Es admirable la entereza con la que soportan los tacones: algunas los traen puestos incluso cuando caminan por las vías, mientras esperan que llegue la Bestia. Al trepar al techo del tren, a cinco metros de altura —una tarea bastante complicada— se los quitan.
Esta es la historia de chicas trans, jóvenes en su mayoría, que huyeron de sirenas y torretas, pagaron a la mafia y pidieron asilo. La libertad y el cuerpo son la moneda para cruzar varias fronteras: las de Honduras y El Salvador con Guatemala y luego la entrada a México, por el Río Suchiate.
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El paso de uno a otro lado está organizado por los balseros, que también están organizados ellos mismos: un día le toca a los mexicanos y otro, a los guatemaltecos. Así todos ganan. Todos pagan una cuota diaria por trabajar, los de ambos lados. El precio para cruzar es bajo y a pesar de la cercanía de los edificios de la migra mexicana, no se dejan ver sus agentes en su orilla del río. El peligro está en las ciudades.
Desde la aplicación del Plan Frontera Sur en México a fines de 2014, que militarizó el camino migrante, una práctica que antes se hacía a la vista de todos, se buscaron caminos alternativos y más peligrosos ante la represión que plantaron. Algunas personas siguen subiendo al tren, pero en grupos más pequeños.
El mayor grupo que se animó a subir a la Bestia en estos último años fue el de la Caravana migrante de este año, en el que también viajó un contingente de mujeres trans.
Yasuri, detenida en Tapachula y deportada
Yasuri llegó a Tapachula cuando la migración no era reprimida abiertamente. Llegó de Guatemala y en 2015, cuando ocurrió el relato que viene a continuación, trabajaba en la ciudad fronteriza mexicana.
Una noche estaba trabajando cerca del río Cuahuacán cuando “un policía federal me detuvo, le habló a la migra y me llevaron al Siglo XXI en Tapachula. Ahí me registraron con el nombre de Isaías Díaz Zúñiga aunque les decía que mi nombre es Yasuri Díaz Zuñiga”
Explica que los migrantes allí detenidos debían “ganarse su comida” a diario, limpiando la celda y los pasillos. “Amenazaban con quitarnos la ropa si nos negábamos”, relató.
“José es uno de los agentes en el centro de detención Siglo XXI que nos maltrataba cada que podía: nos gritaba o nos aventaba agua o cosas. En algún momento decidió que no saldríamos de la celda durante cinco días. Nos dijo que nos tenía aisladas porque no merecíamos salir al patio”.
Yasuri comenzó a sentirse mal por la falta de alimento y el encierro. Le dieron ataques, le faltaba el aire, pidió asistencia y se la negaron. “José decía que salíamos sólo porque queríamos ver a los hombres y coquetearle a los doctores. Decía que me tenía que aguantar por haber entrado a su país”. Le negaron contacto con alguna comisión de derechos humanos.
“Después de cinco días estábamos hartas de tanto maltrato. Nos trataban peor que a los perros. Entonces conseguimos unos cigarros y prendimos fuego las colchonetas para exigir que nos dejaran salir. La celda estaba llena de humo y los colchones en llamas y ni así nos abrieron las rejas, sólo llegaron unos agentes y comenzaron a apagar las llamas con el extintor, pero el polvo lo aventaban hacia nosotras, no al fuego. Terminamos intoxicadas por el extintor y por el humo, y ahora sin colchonetas”.
Estuvo tres meses presa en la Estación migratoria Siglo XXI, unas de las grandes que hay en México, que los migrantes apodan “corralón”. Hay más en todos los estados de la República, de menores tamaños. La otra grande está en la Ciudad de México, en la Delegación Iztapalapa, de nombre Las Agujas. Yasuri fue deportada a Guatemala y este relato fue recogido cuando ya estaba de regreso en México, llena de rabia y decidida a llegar al norte:
“Espero sufran cada gota de sangre que nos sacaron, cada hora de hambre que nos hicieron pasar. O mínimo que los saquen de ese trabajo para que no sigan lastimando a más mujeres”.
Roxana, morir en la frontera
Irving Mondragón viaja con pequeños grupos de chicas trans centroamericanas en la ruta migrante hacia los Estados Unidos, apoyando en la defensa de sus derechos humanos. Acompañó al grupo que viajó en la Caravana Migrante, que se identificó con el nombre “Diversidad Sin Fronteras”.
“Es nuestra oportunidad de pedir asilo político. Somos la comunidad trans de esta Caravana. Nos han abandonado de cariño pero hoy queremos simplemente reenviar este mensaje de paz, no tenemos odio contra nadie”, dijo en el Restaurante el Caracol, en la conferencia que la Caravana dio al llegar a Tijuana, con 30 chicas trans en este contingente.
“Pedimos que la comunidad trans no sea separada porque juntas han caminado hasta acá y así quieren llevar su proceso”, agregó. Algo que finalmente no consiguieron al entregarse a la autoridad migratoria estadounidense.
Ahora, en la Ciudad de México, Irving explica lo que las que se entregaron al pasar:
“Al entrar en los Estados Unidos te van a poner en estas hieleras, en estas jaulas. Entrarás como prisionera con las manos vacías porque todo te quitaron, hasta las extensiones de cabello, zapatillas y productos personales. Estarás incomunicada y vestida con uniforme”.
A las personas detenidas en estos lugares, como requisito del proceso migratorio obligado al pedir asilo en los Estados Unidos, se les hace llevar “cadenas que van de pies a manos, amarradas por la cintura para no escapar”. A las chicas trans, dice, “también se les registra allí con el nombre de hombre”.
Han hecho que quien está en una posición desventajosa sea maltratado, aunque esté acatándose a los procedimientos que el país mandata para pedir asilo en un puerto de entrada oficial.
“Al pedir asilo en los Estados Unidos”, explica Irving, “hay que estar consiente que te van a humillar, que te van a rebajar y que te van a dar tortura física y sicológica. Aunque seas candidata a asilo, van a hacer todo para que pidas y firmes tu deportación.”
En este proceso se hizo público el caso de Roxana Hernández, una mujer trans de 33 años, originaria de Honduras, que murió estando bajo custodia de la autoridad migratoria estadounidense en mayo pasado.
“La primera estancia en la hielera es para que tengas frío, para que te enfermes y te sientas mal. Roxana no recibió, desde su país de origen, el tratamiento para la enfermedad que tenía. Cuando cruzó, la reconocieron porque ella ya había sido deportada de los Estados Unidos. Entonces la aíslan en las hieleras porque así es su proceso”.
Roxana tenía VIH y estando recluida en el Centro Correccional del Condado de Cibola, en Milán, Nuevo México, pidió que le brindaran atención médica porque le dolía el estómago y no podía moverse, relata Irving. Y sigue:
“No le hacen caso sino hasta el tercer día. La llevan al hospital y ahí le hacen un examen médico básico y es todo lo que hacen por ella. Frente al doctor ella repite que tiene VIH y de todos modos la regresan a la hielera.”
Irving Mondragón insiste en que la muerte de Roxana en esas condiciones de reclusión y dado su estado de salud es responsabilidad de la autoridad migratoria estadounidense. “A ella la asesinaron, porque eso hizo el gobierno de Estados Unidos con ella. Eso hace dentro de sus cárceles”.