Ilustración de Jordan Rein
En febrero, tras una victoriosa batalla contra los insurgentes islámicos en la ciudad saharaui de Gao, el ejército de Malí hizo una visita guiada para la prensa congregada. Periodistas de distintos medios de todo el mundo permanecieron de pie en un patio polvoriento en el corazón de la ciudad. Gao es un pueblo conservador -la clase de sitio en el que bebés de seis meses llevan hiyabs–, y el año pasado se libraron allí algunas de las más feroces batallas de un conflicto internacional que puede llegar más allá de los 15 millones de malienses: la lucha por evitar que Al Qaeda prospere en África.
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La visita guiada a la prensa se suponía que era una celebración de victoria. Soldados franceses que habían ofrecido apoyo militar a las tropas malienses en la reciente batalla permanecían en silencio al borde del patio central de Gao, observando con diversión a los malienses guiando a los reporteros por el campo de batalla. Gendarmes con cinturones de munición en bandolera condujeron a los periodistas por los juzgados del pueblo, señalando a los desperdigados miembros amputados y yihadistas muertos tirados en el suelo.
Un soldado llamó nuestra atención hacia una cabeza cortada con el rostro vuelto hacia el polvo. “¿Cree que es maliense?”, le pregunté. El gendarme le dio la vuelta con el pie y estudió la cara. Sangre oscura goteaba de su boca. Una mosca subió por su nariz. “No, quizá argelino o nigeriano”. Cerca de allí, en el ayuntamiento, al lado de un cuerpo encorvado en el hueco de la escalera encima de su ametralladora, los soldados señalaron una extensa mancha de sangre esparcida en la pared y a lo largo del techo. “Terrorista suicida”, dijeron. “Mira, aquí está su cabeza”. Era más una cara yaciendo arrugada en el suelo que una cabeza; el ceño fruncido le daba una expresión de perplejidad. El cráneo había salido despedido por la explosión. Los cámaras evitaron deliberadamente grabarla. “Nunca la mostrarían en televisión”, dijo más tarde uno de los reporteros”, así que, ¿para qué preocuparse?”
N
o mucho antes de nuestro siniestro tour, yo había viajado a Malí para presenciar las secuelas de la intervención de Francia. Viajé con un convoy militar francés desde la capital, Bamako, hasta Gao, una travesía de cinco días por el desierto. Íbamos a ser el primer convoy en llegar a la ciudad donde, durante los seis meses anteriores, Al Qaeda y sus aliados locales se habían hecho con el poder y creado una teocracia islámica, adoctrinando a los jóvenes en la yihad e imponiendo la sharia a los habitantes mediante látigos y cuchillos de carnicero. Tropas francesas habían recuperado la ciudad con aviones a reacción y helicópteros de combate, y nosotros les estábamos llevando comida, agua embotellada y generadores: el desgarbado, completo aparato logístico de un ejército moderno obstinándose en alcanzar su destino. Avanzando trabajosamente por el desierto, era habitual que de forma periódica salieran aldeanos de sus chozas para saludarnos como libertadores, ondeando banderas tricolores y gritando, “Vive la France!” y “Merci, merci!” Pero la influencia islamista aumenta a medida que uno se aproxima a Gao, y pronto averiguaría que no toda la gente del lugar veía a sus salvadores franceses con el mismo brillo.
La guerra comenzó oficialmente en enero de 2012, cuando una facción rebelde de los tuareg, una tribu nómada del desierto con base en el África sahariana, se hizo con varias ciudades clave en el norte de Malí, declarando a continuación un estado tuareg separado bautizado como Azawad. Pusieron a su ejército el nombre de Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA), que sería asimismo un grupo político secular a pesar de que la mayoría de tuaregs en Malí son musulmanes, si bien de la variedad que hace la vista gorda ante beber e irse de putas de vez en cuando. Pronto negociaron un matrimonio de conveniencia con una constelación de grupos yihadistas que también operan en la región, como el Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO), el grupo islamista tuareg Ansar Dine y Al Qaeda del magreb Islámico (AQMI). Como Afganistán en los años 90, los territorios del norte de Malí han servido de patio de recreo para los entregados grupos terroristas de África, un refugio seguro desde el que planear la yihad, pasar cocaína de contrabando a Europa y exigir rescates extravagantes por rehenes europeos. Aunque los tuareg son históricamente nómadas, hace al menos 50 años que desean un territorio al que poder llamar suyo. Y así, de acuerdo al compromiso alcanzado entre el MNLA y los grupos yihadistas, gobernarían codo con codo esta nueva frontera: los islamistas suministrarían a los tuareg el músculo necesario a cambio de poder implantar la ley islámica en los territorios de Azawad.
Sin embargo, al cabo de varios meses co-gobernando las ciudades norteñas de Timbuktu, Kidal y Gao, los yihadistas se volvieron contra sus aliados seculares, arrebatando el poder al MNLA y estableciendo sus propios semicompetitivos emiratos a lo largo de unas fronteras eminentemente étnicas. Ansar Dine se apoderó de Timbuktu, prohibiendo toda clase de música en esta ciudad con gran tradición musical, mientras que Gao, la mayor ciudad del norte, fue ocupado por el MUYAO, un grupo yihadista local con fuerte presencia de comandantes árabes, que no tardó en dejar su huella en el lugar cortando las manos a los pequeños ladrones.
En la comunidad internacional, nadie movió un dedo hasta que pareció que los islamistas podrían expandirse más allá del norte y ocupar todo Malí. Finalmente, el gobierno de Francia -del que Malí fue colonia hasta 1960– ordenó ataques aéreos contra los yihadistas. Los primeros bombardeos se dieron el 12 de enero de 2013, teniendo como objetivos lugares estratégicos como la oficina de aduanas de Gao, una importante base islamista en el centro de la ciudad, mostrando de paso el poder de la armée de l’air. Los pilotos franceses prepararon el terreno para las tropas terrestres, que rápidamente recuperaron Gao y Timbuktu e hicieron huir a los yihadistas a las áridas montañas del extremo norte. Aquellos que se quedaron atrás se mezclaron con la población local; esperando, como algunos sospechaban, preparar una contraofensiva de guerrillas.
De camino a Gao la situación parecía en calma, con los franceses disfrutando con su papel de libertadores. Todo parecía sencillo, quizá demasiado, y los oficiales franceses del convoy desdeñaron mis preguntas acerca de una naciente insurgencia. “Esto no es Afganistán”, dijo un capitán. ”La gente de aquí nos quiere. ¿Ves cómo nos saludan cuando pasamos?”
Poco después de esta conversación, el convoy hizo una parada inesperada para pasar la noche. Los exploradores franceses habían encontrado dos explosivos improvisados colocados no mucho antes en el camino delante de nosotros, una táctica insurgente con la que las tropas occidentales están familiarizadas por sus largas y sangrientas campañas contra enemigos invisibles en Oriente Medio.
Los explosivos deberían estar desactivados para la primera luz de la mañana, así que hicimos noche en una base, un fuerte francés de ladrillos de barro, arrullados por el rumor de los motores de los vehículos acorazados; era casi como si Malí fuese aún una colonia francesa. Mientras nos instalábamos bajo un cielo tachonado de estrellas, un joven oficial de la Legión Extranjera se acercó a nuestra hoguera para charlar con nosotros. Estaba contento: sus hombres habían capturado a un insurgente en el desierto cercano y le habían llevado al fuerte atado como si fuera una oveja en la parte trasera de un Land Cruiser. “Son cobardes, esos yihadistas”, dijo. “Cuando los cogemos lloran como niños. No son guerreros, como los talibán. Cuando cogemos a uno, mis hombres le sujetan y me meo en él”.
Soldados franceses se despliegan desde sus vehículos blindados preparándose para irrumpir en el mercado de Gao.
Llegamos a Gao varios días después. Aunque los yihadistas habían sido expulsados de la ciudad, la adusta heráldica de su dominio aún era visible. Cartelones negros con la bandera de Al Qaeda recibieron a nuestro convoy a las puertas de la ciudad. BIENVENIDOS AL ESTADO ISLÁMICO DE GAO, decían en francés los letreros, en gallardas letras blancas. El emir de Gao y líder espiritual del MUYAO, Abelhakim al-Sahrawi, amaba los letreros. PONTE HIYAB, rogaban en cada rotonda, OBEDECE LA SHARIA, LUCHA CONTRA LOS KUFFAR. Aquí, a diferencia de Timbuktu, nunca ha habido muchos músicos, pero los islamistas prohibieron sus melodías y armonías de todos modos.
Al día siguiente, en la Place de Shariah, una polvorienta plaza de armas que pasa por ser la plaza mayor de Gao, un grupo de hombres del lugar me llevó a ver los montículos de cenizas grises y negras desperdigadas en la arena. Ahí era donde los islamistas había quemado los CDs, tarjetas SIM, televisores y todos los cigarrillos de la gente del pueblo, me contaron unos transeúntes. Unos lugareños me condujeron hasta una columna de cemento que mostraba cortes de machete y restos de sangre. “Y aquí es donde cortaban las manos”, me explicaron los hombres. “Nosotros mismos lo vimos”. A un chico pequeño le habían obligado a ponerse en cuclillas, con los brazos estirados detrás de él alrededor de la columna. Los hombres imitaron con sus manos y brazos los cortes con el machete. Primero la mano derecha, cortada, y luego la izquierda, cortada. Les pregunté cómo se sintieron después de presenciar eso. Se encogieron de hombros. “No eran buenos chicos, las víctimas”, dijo uno. “Solo eran ladrones. Todos eran malos chicos”.
No me sorprendía que algunos ciudadanos hubieran recibido bien a los islamistas. El MNLA había resultado ser un mal vencedor, dejando secos los bares, violando a mujeres y niños y saqueando casas y comercios. Cuando en junio del año pasado los ciudadanos de Gao se reunieron en las calles para protestar contra la dominación tuareg, el MNLA abrió fuego contra la manifestación. Los yihadistas dieron su golpe de estado contra sus aliados seculares el mismo día, capturando la ciudad en cuestión de horas y restaurando el orden, aunque uno que no admitía compromisos. Al menos estaban mejor que con el MNLA, me dijo la gente en las calles. Se acabaron las violaciones y los robos, y los negocios iban bien. Y si eras apaleado por fumar un cigarillo, bueno, el tabaco es malo para la salud, ¿no?
A su propia brutal manera, el MUYAO trató de ser tan humano como fuese posible en su compulsión amputadora. “No somos crueles”, le había dicho Abdelhakim, el líder del MUYAO, al único cirujano de la ciudad, el doctor Abdelaziz Maiga, en una extraña reunión en su despacho en el hospital. Allí fue donde entrevisté un día al doctor. “No queremos matar a nadie, Dios no lo permita”, le había dicho Abdelhakim. “Solo hemos de hacer cumplir la ley de Dios”. Así que se le ocurrió una solución: ¿podría el cirujano cortarles las manos, con anestesia, de la forma más limpia y quirúrgica posible? Abdelaziz pensó en ello pero declinó cortésmente hacerlo. “Como desee”, le dijo Abdelhakim encogiéndose de hombros mientras se levantaba de la silla y salía del despacho. Telefoneó a Abdelaziz unos días más tarde desde una aldea cercana, su voz henchida de orgullo. “Está bien”, le dijo. “Ya no le necesitamos, hemos encontrado una solución. En cuanto les cortamos las manos, sumergimos sus muñones en aceite hirviendo para cauterizar la herida. Funciona muy bien, lo hemos probado con tres ladrones”.
Al día siguiente, una patrulla ciudadana leal al gobierno maliense, los Patrulleros de Gao, me llevaron a una guardería llena de las municiones que habían encontrado en casas francas. Mientras fuera los niños se balanceaban en los columpios, los Patrulleros abrieron varios polvorientos cajones con misiles rusos para que pudiera inspeccionarlos. “Estos los hemos encontrado esta misma mañana en una casa franca terrorista a la vuelta de la esquina”, dijo su comandante. “Cada día encontramos algo nuevo: rifles, munición, explosivos”.
Estaba claro que los yihadistas habían estado dejando suministros para defender Gao, o para recapturarla de las manos francesas. Para evitar esto, los militares malienses, junto con sus aliados nigerianos, habían levantado un cerco de hierro alrededor de la ciudad, con puntos de control en cada entrada para registrar minuciosamente a los lugareños y sus coches y comprobar sus papeles. Para los insurgentes sería un tarea imposible introducir armas en Gao con vistas a cualquier posible inminente levantamiento. Sin embargo, las armas almacenadas que encontramos sugerían que no necesitaban introducirlas. Como los militares estaban poco a poco descubriendo, los recintos de altos muros y casas abandonadas de Gao estaban llenos de armas, esperando ser cogidas por infiltrados o lugareños y empleadas contra los ocupantes franceses.
Tropas francesas se retiran del mercado antes de que los helicópteros acaben con los últimos yihadistas supervivientes.
Al cabo de una semana dejé Gao para editar una película en el confort de la capital, Bamako, al otro lado del país, todavía no afectado por la guerra. Por una cuestión de suerte, justo el día en que llegué a Bamako los rebeldes atacaron Gao con fuerza. El puñado de periodistas que quedaba allí informó de que muyahidines vestidos de negro habían atacado el centro de la ciudad, ocupando la comisaría de policía y disparando desde los tejados a los soldados malienses en las calles. Helicópteros franceses sobrevolaron la ciudad disparando cohetes a la comisaría controlada por los rebeldes hasta que cesaron los combates. Después, varias horas después de iniciar el ataque, los yihadistas volvieron a esconderse en los campos.
Una semana más tarde me puse en camino de nuevo hacia Gao con otro convoy francés, esta vez con una infantería de vehículos armados aterradoramente equipada; señal de que sus generales esperaban encontrar problemas. Desde la vasta base en el aeropuerto a las afueras de Gao, el centro neurálgico de la campaña de Francia en Malí, los franceses ejercían su control de la ciudad y las áreas circundantes. Habían instaurado un bloqueo en la única carretera del sur, o al menos en cualquier franja por la que tuvieran que circular. El ataque había demostrado lo que los oficiales franceses ya deberíanhaberse temido: todo el campo y el desierto que rodea Gao y el resto del norte de Malí seguía ocupado por los insurgentes. Los lugareños conocían bien el país, explicó un sargento francés durante el viaje de regreso. Por la noche se escondían y colocaban nuevos artefactos explosivos improvisados a lo largo del camino. Por el día estudiaban los movimientos de los convoys franceses, analizando sus fuerzas y debilidades.
“Este sitio es como Afganistán”, dijo el sargento mientras, con gesto preocupado, señalaba con su cigarrilo hacia el desierto. “La única diferencia es que aquí hay menos montañas”. Un periodista maliense que había tenido contacto con los rebeldes se mostró de acuerdo, aunque de forma más ominosa. “Vosotros, los franceses, los periodistas, cuando conducís por Gao y atraveséis las aldeas, no véis al MUYO. Pero el MUYAO os ve a vosotros. Tu comprends?”
Con los franceses apiñados en el aeropuerto de Gao, la responsabilidad de acabar con las células durmientes dek MUYAO recayó en el ejército maliense. La idea parecía buena, en teoría: ponerle un rostro maliense a la guerra permitiría a las variopintas fuerzas locales obtener una experiencia en contrainsurgencia vital cuando –o si se daba el caso– los franceses finalmente se retiraran, haciendo que la intervención no pareciera tanto una ocupación al estilo de Irak. En la práctica, el concepto no funcionó tan bien. Las fuerzas de Malí las integran casi en su totalidad personas procedentes de las tribus del sur del país, como probaban sus bolsas llenas de amuletos mágicos y fetiches juju. Su conocimiento de la población y política de Gao era casi nula, y cuando volví a la ciudad descubrí que sus intentos de proveer de seguridad consistían casi exclusivamente en detener a tuaregs sospechosos por caminar demasiado cerca de instalaciones militares o del único hotel en funcionamiento.
“Con el MIYAO al menos no teníamos todos esos controles y registros”, me dijo un tendero bajo la sombra del toldo de su comercio. A pesar del ataque la semana anterior, todo parecía haber recobrado la normalidad. “Buscarían armas, seguro, pero no te miraban los papeles ni te retenían durante horas por ninguna razón. Y el negocio iba bien”. Le dije que expusto así no parecía tan mal. “No lo era. ¿Qué puedo decir? El MIYAO estaba bien”.
Días después entrevisté a una víctima de una amputación punitiva en la Place de Shariah, intentando averiguar el motivo de su mutilación mientras él se andaba con rodeos y evasivas, ofreciéndome dudosas, contradictorias historias lacrimógenas que giraban en torno a ser un pequeño delincuente al que cogieron robando en una tienda. A media historia, un bien vestido hombre de negocios local se plantó delante y empezó a reprender a mi entrevistado. “Hijo de puta, maldito ladrón”, le gritó. “Si no fueras un condenado ladrón no te habrían cortado una mano. ¡Eso es lo que pasa! No te creas que porque te falta una mano no te voy a pegar una paliza, basura”.
Soldados franceses toman posiciones en la Place de Shariah de Gao, donde el MUYAO llevaba a cabo sus amputaciones punitivas.
E
n el transcurso de la siguiente semana trabajé de cerca con las patrullas vecinales malienses localizando y fotografiando talleres de fabricación de bombas en casas abandonadas del centro de la ciudad. La escala de las capturas diarias era aterradora: paquetes sellados de cargas de propergol de fabricación rusa y enormes artefactos fabricados con bombonas de gas llenas de explosivos militares, cada uno de ellos capaz de mandar a un vehículo francés levemente acorazado a dar vueltas por el aire. Pero lo más preocupante era que los malienses, sabedores de la ubicación de estas bombas, habían rehusado decírselo al ejército francés, y que los franceses, cuando finalmente recibían alguna alerta, carecían de capacidad para desactivarlas. Todos los equipos franceses de desactivación estaban en las montañas del extremo norte, intentando capturar a Al Qaeda en su último reducto maliense en el Magreb islámico, dejando a las tropas de Gao sin posibilidad de retirar los explosivos.
Unas noches más tarde, alrededor de la media noche me despertó el sordo retumbar de explosiones en las proximidades. A unas cuantas millas de Gao, al lado de los márgenes del perezoso río Níger, se encuentran las aldeas de Kadji y Bourem, ambas bastiones islamistas que las tropas francesas aún no habían asegurado. Cubierto por el manto de oscuridad y moviéndose silenciosamente en tradicionales piraguas de pesca, un comando yihadista se había deslizado río abajo desde Kadji, esquivado los puntos de control situados en cada entrada por suelo firme a Gao y llegado sin ser detectado al centro de la ciudad. Terroristas suicidas se habían inmolado en los edificios principales, el ayuntamiento y los juzgados. Sus camaradas supervivientes se apresuraron a fortificar sus posiciones anticipando los duros combates que se avecinaban. Los malienses acordonaron el centro de la ciudad y esperaron a que con la luz del día comenzara la batalla. Era como si todos tuvieran idéntica premonición de que aquellos serían los más duros combates en Gao desde que empezara la guerra.
Tras un sueño irregular y un apresurado desayuno a base de Nescafé y cigarrillos, me metí de un salto en una camioneta maliense abarrotada de nerviosos soldados y nos dirigimos al centro, en dirección al rugir de los disparos. la situación era confusa: los malienses sabían que las fuerzas del MUYAO estaban de nuevo en la ciudad, pero no sabían dónde estaban escondidas ni cuántos les estaban esperando. Disparos de francotiradores ocultos silbaban en todas direcciones, y finalmente el comandante en jefe decidió utilizar un viejo vehículo acorazado para derribar las puertas del juzgado mientras soldados y gendarmes se protegían en su parte posterior. Las puertas metálicas se derrumbaron con el impacto y la ametralladora del vehículo barrió el patio a balazos buscando provocar una respuesta. Inmediatamente empezaron a llovernos balas y corrimos en busca de refugio.
El comandante ordenó a un equipo que entrara en una oficina de correos en el lado opuesto a los juzgados para limpiar el edificio de posibles francotiradores, con lo cual dispondrían de una posición justo enfrente de los yihadistas. Seguí a cinco soldados al interior del edificio y escaleras arriba, el sudor goteando de sus rostros nerviosos. Abrieron las puertas a disparos y rociaron con balas las habitaciones una por una, dándose cuenta con una mezcla de alivio y decepción de que el edificio estaba vacío. “Arriba, en el tejado”, dijo uno de los soldados. Nos apresuramos a subir las escaleras, irrumpimos en el tejado e hicimos señas con la mano a los soldados malienses en la calle para mostrarles que no éramos enemigos. Ellos respondieron disparándonos ráfagas de ametralladora antes de darse cuenta de que éramos de los suyos.
Un muchacho yihadista muerto en batalla por un soldado francés.
Gateamos hasta ponernos en posición en el tejado y los malienses comenzaron a disparar salvajes ráfagas de kalashnikov al azar en la dirección general de los yihadistas que disparaban hacia nosotros de manera intermitente, confiando en acabar con ellos antes de que empezara el gran asalto. Durante una media hora, las tropas malienses machacaron el edificio del juzgado con granadas y ametralladoras en una muestra de poder de fuego más notable por su entusiasmo que por su precisión. Los yihadistas respondieron con disparos cuidadosamente dirigidos. En inferioridad tanto en número como en cantidad de armas, eran no obstante mucho más disciplinados que los aliados malienses de los franceses.
Un cabo con sobrepeso se nos unió en el tejado, su trasero colgando fuera de sus pantalones, y se puso al mando. Los malienses, al parecer, carecen de radios. En su lugar, el cabo charló amistosamente con su oficial jefe mediante su teléfono móvil sin dejar de disparar con la mano libre su kalashnikov hacia los juzgados. Tras una breve pausa para fumar un cigarrillo puntuada por el constante rat-a-tat del combate urbano y los gritos de júbilo de los malienses que manejaban la ametralladora, visiblemente emborrachados de guerra, bajamos con estrépito las escaleras de regreso a la calle para aproximarnos a los juzgados. El cabo tenía un plan, y el comandante le iba a escuchar quisiera o no. “¿Dónde está el comandante?”, gritó el cabo, casi al borde de las lágrimas por la adrenalina y la frustración. “¿Dónde cojones se ha ido ahora?” Cuando le encontramos no lejos de allí, el cabo agarró a su superior por el brazo y le gritó que necesitaban derribar los muros de los juzgados con vehículos blindados antes de irrumpir en masa. “Antes necesito permiso”, dijo el comandante con tono de disculpa, y en respuesta recibió un gemido angustiado y un torrente de maldiciones por parte del cabo. El permiso para avanzar se hizo innecesario casi de inmediato; la bala de un yihadista le alcanzó al comandante en una pierna. Mientras él se quedaba gritando tirado sobre el polvo, el cabo ordenó a todo el mundo que devolvieran el fuego con todo lo que tuvieran.
Corrí hacia el muro bajo que separaba la calle –donde estaban situados los soldados malienses– de los yihadistas en el jardín de los juzgados. Una docena de hombres se turnaban vaciando sus cargadores por encima del muro una vez tras otra: no le acertaban a nada, pero daba buena imagen y se lo pasaban bien. Un vehículo blindado rodó hacia la posición de los yihadistas y nosotros salimos disparados unos 45 metros calle abajo para recargar y esperar que se abriera la brecha. Balas yihadistas nos pasaron silbando por encima una vez más mientras los malienses lanzaban otra tormenta de fuego de rifle y ametralladora, a veces de pie, expuestos en la calle.
El vehículo blindado derribó el muro y retrocedió, las balas de ametralladora arrancando su delgado blindaje. El saludo de las balas amainó de repente, al menos desde nuestro lado: los yihadistas seguían tratando de que los malienses mantuvieran las cabezas gachas mientras estos se lanzaban cigarrillos entre ellos y rebuscaban en sus bolsillos cartuchos de reserva, discutiendo acerca de qué hacer a continuación. El desordenado plan consistía en irrumpir en el patio, pero abandonaron su misión tras hacerles dudar los disparos de los yihadstas varias veces. Tras cuatro horas de combate, el ejército maliense se quedó sin munición. No habían conseguido nada. Era el momento de que los franceses acudieran al rescate.
Vehículos blindados de combate de la 92º infantería llegaron retumbando hasta nuestra posición en una asombrosa demostración del poder de fuego francés. Cubriéndonos detrás de ellos, avanzamos lentamente calle abajo hasta el muro trasero del edificio de los juzgados, colindante con el una vez pintoresco mercado de Gao. Las puertas traseras se abrieron con un persistente bip-bip-bip y soldados franceses de infantería saltaron de sus vientres de acero con aire acondicionado, rociando a los islamistas con ráfagas cortas de fusil, fuego de cañones y cohetes mientras los malienses se relajaban detrás del murete para presenciar el espectáculo.
Yo había venido a Gao con estos hombres, tipos bajos y fornidos del campo del sudeste de Francia que hablaban constantemente de comida y guardaban pelotas de rugby en los huecos de sus vehículos acorazados. Ahora los estaba siguiendo por las callejuelas del mercado para acabar el trabajo con que los malienses no habían podido. Agrupándose bajo las arcadas, disparando ráfagas al interior a través de las ventanas abiertas, avanzaron a través del desierto mercado. Un enorme cabo de origen polinesio aplicó el ojo en la mira de infrarrojos de su fusil y registró uno de los callejones mientras yo oteaba por encima de su hombro. Un yihadista saltó desde detrás de uno de los tenderetes, a menos de diez metros, y nos apuntó con su arma. El cabo lo abatió de un solo disparo. Durante diez minutos, mientras otros equipos franceses limpiaban el centro de la ciudad de yihadistas supervivientes, vimos a la víctima del cabo gorgotear en el polvo, bajo el sol ardiente, antes de ser rematado con un tiro de gracia. Este yihadista muerto era un chico, puede que de 15 años, demasiado joven incluso para tener barba. Pero era él o nosotros. Conocía los riesgos. Tal vez quisiera morir como un mártir. Si era eso, lo consiguió.
La pierna de un terrorista suicida; un perro la arrastró hasta el centro de la calle.
T
Al día siguiente, con los yihadistas de nuevo derrotados y los soldados y policía franceses y malienses yendo de un lado a otro contando los muertos, me fui por mi cuenta a buscar el cadáver del chico que había visto morir el día anterior. Lo encontré donde lo habíamos dejado, en las ruinas del mercado. Su rostro era joven e inocente. Tenía negra sangre coagulada y polvo alrededor de los labios. Los pájaros piaban pacíficamente en los árboles cercanos, las hojas crujiendo movidas por la suave brisa. Moscas iridiscentes, brillantes como joyas de colores verde y oro, caminaban por su cara.
Me senté en el suelo cerca de él y me quedé mirando un rato. No sé cuánto tiempo. Finalmente llegó el jefe de policía, caminando con zancadas largas, en compañía de su séquito. Un hombre alto con chándal del equipo de fútbol del Chelsea le hizo una foto al muchacho con una cámara barata y dijo, “Con este son tres en el mercado, trece en total”. El jefe de policía gruñó en desacuerdo. “Hay más cuerpos en la parte de atrás”, me dijo un policía. “Non, merci”, dije. “Creo que ya he tenido bastantes por ahora”. Una docena de yihadistas, algunos de ellos niños, habían mantenido a raya a cientos de soldados malienses un día entero hasta que los franceses tuvieron que intervenir. El centro de la ciudad era una humeante ruina. A pesar de todo lo que dicen los políticos en Francia acerca de un rápido final de la campaña en Malí, a mí me parece improbable que los franceses se vayan a ir pronto a casa.
Ver: Zona Cero – Malí
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