—, lo capturaron nuevamente en Mazatlán. Pero el gusto duró poco: «Don Joaquín» volvió a escapar el pasado julio.
Desde entonces, las autoridades mexicanas han alardeado de haber realizado una serie de operativos en la sierra donde lo ubicaron por última vez —incluso se confirmó que Guzmán está herido en una pierna y en la cara—, pero aún sin resultados.
Steve y Javier saben una cosa: «Si Guzmán no se entrega, vamos a tener otra fotografía igual que la de 1993, y él lo sabe».
«Si el Chapo está preocupado por su seguridad, debe entregarse. Lo cierto es que su integridad correrá menos peligro en Estados Unidos que en México», dice Steve Murphy.
Pero su compañero, Javier, piensa que ya es demasiado tarde. «Los sicarios de Escobar sabían que iban a morir. Y eso exactamente lo estamos viendo en el caso del Chapo, es lo mismo».