Música

Amós Piñeros: Retrato del ‘mesías’ de una Bogotá esquizofrénica

“Esta es la canción de la nada
de lo incierto y misterioso copulando.
Esta es la canción de la llama
de la ceniza y el escombro de lo que había.
Ausencia en presencia.
Total y parcial.
Clemencia implacable
burlona caridad.
Desesperada paciencia
dulce hiel humanidad bestial.
El amor y el mal
contradicción estructural.
Lo que no existe también es real”.

*Ultrágeno – ‘Nulo’.

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Es jueves 27 de agosto y son, pasadas, las 10 de la mañana. Amós Piñeros, entre silente y fúrico está casi recostado sobre la pared de una sala de ensayo en el norte de la ciudad. No habla pero teclea con cierto afán en la pantalla de su celular. Atrás quedaron los días en los que tenía 20 años, el pelo largo y trenzado y la pinta a lo Zack de la Rocha en Rage Against The Machine. Hoy lleva el pelo corto invadido de canas, tiene una camisa de jean y una vieja camiseta blanca con dos serpientes entrelazadas y de miradas opuestas que hacen parte del logo de Catedral, su primera banda de rock.

Este disperso y caótico personaje que está frente a mí es uno de los ejemplares más absurdos, en el mejor sentido de la palabra, que ha parido la Bogotá rockera de los noventa. Su participación, aunque intermitente en la escena, nunca fue tan necesaria y definitiva como en ese entonces, hace 20 años y quizá también, como hoy en día.

Ultrágeno, su banda; la ‘razafuria’, su séquito de seguidores; la ciudad en guerra y el agobio, su inspiración.

De él ya se ha hablado mucho, algunos lo reconocen en la calle, otros lo entrevistan cada tanto, cada Rock al Parque, cada aniversario de algo, cada fecha que represente una efeméride. Y sin embargo le pregunto yo: ¿Quién es Amós Piñeros, de dónde viene, quién es su familia?

Espera un poco. Pide candela, prende un cigarrillo con toda la calma. Inspira, bota el humo.

Nació en 1976 en Tenjo, arranca contando. Su madre es una española que llegó a Colombia huyendo del franquismo en el 74. Su padre es un colombiano que estudió joyería en Europa y que ahora es un gran joyero. Dice también que no lo llevaron al colegio sino hasta los 10 años; que su mamá se dedicó a la numerología, a la astrología, a un montón de cosas metafísicas; que fue muy cercana a todo el tema naturista y el vegetarianismo; que le enseñaron a leer y escribir en la casa; que no lo vacunaron, que le curaron todos los males con hierbas. Recuerda que se fue a Barcelona muy pequeño y luego llegó al campo boyacense a vivir una niñez silvestre, como si de Tom Sawyer cazando sapos y robando yeguas en el monte se tratara.

Dice, con sonrisa tímida en la cara, que sus papás eran un poco volados y al ser hijo único, le tocó ser un poco adulto desde niño. Ese era él antes de convertirse en una de las figuras vivas más memorables de la música de esta patria dolida, de esta historia nacional ensangrentada, de esos años 90 en guerra que le tocó vivir en carne propia.

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Ese que se está tomando un tinto en un vaso de icopor en una cafetería cualquiera de la carrera 15 con 86, sentado en una silla de metal es Amós Piñeros, vocalista y violinista de Ultrágeno desde hace ya 20 años, pero antes de eso, según él, lo lógico era ser un rockstar de la guitarra, pues de niño le habían regalado una que trajo de España, “pero en ese entonces no había profesor de guitarra en Tunja, sino que había profesora de violín: doña Olga Chamorro”, comenta. Y agrega que “mi indisciplina me hizo no ser un instrumentista prolijo en tocar violín, guitarra, piano, batería y todo lo que me hubiera gustado tocar, pero me pasó un poco eso, que llegué a tocar violín y llegué a meterme de cabeza en la música clásica porque el destino lo puso así”. De niño, recuerda él, era vándalo, contestón, medio conspirador y solapadito.

Antes de afinar su violín para tocar ‘La inconvenientemente’, lo hizo para interpretar alguna de Bach; antes de tocar la intro de ‘Drulos’, tocaba la intro de alguna de Wagner; antes de siquiera pensar en cómo arrancar ‘Nulo’, tuvo que arriesgarse con Bartók. Pero incluso antes de todo eso, la banda sonora de su casa se debatía entre bambucos y folclores colombianos cortesía de su abuelo folclorólogo, y el rocksito sesentero de Joe Cocker, Crosby, Stills, Nash & Young, Janis Joplin, Led Zeppelin, Supertramp o Jethro Tull, cortesía de sus papás.

Pasó del folclor y el rock sesentero a la música clásica. Luego, en el bus del colegio y en el barrio, conoció el rock en español, la Technotronica y el metal. Los domingos entre las ocho de la noche y las dos de la mañana se escondía entre las cobijas de su cama con la luz apagada para instruírse en el mundo de los sonidos extremos sintonizando en la radio El Expreso del Rock y Metal en estéreo. Ese jovencito amante de los ritmos pesados es el mismo que Nathalie Bonilla, mujer poco expresiva y su pareja, define como “una persona muy amorosa, un compañero de vida, un partner“.

Después de llenarse de conocimiento gracias a la radio y su parche de amigos vendrían la calle y los bares como TBG, Transilvania y Membrana donde se sentía el underground creciente en la capital. Vendría también pasar de King Diamond al sonido de Manchester, de la ola inglesa alternativa al Industrial, a Einstürzende Neubauten, Front Line Assembly, Ministry, Atari Teenage Riot y luego al grunge, a Nirvana, Soundgarden, Alice In Chains. Una adolescencia donde había lugar a todo sin poner atención a los purismos, y en la cual sus primeros ejemplos vocales fueron Dinosaur Jr, Primus, Mother Love Bone, Pearl Jam y otros cuantos de los mencionados antes. De todo eso surgió Catedral y luego, junto con Biohazard, Fugazi, Agnostic Front y Rage Against The Machine como influencias, empezaría Ultrageno.


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Ese que evita mirar el celular para controlar sus ocupaciones de señor adulto, que se distrae momentáneamente al observar la gente en la calle, que sigue sentado en una silla de metal a las afueras de una cafetería cualquiera en la carrera 15 con 86, es Amós Piñeros, el mismo que saliendo del colegio un día de mayo en 1989, resultó damnificado de la bomba que Pablo Escobar le puso en la carrera 7ma con 56 al General y director del DAS Miguel Maza Márquez.

Y entonces yo, que he sentido que su música es un reflejo de un país violento, le pregunto: cuándo empezó a ser consciente de que vivía en un país en guerra. Y entonces él, que no titubea, me responde que el asesinato de Lara Bonilla y la toma del Palacio de Justicia lo hicieron aterrizar respecto a esa idea. “Eso, más que sembrar el miedo, lo que hizo fue homeopatizar el pánico a estar inmerso en la violencia”, dice mientras agrega que con el tiempo se fue volviendo común y normal el hecho de ver noticias de sicarios, bombas y atentados.

Lo dice él, que aún tiene esquirlas y cristales dentro del cuerpo y que entre los 12 y los 14 años vivió la guerra en Chapinero, su barrio, donde a diario ponían dos o tres bombas.

Era la Bogotá en momentos de guerra y él un adolescente perceptivo, con una banda cuya sonoridad había construído una sensación cotidiana de impotencia, de opresión, de agobio irreparable, de estar fuera de control, de no tener ninguna herramienta para poner en orden la situación. “Ese sentimiento de no poder definir nada y solo poder gritar las cosas cuando pasan porque uno no puede intervenir en ellas, eso fue lo que me llevó a buscar ese sonido y lo que me llevó a escribir esas letras”, rememora. Como quien mientras habla se devuelve a sus andanzas de hace 20 años, y agrega que “las letras eran un poco un fenómeno terapéutico y a la vez un fenómeno de construcción de identidad colectiva”.

Y lo eran.
Y lo son.

El concepto de la ‘razafuria’, ese séquito de seguidores de Ultrágeno, llegó a la cabeza de Amós justamente como el nombre de la banda, en medio de la época en la que descubrió y empezó a experimentar con sustancias. Fue, en ambos casos, durante un estado de vigilia, el momento en el que se le ocurrieron esos dos “impulsos mesiánicos”, como los define él. Por un lado, el mito detrás del gas verde que se expande en la consciencia de la gente o en la consciencia de un colectivo intangible que es la ‘razafuria’.

Para él, “a través de este estado catártico que produce Ultrágeno, que es un gas que transforma conciencias, podemos de alguna manera transmutar nuestra capacidad de matar en capacidad de amar y nuestra furia en constructividad”. Por otro lado, igual de mesiánico fue el intento de lanzar una bola de nieve con el concepto de ‘razafuria’, uno que terminaría por abrazar y darle sentido e identidad a la generación que estaba ahí, en los toques, en la escena, en el underground, en la ciudad. “Yo creo que la gente estaba deseosa de ser la ‘razafuria’ antes de que alguien les dijera que lo eran”, piensa Amós.

Eso en cuanto al sonido desenfrenado de una ciudad esquizofrénica, gris, reventada, pero por otro lado estaban las letras tan de la generación beat como un William Burroughs, tan dramáticas y sórdidas como las de un Allan Poe, tan descarnadas y malditas. Tan caóticas. “Era una época en la que abandoné las lecturas más clásicas, un poco infantiles, un poco adolescentes y de aventuras y empecé a leer mucho más de poeta maldito. Empecé a leer a Rimbaud, a Lovecraft, me metí mucho de cabeza en Los mitos de los Cthulhu”, recuerda mientras el sonido de un tráfico ensordecedor se interpone entre nosotros.

“¿Entonces qué? Sagrado corazón”, grita él en ‘En vos confío’, “Divino niño ven; guíame”, dice él en ‘Divino niño’, y mientras tanto, “Espero a Dios como golosina”, se le lee a Rimbaud. Y entonces Amós cantando “Todos los espejos me quieren matar. Ya ni mi reflejo puedo soportar. Se quebranta mi fe pero a ella me aferro. Ataca mi sexo y mi voluntad. Ya no sé cuales son mis pensamientos. Esa vocecita que no puedo callar”, en ‘La vocecita’; y entonces Lovecraft diciendo en Through the Gates of the Silver Key: “Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad, pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad”.

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Ese que está aquí un poco preocupado, un poco cagado del susto porque le toca repasar las letras y ponerse en forma en el violín, ese que lleva 10 años fuera de los escenarios, ese que en menos de dos semana se va a reencontrar con su público, pero que hoy está sentado en esa silla de metal a las afueras de una cafetería cualquiera en la carrera 15 con 86, ese es Amós Piñeros. El mismo que hace 20 años se levantaba temprano y trasnochaba mucho, el que estudiaba Comunicación Social en la Javeriana, que aparte tenía sus bandas, sus ensayos, daba clases de joyería y se enfarraba cada que podía. Ese mismo que hacía trabajos prendido de la borrachera y repetía rutina en un círculo intenso y agitado.

Foto por Pablo David G. | Noisey Colombia

Ese que está en frente mío, que ahora da clases de conexiones de audio y flujo de señal en SAE Institute, tiene una empresa y un estudio de grabación, hace 20 años en un fin de semana cualquiera, con su su vida “en un frasco en su puño”, como dice en ‘Pálpito’, podría fácilmente estar ’empepado’ en Matatigres en una fiesta electrónica después de haber las primeras drogas de diseño que llegaban a la capital y media botella de brandy y luego, a partir de su experiencia y de su estado de enajenación y locura, podría ser capaz de escribir aquella canción que retrata esa rudeza de ese estado de inconsciencia, ese delirio de persecución, ese fantasma del miedo.

Ese que hace 20 años andaba entre el hardcore techno y drum’n’bass en una noche y en la siguiente estaba en la tarima entre el punk y el industrial con su banda, ese es Amós Piñeros, el de las noches largas en dos vertientes del underground capitalino. “Un personaje muy auténtico que siempre ha buscado ser muy sincero en su música y en lo que es. Dentro de las muchas personas de la música pensada, es alguien muy dulce”, dice Lola, una de sus personas más cercana en las fiestas noventeras y colega ingeniera de sonido a lo largo del tiempo.

El mismo al que no dejaron tocar en el Rock al Parque del 99, al que le robaban la billetera en los toques, al que se le iba la luz en pleno concierto. Ese mismo que hoy se obliga a recordar sus letras en los ensayos, que admite que con la cantidad de neuronas que ha matado tiene que ejercitar la memoria y recordar la posición de sus dedos en el violín a dos semanas de su regreso a las tarimas. Ese es Amós Piñeros, el ecléctico, el que pasó del folclor y la música clásica al rock, a la música alternativa, al industrial, al punk, a la electrónica, a los experimentos sonoros que describen a la perfección esta Bogotá, con ese caos que nunca se ausenta, con esta misma incertidumbre de siempre, con esa carencia e impotencia, pero, como afirma él mismo “con el potencial de poder reunir gente y hacer un ritual de fe puro, impío, pagano, nuestro, empoderante”.

Ese que le dio nombre a una ‘razafuria’ que estaba ansiosa de serlo y representarlo es Amós Piñeros, el que se para de esta silla de metal, en esta cafetería cualquiera en la carrera 15 con 86. Este es el ‘mesías’ de una Bogotá esquizofrénica.