“La música mezcla clases sociales, siempre y cuando la pista de baile sea más grande que el área VIP”.
Ricardo Villalobos
Al comienzo de los años noventa, un imán que atrajo a miles de jóvenes en todo el mundo a esa zona temporal autónoma llamada “rave”, (además de la música) fue la inclusión y la tolerancia. En la Ciudad de México abundaban los clubes elitistas y pretensiosos, en los que al llegar con lo primero que te topabas era con un cadenero mal encarado haciendo la función de filtro social. Si tu “apariencia” era de su agrado, inmediatamente te abrían paso, de lo contrario tenías que esperar horas detrás de la cadena, y si tenías suerte, en algún momento de la noche se te permitía el acceso.
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Por el contrario, alrededor del rave giraba una fuerte carga ideológica incluyente, sustentada en planteamientos como el PLUR y el Manifiesto Rave. El primero, atribuido al DJ estadounidense Frankie Bones. Para quien no lo sepa, PLUR son las siglas de “Paz, Libertad, Unión y Respeto”. El Manifiesto Rave es un texto anónimo que retoma el PLUR y otros conceptos más a profundidad. Aquí un fragmento:
“Hasta que el sol se levante ante nuestros ojos, revelando la realidad del mundo que han creado, bailamos ferozmente con nuestros hermanos y hermanas celebrando nuestra vida, nuestra cultura y los valores en los que creemos paz, amor, libertad, tolerancia, unidad, armonía, expresión, responsabilidad y respeto”.
Sin embargo, como suele suceder, el mainstream absorbió una porción importante de la cultura raver, como años atrás lo hizo también con el rock. Algunos promotores pioneros en la organización de fiestas rave en la Ciudad de México, que en un principio pregonaban los valores arriba mencionados, con el paso del tiempo se sacudieron la ideología. Un síntoma evidente fue la aparición de las llamadas zonas VIP, segmentando a los asistentes entre los que debían tener un trato preferencial y los que no.
Según la Wikipedia, el termino VIP comenzó a utilizarse entre 1927 y 1934 en Europa. La enciclopedia digital considera al termino como “una expresión que se emplea en diferentes ámbitos para designar a personajes políticos destacados, famosos, empresarios… asistentes a un evento que requieren una atención o protección especial”.
Hace unos años, me invitaron a una fiesta en el extinto Toreo de Cuatro Caminos. Mi amigo compró boletos VIP. Dicha zona ocupaba aproximadamente un 30 por ciento de la pista de baile, en el extremo derecho, frente al escenario.
Tanto el área exclusiva como la pista general, estaban montadas encima del ruedo tierroso que alguna vez albergó las carnicerías llamadas “corridas de toros”. La zona VIP consistía en sillas de aluminio, silloncitos blancos, mesitas y meseros, que te ahorraban el esfuerzo de ir por tus chelas y tus tragos a la barra ubicada a menos de 50 metros de distancia.
La zona de “privilegiados” y la general estaban divididas por una reja custodiada por personal de seguridad, que por momentos me recordó al roído y oxidado muro de la frontera norte que separa a San Diego de Tijuana.
Al salir la banda estelar estalló el Toreo de Cuatro Caminos: la explosión de brincos, aplausos y gritos se desató, pero… en la zona general. El grueso de la gente del área VIP se mantuvo sentada cómodamente en sus sillones y en las sillas colocadas alrededor de las mesas, como si estuvieran en un bar convencional contemplando un hipnotizante partido de futbol de la primera división mexicana. ¡El aburrimiento total!
A pesar de estar reventándose en el mismo tiempo y casi en el mismo espacio, había un abismo de diferencia entre cómo vivían unos y cómo vivían otros la misma fiesta. A final de cuentas, los promotores de México y el mundo entero pueden hacer con su dinero lo que les venga en gana, pero no le pueden llamar rave a una fiesta que incluye zonas especiales que separan a la gente en clases sociales, simplemente porque es contradictorio. ¡Eso no es un rave!
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