“Mañana cuando se vaya mi marido te llamo”, me dijo María el domingo a la tarde. Tiene la suerte de que Ariel trabaja en un rubro exceptuado del aislamiento social obligatorio: en Argentina son muy pocas las excepciones para la cuarentena que se impuso desde el 20 de marzo y se va a extender, por lo menos, hasta el 26 de abril. Así que tiene nueve horas por día para hablar con su amante y, ahora, conmigo, una periodista que la contactó por Twitter. A decir verdad, creí que iba a ser muy difícil encontrar gente que me quisiera contar sus historias. Pero María, como el resto de las personas que busqué, quiere hablar del tema. Más ahora, que está encerrada con sus hijos y su marido sin poder ver a Eduardo, su amante hace más de una década y la persona a la que más extraña del mundo previo al encierro.
Estoy desde las once de la mañana colgada al teléfono. Hace poco empezaron las horas en que las personas que me van a brindar testimonio sobre sus amoríos secretos pueden hablar tranquilas conmigo; tienen tiempo limitado. Intento no distraerme con nada, muevo tareas de otros trabajos y me resigno a comer lo más rápido y sencillo de preparar que hay en mi casa. Más tarde la comunicación puede complicarse porque vuelven sus parejas. Siento en una dosis mínima la adrenalina de estar a contrarreloj. Cuando se pone el sol y mis fuentes vuelven a su normalidad, sé que se cerró nuestro portal y me siento a escribir.
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You’re a part-time lover and a part-time friend / I kiss you on the brain in the shadow of the train / I don’t see what anyone can see in anyone else but you. María me compartió la playlist de Spotify de cinco horas en la que depositó junto a Eduardo el recorrido de su historia. Se conocieron hace trece años, cuando ella tenía veintidós y él veinticinco. La canción de The Moldy Peaches suena de fondo mientras me cuenta que los une la música, y que muchas veces escucha esta lista en su casa con sus hijos y su marido. Se ríe porque dice que Ariel, su marido, siempre opina que la playlist es “para pegarse un tiro, un bajón”. Lo que no sabe es que ella y Eduardo están perdidamente enamorados, y eso se nota en el tono con el que se refiere a él mientras me cuenta su historia.
Se conocieron en un foro de internet discutiendo sobre economía y salieron “legalmente” por unos meses pero no funcionó. Hace cinco años se reencontraron entre idas y vueltas. Justo antes de que se dictara la cuarentena obligatoria en Argentina habían decidido separarse de sus actuales parejas y jugársela por su amor: iban a hacerse cargo de eso que les pasaba y oficializar su vínculo. Eduardo llegó incluso a planteárselo a su pareja actual. María no, pero planea hacerlo. El momento no es el ideal. Así que por ahora sigue secreto: ella lo agendó con el nombre de su socia para que no parezca tan extraño si alguien lo ve, y tienen la regla de archivar los chats de Whatsapp cada vez que termina una conversación. El sexting, cuando viene acompañado de fotos o videos, siempre es por Telegram.
¿Cómo se mantiene un vínculo adulto y clandestino en épocas de cuarentena obligatoria? Ya de por sí vivir con una pareja en estos tiempos es complicado: hay poco lugar para la intimidad, poco aire, pocos momentos de soledad. Sumarle a eso un vínculo paralelo parece una misión imposible.
“El otro día me encontré haciendo una fila en el supermercado para poder hablar con él”, me dice Patricia. Tiene cuarenta y tres años, vive con su pareja de hace catorce años junto con sus dos hijos y mantiene una relación secreta con un compañero de trabajo hace más de cinco. “Claro, hacer la fila es ese momento de tranquilidad en el que puedo hablar sola”. En Argentina, las excepciones para salir son muy estrictas: las compras las hace generalmente una sola persona, las filas deben mantener la distancia social y la paranoia por el coronavirus lleva a que cada uno esté en su universo. En este contexto, parecen las mejores condiciones para aprovechar para llamar a un amante. Patricia y Esteban ya tienen su código, desde hace mucho, porque él también tiene una familia con hijos.
Para iniciar la conversación, uno de los dos debe reenviarle al otro un flyer de cualquier cosa: indicaciones de cuidados para el COVID-19, información sobre un festival online, una campaña de donación para gente sin techo, etc. Si el otro contesta, es que puede hablar en ese momento. Lo más desagradable es cómo terminan las conversaciones: muchas veces es él el que repentinamente le dice “me tengo que ir, un beso”, porque alguno de sus familiares está cerca.
Patricia es activista feminista y vive bajo contradicciones muy fuertes a raíz de su relación con Esteban. Sabe que del otro lado hay una mujer, que también es madre como ella, y que hay un engaño. Pero le sucede otra cosa: recién a los treinta y nueve encontró a alguien con quien cumplir sus fantasías, con quien explorar su deseo, y quiere seguir haciéndolo.
“Mi marido y yo decidimos hace un tiempo hacer una separación paulatina, que tenía como fecha el mes de mayo, lo pensamos para organizarnos con la economía, los chicos, los trabajos”, cuenta. Pero su amante no tiene ningún plan de separarse de su mujer: Patricia explica que él está cómodo con su modelo de familia y no lo va a resignar. Pero que sí se desespera por verla. Antes de la cuarentena se veían con mucha frecuencia en hoteles, casas de amigos que les prestaban, plazas, bares. Hablaban a la hora que él iba de su casa al trabajo, todas las mañanas. “Ahora, nuestro vínculo depende de internet”, se queja Patricia. “¡Las llamadas eróticas son desde el baño de mi casa!”
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Como cronista estoy acostumbrada a que una fuente me diga que hablamos más tarde o que la contacte en otro momento, pero no estoy acostumbrada a sentirme tan nerviosa cuando llega la hora de hacerlo: ¿y si le mando un mensaje y justo lo ve la pareja?, ¿qué excusa le metería si ve que VICE quiere su testimonio por teléfono? Intento referirme a sus amantes como “ella” y “él”, a la infidelidad como “el tema”, a sus sextings y llamadas a escondidas como “las estrategias”. Todos ellos están menos nerviosos que yo.
Lucrecia tiene veintitrés años y una hija que está por cumplir tres. La niña grita todo el tiempo que hablamos por teléfono, jugando. Se la escucha de fondo constantemente mientras Lucrecia me cuenta que conoció a Sebastián en la peluquería en la que trabaja, cuando lo contrataron para encargarse de la caja. Por sus turnos se cruzaban lunes, martes y viernes en el negocio. Él también tiene novia, pero no está pasando la cuarentena con ella, y el marido de Lucrecia sale todos los días a trabajar. Eso les da espacio para estar comunicados, a pesar de que no se puedan ver.
“Con esto de la cuarentena es re normal que yo esté con el celular todo el día y, además, mi marido no es de sospechar”, cuenta mientras su hija le juega de fondo. “Durante el día hacemos videollamada, y a la noche es cuando más se complica”. Ella también encontró “su momento” para hablar tranquila: cuando va a acostar a su hija, y aprovecha para quedarse chateando un rato más antes de irse a dormir.
Roberto, de cincuenta y seis años, gerente de una empresa muy importante, gestionó su situación de una forma “más conveniente”: decidió ir a pasar la cuarentena obligatoria a la casa de su madre, que es paciente de riesgo. Bajo el pretexto de cuidarla, escapó de pasar estas semanas con su esposa y sus dos hijos, que son adultos.
Está de novio hace muchos años con Claudia y planeaban oficializar su relación muy pronto. El plan concreto era convivir juntos en el futuro inmediato, y la esposa de Roberto ya lo sabía. Los hijos no. Por eso fue a pasar la cuarentena con su madre, que conoce a su ‘novia’ y eso le permite no estar escondiéndose para hablar. Sin embargo, no es la comunicación ideal para una pareja. “Hablamos por videollamada al menos una vez al día, y varias veces más por chat”, me dice y pienso que tal vez los amantes hablen entre sí más que las parejas oficiales. “Pero yo no puedo tener conversaciones íntimas porque estoy en el departamento con mi mamá, que es muy chico, de dos ambientes. La verdad me da mucho pudor”, y comenta que las conversaciones son generalmente sobre temas relacionados al COVID-19 o a cómo les fue en el día. Cada vez que terminan de hablar se dicen “te extraño”.
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Mientras le contaba la idea de esta nota a mi novio le confesé con pudor que una sola vez engañé a una pareja. Tenía diecisiete años y estaba de novia por primera vez, pero le di un beso a otro chico en una fiesta. Me fui llorando del lugar, y al día siguiente decidí ir a la iglesia. Jamás creí en Dios y sin embargo decidí ir a la misa a pedirle perdón. Escribiendo esto, temo que este artículo llegue de alguna manera a mi noviecito de la adolescencia y se entere. Un disparate. Por eso no pude evitar hablar con mis protagonistas sobre la culpa. Fue lo primero que se me ocurrió: ¿no sentís culpa?, ¿es la culpa algo con lo que aprendemos a vivir? O acaso, me pregunto, si no habrán ellos hackeado el sistema de la culpa y no necesitan decirse cosas falsas a sí mismos, como yo.
“Me gustaría decirte que siento culpa, pero no la siento”, me dice María en un audio que graba camino a su auto, donde se va a encerrar para tener su sesión de terapia. “Nunca jamás hubiera imaginado esto si no se hubieran dado cosas que me llevaron también a la infidelidad, no soy una persona naturalmente infiel”. Dice que Eduardo, su amante, tampoco. “Te dejo que empiezo terapia. Mi psicólogo me atiende hace más de diez años, sabe todo”, me contesta antes de desconectarse.
Lucrecia, que me asegura que tampoco siente culpa, resalta que la terapia la ayuda mucho con eso: “el psicoanálisis me ayuda a no sentirme así, y a entender que esto que me pasó es algo que tenía que pasarme, no algo que le estoy haciendo a mi pareja”, sostiene.
Patricia me responde bajito por teléfono, ya estamos pisando el horario en el que vuelve su marido. “No siento culpa”. Su misión es separarse de una forma distinta a la que se separaron sus padres y construir sus vínculos de una forma nueva. “A veces me hace ruido que haya una mujer del otro lado”, pero por el resto, dice, ya no se siente mal. Me cuenta que ella espera que las mujeres más jóvenes puedan armar algo distinto para ellas mismas sin tener que pasar por lo que pasó ella para concretar sus deseos.
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And true love waits / In haunted attics / And true love lives / On lollipops and crisps. Cuando la playlist llega a este momento Radiohead me doy cuenta de que era obvio que ‘True love waits’ iba a formar parte de la historia de Eduardo y María. Mientras escribo esto imagino a María chateando con su “socia”, a Lucrecia meciendo la cuna de su hija dormida con una mano y escribiendo con la otra, a Patricia desarmando las compras innecesarias que hizo para poder salir a hablar un rato antes de que cerraran los mercados. Tal vez justo ahora le está llegando un flyer por Whatsapp y sonríe. Imagino también a Roberto hablando por videollamada delante de su madre mientras le recuerda a Claudia que la extraña.
Pienso también en que sería muy injusto aplicar un análisis moral en esta situación, o creer que yo tengo algo para decir sobre sus decisiones. Me alivia arribar a estas conclusiones, y lo hago justo cuando está empezando la última canción. Es “Wonderwall”, de Oasis, la canción con la que María y Eduardo se dieron su primer beso. Está puesta al final, como si en cualquier momento fuera a empezar todo de nuevo, como si hubiera algo después de este encierro por lo que valiera la pena volver a escuchar la lista completa.