Incluso ir a mercar en Cartagena puede atentar contra tu vida

Domingos en la tarde. Las horas que se van desplomando entre los preparativos para el lunes: la leche, los huevos, el pan. El recibo de la luz, los uniformes del niño, la plata de la semana, los correos pendientes, las sábanas destendidas del día entero. Del fin de semana entero. Domingos en la tarde: un universo entero en casa, la guarida, el lugar seguro.

Un domingo al final de la tarde es la hora de comprar los cigarrillos para la noche de lectura, para la noche de chapotear las teclas oyendo el rock de turno, comiendo los chocolates que trajeron las niñas. Eso es un domingo en la tarde para mi papá. Van llegando las seis, atraviesa el pasillo desde su estudio, abre la puerta de la casa y la deja abierta para cruzar a la tienda que, invariablemente y desde hace 26 años, es de cachacos. — Cachaco: todo el que ha nacido fuera de la jurisdicción Caribe.

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Mi papá cruza la calle, compra cigarros, se come un pan, se toma una gaseosa, habla con la mujer joven que atiende el negocio, se para junto al vecino que ve el fútbol en la pantalla del local y comenta el gol que han botado, el golazo que han hecho, la jugada maestra. Se termina la gaseosa y vuelve a casa. Esto, de nuevo, desde hace más de 20 años.


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El pasado domingo, sin embargo, mi papá no cruzó la calle porque la calle nos cruzó a todos. El 18 de septiembre a eso de las 6:30 de la tarde, mientras el papá de otro estaba en la tienda viendo deportes, hablando con el vecino, comprándole a la chica joven que atiende el negocio, unos muchachos armados le pusieron una pistola en el cuello, le pidieron el celular y cuando él se negó, apretaron el gatillo y lo mataron. Un charco de sangre espesa miró nuestra casa con la clara advertencia de que ir por los huevos, el pan y los cigarros, puede ser de ahora en adelante un atentado contra tu vida.

Napoleón Perea, el padre de chicos que conozco desde que soy una niña, contador, vecino, amigo. Napoleón Perea, un cartagenero que estuvo en el lugar equivocado a la hora equivocada. Colosal equivocación, estúpida equivocación, absurda equivocación porque esta, nuestra Cartagena, es el punto más turístico del país, ciudad puerto, ciudad industria, ciudad histórica, ciudad sede de la paz, donde se firmará el acuerdo más esperado de la historia del país en exactamente una semana: el que dará fin a la guerra entre el Estado y las FARC.

En esta ciudad fue asesinado Napoleón Perea, el papá de Napito, Néstor y Susana, y esto, tan doloroso como se siente, podría no sorprender a alguien que conozca las cifras del delito en la ciudad. Según el COSED, 273 personas fueron asesinadas el año pasado, 28 cada cien mil habitantes. Para ponerlo en perspectiva, un informe que entrega anualmente el listado de las cincuenta ciudades más peligrosas del mundo (sin incluir áreas en guerra), realizado por la organización mexicana Seguridad, Justicia y Paz, dice que Obregón en México, la número cincuenta en la lista, tiene una tasa de 28,3 cada cien mil habitantes. Una de las ciudades más peligrosas del mundo. Y así, por ahí, nuestra ciudad trofeo.

Los problemas de seguridad de la ciudad no son nuevos. Barrios como El Pozón, Nelson Mandela y Olaya Herrera, dieron un promedio de 24 muertos el año pasado por causales como el sicariato y riñas entre pandillas. El llamado “aumento de la violencia” en la ciudad es en realidad un desplazamiento hacia el norte. Las cifras, aunque en aumento este año (entre enero y agosto de 2016 ha habido 178 homicidios, contra 171 durante el mismo periodo en 2015), son bastante similares a las de los dos años anteriores, las más altas en la última década. El asunto es que entre el martes 13 de septiembre y el 18, hubo por lo menos siete crímenes que incluyeron armas de fuego y hasta ahora dejan tres personas heridas y tres muertos. La gran mayoría dentro de la zona norte residencial clase media, media-alta y alta de la ciudad. Aún no hay un informe final de lo que pasó en el resto de la ciudad.


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Un reportaje publicado en abril de este año por La Silla Vacía, habla de una sombra criminal que cubre a Cartagena desde finales de 2008 (después de la desmovilización paramilitar) y que se ha ido transformando una y otra vez. Ahora, por reconocimiento de la Alcaldía Distrital, le llaman el clan Usúaga. La banda criminal opera en las zonas más humildes como son precisamente Olaya Herrera, Nelson Mandela y El Pozón, tres de los barrios donde hay más pandillas en Cartagena. Dice el artículo, que hay alrededor de 89 pandillas conformadas por más de 3.000 jóvenes que se dedican a “el robo de celulares, el consumo y venta de droga en ollas, fabricar armas artesanales y a las riñas”.

Así se ha ido construyendo la ciudad a unos metros de nuestros cambuches de paz y confort y hoy, ese niño que ya es un adulto está listo para golpearnos de frente, en la cara, como el desadaptado que crece sin guía y sin atención. “Esto es un caso aislado”, declaró hace unos días el alcalde Manuel Duque. Pero no señor, no lo es. Ni ahora, ni hace muchos años.

El lunes, mi papá tecleó su computador, contestó chats, salió a dictar clases y todos sentimos miedo. La ciudad que hasta los últimos días se sentía aparentemente segura, ahora es un campo de batalla, y nuestras guaridas ahora son trincheras. La tienda aún humeante de muerte estaba ahí, pero todos tratamos de no mirar. Sobre todo porque sabemos que en la casa de Napo -como le decían a Napoleón- no habrá de esto, de sentir miedo. El miedo más grande ya se materializó: Napoleón salió a la tienda, pudo haber visto el baseball que le gustaba en la pantalla del local y se quedó, tal vez por una gaseosa, un pan, y luego nunca regresó.