Las ciudades están concebidas, generalmente, como espacios creados por y para la actividad humana. Lugares de idas y venidas diseñados en torno a la vivienda, el trabajo, el ocio y en último plano, los cuidados. Salvo algunas excepciones, en nuestra mente urbanita hay poco espacio para los animales más allá de los perros y gatos que nos hacen compañía, algún pájaro más o menos exótico, los mosquitos en verano y las cucarachas y ratas del metro que nos afanamos en exterminar.
Inconscientemente, borramos toda forma de vida no antropomórfica de nuestro horizonte: nos olvidamos incluso de los animales muertos que llenan las estanterías de los supermercados, pues como explica la investigadora estadounidense Carol J. Adams, a través de la “estructura del referente ausente” hemos conseguido que cuando troceamos un filete, bebemos leche o freímos un huevo no concibamos a un animal concreto, sino un mero alimento disponible a cambio de dinero.
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Así, es fácil comprender por qué nos provoca entre gracia e ilusión ver imágenes de jabalíes cruzando las calles de Barcelona, pavos reales paseando por Madrid y focas tomando el sol en San Sebastián. “Qué mágica es la naturaleza, con qué fuerza se abre paso en medio del alquitrán, al final resultará que el virus éramos nosotros”, decían algunos después de ver los vídeos de animalillos en Twitter, seguros de que estábamos antes el inicio de una reconquista ecologista o algo por el estilo, el principio de una rebelión animal en la metrópolis.
Pero igual que Javier Cárdenas admirando lo extraordinario de la naturaleza en el gorjeo de las palomas en la plaza de un pueblo, también nosotros somos incapaces de entender que las imágenes de jabalíes, focas y pavos no son una novedad, ni una anomalía causada por el confinamiento humano: esos animales siempre han estado ahí, pero antes del Covid-19 estábamos menos aburridos.
“La manera como interpretamos a un jabalí en una calle de Barcelona dice más de nosotras que del hecho en sí”
“Muchas de estas especies conviven ya con humanos (pavos reales, gaviotas, palomas, mirlos y no digamos invasoras como cotorras), aunque suelen mantenerse en zonas periurbanas o en parques, es la ausencia o disminución del número de personas las anima a internarse por calles y plazas”, explica José Luis Viejo Montesinos, Catedrático de Zoología de la Universidad Autónoma de Madrid, que no cree que estemos ante una situación excepcional, “los jabalíes son prolíficos y oportunistas, y apenas tienen depredadores (salvo, si acaso los humanos), y encuentran mucho alimento en nuestros vertederos, basuras, almacenes, cultivos, etc. No hace falta llegar al confinamiento para verlos en las grandes ciudades. Hay tantos en la periferia que a veces se internan por la calles”.
En esto coincide con Fernando González Sitges, director ejecutivo de la Fundación Bioparc, que cree que estamos más bien ante un problema de falta atención por parte de quienes habitamos los espacios urbanos, “lo primero que sorprende es el poco conocimiento que tienen los habitantes de las ciudades de la fauna que les rodea. Antes de la crisis los pavos estaban en los parques, los zorros y jabalíes entraban por las noches a buscar las basuras o los jardines en la periferia de las ciudades, los halcones y cernícalos anidaban en los grandes edificios urbanos… Pero el urbanita nunca se había fijado en ellos. Demasiada prisa para fijarse en la vida que te rodea”.
Por mucho que las imágenes que nos llegan nos hagan pensar en el capítulo de Los Simpson donde los delfines conquistan la tierra o en las escenas postapocalípticas de Doce monos, estamos lejos una alianza animal interespecie contra los humanos. La realidad es mucho más sencilla: a la que disminuye el ruido y la gente, también disminuye el peligro que corren estos animales, así que amplían sus zonas de conseguir alimentos unas calles más allá.
De hecho, ni siquiera debemos pensar, tal y como explica la investigadora del UPF-Centre for Animal Ethics, Catia Faria, que los jabalíes o los pavos reales están viviendo sus días de gloria gracias a que nosotros estamos en casa. “Deberíamos cambiar nuestras percepciones sobre estos casos, empezando por no romantizarlas. La manera como interpretamos a un jabalí en una calle de Barcelona dice más de nosotras que del hecho en sí. Así que, lo primero es ser cautas a la hora de hacer interpretaciones motivadas por nuestras creencias y deseos previos”, explica.
“Sería interesante analizar cómo nuestra actividad diaria les aleja de las ciudades mientras ésta se produce. Estamos sumidos en un caos de ruidos, gases contaminantes, tensión, agresividad”
Desde una posición antiespecista defiende que pensar que todo esto es un mensaje que nos manda la naturaleza es un tremendo error y además resulta peligroso. “Quizás psicológicamente sea necesario, en ocasiones, para no caer en la desesperación, pero la creencia en la supuesta ‘sabiduría’ de la naturaleza a la hora de determinar lo que es mejor para todas, como se existiera algún tipo de intención por detrás de lo que ocurre, es pura fantasía. No hay un sentido oculto en todo esto, simplemente porque no hay sentido alguno”, advierte; y continua, “lo único en lo que podemos y quizás debamos creer es en la capacidad humana para enfrentarse, científica y éticamente, al curso natural de las cosas para prevenir que tales calamidades naturales tengan lugar, y de mitigar sus efectos sobre todo en los más expuestos y vulnerables, ya sean humanos o no humanos”.
Sin embargo, aunque nuestras predicciones sean fantasiosas y poco útiles, los expertos apuntan que quizá sí que sea un buen momento para plantearnos cómo están distribuidos los espacios en nuestro planeta. Como explica Viejo Montesinos, “los humanos nos hemos apropiado del planeta entero, desde el Paleolítico”, y sin embargo vivimos en unas ciudades que están muy lejos de representar el ideal para nuestra convivencia. “En realidad responden a diseños fruto de los especuladores, la codicia o directamente la estulticia; si alguna tuvo un diseño racional para nosotros, el tiempo y la especulación las transformó”.
Y si no son beneficiosas para nosotros, todavía lo son menos para otras especies. “Sería interesante analizar cómo nuestra actividad diaria les aleja de las ciudades mientras ésta se produce. Estamos sumidos en un caos de ruidos, gases contaminantes, tensión, agresividad”, explica González, “los animales huyen de todo ello porque les molesta, les hiere y, a la larga, los mata. Y se nos olvida que también nosotros somos animales”.
Junto con la distribución de espacios, esta situación también nos puede servir para reflexionar sobre la distribución de alimentos, y sobre cómo construimos nuestra relación con otros animales en las ciudades, puesto que si bien algunas especies han salido beneficiadas por este confinamiento, otros han perdido su sustento.
“Hay una gran cantidad de animales no humanos (palomas, gatos callejeros, ardillas, etc.) que subsisten por la ayuda humana en la alimentación. Ellos son de los principales afectados por el confinamiento”, cuenta Catia Faria, que cree además que deberíamos tomar parte en su protección, “es importante que durante la duración de la pandemia, no abandonemos, todavía más, a estos animales, acentuando la precariedad en la que viven habitualmente, pero que se ha visto fuertemente agravada por el confinamiento. Podemos para contrarrestarlo, distribuir, en los balcones o en las esporádicas salidas a la calle, agua y alimento a los no humanos que cohabitan nuestras ciudades.”
Los tres expertos coinciden en que cuando acabe el confinamiento y la gente empiece a salir de sus casas, reocupando calles y plazas, los animales se retiraran a los espacios que antes ocupaban. Pero llegados a ese punto, lo interesante sería preguntarnos si estamos dispuestos a crear lugares desde una lógica antiespecista de respeto mutuo, es decir, a repensar nuestros modelos urbanísticos para incluir los intereses de los otros habitantes de la ciudad. Y plantearnos, sobre todo, si hacerlo es también una buena idea también para los animales.
“Sí creo que podríamos mejorar aprendiendo de este confinamiento”, argumenta González. “Lo primero, despertando el interés por nuestros vecinos animales. Nos hemos fijado en los pavos cuando han ido por las calles y no lo habíamos hecho cuando estaban en el parque a una manzana de distancia. Si tenemos interés, si los descubrimos, empezaremos a apreciarlos. Y a partir de ahí sí será más fácil pedir los cambios para que haya más fauna urbana”.
Pero para que esta transformación sea posible, advierte Faria, haría falta también un “cambio individual, social y político que nos puede parecer difícil concebir ahora cómo se concretaría. Afortunadamente, hay personas que están trabajando cada vez más en ese sentido”.