Para los que solemos comer animal y no concebimos la vida sin un churrasquito, un pollo asado o unos buenos huevos fritos, ser vegano parece una odisea.
Pero el hecho es que cada vez hay más personas que eliminan por completo de su dieta la comida de procedencia animal: ni leche de vaca, ni queso campesino, ni siquiera Yogo-Yogo. Esto lo han entendido a la perfección los empresarios que, en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, inauguran semanalmente restauranticos verdes que le sirven tofu en preparaciones extrañas (y bien ricas) o mercados medio hipsters que venden leche de almendra (así la almendra no tenga tetas) y toda una variedad de productos que le permiten seguir la doctrina vegana sin tanto pereque.
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Fácil así.
Pero la cosa es a otro precio para un vegano que vive en un pueblo chiquito donde esa palabra no significa prácticamente nada y los animales siguen estando al servicio de los hombres. Ese es el caso de Sabá Riaño, un médico bogotano que vive en Pacho, Cundinamarca, desde hace 15 años y quien no prueba lácteos ni carne desde hace unos seis.
“Yo era vegetariano y no compraba nada de lácteos industrializados. Solo comía queso artesanal hecho en los pueblos que yo visitaba”, me cuenta pausadamente Sabá al otro lado del teléfono. Se inició en el vegetarianismo hace 17 años por la razón más común: “un sentimiento de no violencia hacia el animal”.
Duró diez años siendo un vegetariano acérrimo hasta que por recomendación de un médico bioenergético, Norma —su esposa y, al igual que él, médica— dejó de consumir lácteos durante el embarazo de Fagua, su primera hija. A él también le sonó la idea.
“Yo decidí acompañarla para entrar en esa onda y descubrir alternativas nutricionales que me eran desconocidas”.
Con ganas de ver qué posibilidades gastronómicas se le abrían en este nuevo camino, se sumergió, aún más, en el universo de la alimentación “alterna”. De lo que quizá no se dio cuenta es que mientras esperaba el nacimiento de su hija, él y su familia se estaban convirtiendo en los únicos veganos de Pacho.
“Nosotros no salimos a comer a ningún lugar. Esa opción de comida social no existe en nuestra rutina”. Cuando salen de la casa, lo único que encuentran son asaderos y piqueteaderos. Por eso Sabá se volvió un chef casero curioso (y necesitado) por crear nuevas recetas que le ayuden a su familia a no desesperarse en un pueblito carnívoro.
Es que si en la ciudad les toca guerréarsela, “un vegano que llegue a un pueblo como este y no sepa cocinar, la va a pasar muy mal”. Según me cuenta en la charla más larga que he tenido sobre comida, la diferencia entre Bogotá y Pacho es abismal.
Cuando se metió en esta ola saludable, las ciudades todavía eran renuentes a satisfacer a los que en ese momento eran “bichos raros” como él. “Ahora en la ciudad hay demasiadas opciones y se encuentran reemplazos fácilmente para la comida sin lácteos o sin gluten”, me dice Sabá, quien tiene que pegarse el paseíto de olla una vez al mes para abastecer la despensa vegana hasta un mercado que está a una hora y media de distancia. Quínoa —el pilar de su dieta—, almendras y ajonjolí son algunas de las cosas por las que vale la pena irse hasta la capital. Sin esos ingredientes, sería imposible que hicieran su propia leche o sus platos favoritos.
Pero aunque le toca viajar para conseguir algunas cosas, en Pacho se consiguen verduras y frutas bien frescas que no son tan fáciles de encontrar en las grandes ciudades.
“Eso es lo maravilloso acá, hermano: tú encuentras productos directamente cultivados por el campesino que no han sufrido procesos de industrialización”, me dice dichoso Sabá. Unas por otras, amigos veganos de la ciudad: en el pueblo no se consiguen suplementos proteínicos en la tiendita de la veci, pero sí se consigue el tomate recién salido del fruto a un par de cuadras de su casa.
Cuando le pregunté a Sabá si se sentía discriminado por su elección alimenticia, me dijo que no porque “en un pueblito la investidura de ser médico tiene tremendo peso”. En la calle le dicen doctor y se siente aliviado porque la gente que le tiene afecto le pregunta con genuina curiosidad acerca de los beneficios de comer como él lo hace.
“Eso sí: no falta la burla o que le acerquen a uno el pedazo de carne en alguna reunión”, aclaró .
A nivel profesional, Sabá sí ha sentido un poco las discrepancias. Que de dónde va a salir la Vitamina B, que sus hijos cómo van a poder crecer si no comen carne, que alimentarse a punta de vegetales no es saludable: todos comentarios que ha escuchado de otros médicos del pueblo. Algunos de frente, otros, a sus espaldas.
Un día, a un colega que hablaba mal de la alimentación de Sabá con sus pacientes (en los pueblos todo se sabe), le diagnosticaron diabetes y fue al consultorio del doctor vegano para pedirle que lo asesorara con una dieta para ayudarle a sobrellevar la enfermedad. Otro, que era un pediatra, también les daba palo por el hecho de que sus hijos —hace año y medio tuvo al segundo— eran veganos desde el vientre y que eso no les iba a permitir tener la talla ni el peso ideal. Y así sucesivamente, me cuenta Sabá, llovían las críticas de los demás doctores del pueblo.
Mientras hablaba de sus líos laborales, su voz no mostraba ningún tipo de preocupación. Se nota que ya está acostumbrado al escepticismo de los colegas.
Hace año y medio Sabá decidió montar su propia tienda de alimentación funcional. “Vendemos productos sin procesar y estamos intentando instruir a los pachunos en este tipo de alimentación por una convicción que tenemos”, me explicó.
Sabá tiene su consultorio particular donde atiende a los pacientes y, al lado, está SIE: la tienda que él mismo atiende y maneja. “Yo le echo carreta a la gente que va”, me cuenta entre risas. “No ha sido fácil que se mantenga sola pero es en lo que estamos incursionando “. Y sí, aunque es bien complejo cambiarle el chip omnívoro a la gente, Sabá me dice que poco a poco van apareciendo clientes interesados.
En su local, les enseña a los demás pachunos el valor de comer a sabiendas de lo que uno se está metiendo a la boca y les muestra cómo preparar comidas enteras sin la necesidad de que tengan la huella animal. Gelatina a base de agar-agar (polvillo proveniente del alga), sushi andino (preparado con quínoa) y tortas endulzadas con stevia que solo tienen 45 calorías, hacen parte del abanico gastronómico que Sabá puede enseñarle a preparar a cualquier paisano curioso.
Ya lleva 15 años en Pacho y, por ahora, no tiene planes para irse de allá. A pesar de que el pueblo no sea el más vegan friendly, allá Sabá siente que tiene “más paz, más armonía y más respeto por los otros seres vivos”. Tras años de combinar su estilo de vida vegano a la tranquilidad del lugar, se siente “más creativo y recursivo a todo nivel”: desde la cocina hasta lo laboral.
Ya llevábamos charlando por teléfono como hora y media cuando le pregunté:
– ¿Qué es lo más interesante de ser vegano en un lugar como Pacho?
Se quedó en silencio por diez segundos y luego de repetirse la pregunta a sí mismo, me dijo:
– Poder ser pionero en algo: ser guía y ayuda para otros que quieran tomar un camino similar al nuestro.
Claro, ya todo tiene más sentido.