Artículo publicado por VICE Argentina
I
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Este año se cumple el aniversario número 20 de la publicación del disco de Shakira titulado Dónde están los ladrones. Es un disco increíble. No tiene una sola canción mala, todas fueron un éxito. Cuando se presentó yo tenía apenas cuatro años. Mi hermana mayor, que tenía 10, tenía una copia en casete de este éxito latino. Lo escuchábamos todo el tiempo, en el auto familiar y en la casa. A veces también lo escuchaba cuando estaba solo, pero a escondidas.
Algunos años después, en 2004, apareció en mi casa, también de la mano de mi hermana, una versión pirata del disco Sin restricciones: el segundo álbum de la banda Miranda!, encargado de llevar al éxito masivo a la banda. Sin restricciones me volvió loco. Me encerraba en mi cuarto para escucharlo: no quería que nadie se diera cuenta de que era fan de Miranda porque en el fondo temía que se dieran cuenta que era un niño gay. Tenía 10 años y vivía en Trelew una ciudad de la provincia de Chubut, al sur de la Argentina, en la Patagonia.
Me encargaron escribir un texto sobre cómo fue crecer en Trelew. Me encuentro en una encrucijada: no me acuerdo de nada de mi primera infancia, sólo la relación con la música marica. Resultó complicado guardar algo en mi memoria siendo un niño maricón que vivía con sus dos hermanos heterosexuales y sus dos padres a punto de separarse. Todo era bastante conflictivo, quizás por eso mi memoria decidió no almacenar mucha información sobre esos primeros años. Empecemos por el principio.
Nací en octubre 1994. Soy el menor de tres hermanos: una mujer, un varón y un puto, o sea, yo. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía siete años, en febrero de 2002. Otra consecuencia de la crisis del 2001, pero en el ámbito doméstico. La historia de mi vida en Trelew es la historia de un nene gay que escuchaba rock and roll y tomaba mucho alcohol (esto segundo recién a partir de los 14 años).
De mi primera infancia tengo sólo tres recuerdos: en el 98, mientras en mi casa sonaba Shakira la ciudad se inundaba, en el jardín de infantes me resistí a participar de una bicicleteada; en el 99 conocí en otro jardín a quien sería mi mejor amigo de la infancia, Juan Cruz, y después no hay nada hasta la noche de febrero de 2002 cuando mis papás se separaron. Al poco tiempo tuve vitiligo: ahora mi pito es de dos colores.
II
Trelew es una ciudad extraña: es una de las más grandes de la provincia, pero no tiene ningún tipo de atractivo, excepto un museo con restos de dinosaurios fosilizados. Al momento de trabajar sólo hay dos opciones: en el Estado o te dedicas al comercio. Por su puesto que las profesionales tradicionales (médicos, abogados, contadores) también tienen su trabajo asegurado: en el interior, escasean.
Sin embargo esa realidad no fue la que siempre tuvo Trelew. En un momento, por la década del 60, se instaló un parque industrial que reactivó a la ciudad. Pero, con la llegada de la dictadura de Videla, en el 76, la actividad disminuyó mucho hasta quedar paralizada en los 90. Hoy, el parque industrial está abandonado. Sólo unos pocos depósitos funcionan y un único negocio: la quema de residuos patológicos. Mi papá trabaja en esa empresa que tiene ese horno gigante que incinera jeringas, gasas con sangre y restos de intervenciones quirúrgicas.
Así, queda claro que Trelew no se distingue por su vida económica, pero sí por su vida política. El 22 de agosto del 72 fue el escenario de una fuga de 19 presos políticos, encarcelados por la dictadura de Lanusse en la cárcel de Rawson (ciudad vecina y capital de la provincia). El hecho se recuerda como “La Masacre de Trelew”: 16 de los 19 militantes fueron recapturados y fusilados.
Siempre me interesó la política, de hecho durante mi adolescencia milité en una agrupación peronista de la ciudad. En 2012, junto con otros jóvenes politizados, fuimos al juicio público y oral contra los militares asesinos del 72. Ese mismo año se los condenó a prisión perpetua. Y nosotros ganamos las elecciones del centro de estudiantes.
III
En el 76, cuando se instauró la dictadura de la Junta Militar, presidida por Jorge Rafael Videla, Charly García y su banda La Máquina de Hacer Pájaros lanzan el disco ¿Qué se puede hacer salvo ver películas?. Descubrí ese disco en el año 2010. Todo el secundario me dediqué a escuchar rock nacional: atrás quedaron Shakira y Miranda. El hecho de ser rockero fue lo que me salvó del bullying por ser gay. Siempre fui abiertamente puto en el secundario y, probablemente, por no ser afeminado y si rockero nunca nadie me dijo nada. Sólo una vez me sentí discriminado y el que insultó era otra marica. Todavía no conocíamos la idea de “sororidad”.
El punto es que en ese disco Charly señalaba que con tanta represión qué se podía hacer salvo ver películas. Algo similar ocurría en Trelew: pasarla bien a veces consistía en alquilar películas de terror o comedias berretas para verlas entre amigos. Por suerte no nos reprimían si salíamos a la calle.
La otra opción a ver películas era emborracharse. Emborracharse hasta morir: una noche terminé todo vomitado por una amiga. Las fiestas consistían en tomar alcohol toda la noche, bailar cumbia y reggaeton y, si eras heterosexual, chapar con alguien. O coger, en el mejor de los casos. (Al parecer ahora se toman más anfetas y cocaína que alcohol).
La única vez que besé a un chico en una fiesta trelewense fue tan intenso que quedé sobreexcitado. Cuando llegué a lo de una amiga del secundario para hacer “after” (o sea desayunar y seguir escuchando cumbia) tiré con patadas todo lo que había arriba de la mesa y después salté por una ventana. La distancia contra el piso era de medio metro. Todo un riesgo.
Durante la semana del día del estudiante (21 de septiembre) todos nos íbamos a Playa Unión, una playita cerca de Trelew: agua helada y en vez de tener arena, la costa es de piedras diminutas. Pasamos una semana entera prácticamente alcoholizados en la casa que nuestros parientes tenían en esa playa. En mi caso, mis abuelos, pero como eran un poco conservadores nunca me atreví a tomarla para la joda. Sólo una vez: una hora después de empezar la fiesta un caño del inodoro se salió y la casa se llenó de agua.
Nos divertíamos con poco: cerveza, fernet, vodka barato y ya. Muchas de las fiestas se hacían en chacras que quedan en las afuera de la ciudad. En pleno invierno, con temperaturas bajo cero, en una casa perdida en medio de la nada, nosotros nos emborrachabamos escuchando cumbia. Afuera el pasto se congelaba.
La combinación frío y viento es letal. Caminar por Trelew en pleno invierno, o por cualquier otra ciudad del sur, es una experiencia bastante intensa. Es real cuando dicen que “el viento corta la cara”. Uno siente que la piel se estira. Y eso duele. También duele el qué dirán, los ojos de tus vecinos que siempre se posan sobre tus hombros para evaluarte, envidiarte u odiarte y duelen los tres golpes sobre tu pecho que te hacen hacer en la misa de la parroquia de mi escuela secundaria.
“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” repetimos como un mantra los que asistimos al colegio María Auxiliadora de Trelew. La educación religiosa es muy peligrosa. Al día de hoy cargo con esos mensajes que repetimos como mantras en esos pasillos: la entrega hacia el otro, el perdón y, sobre todo, la culpa.
Esa culpa fue la que me hizo caminar varios kilómetros la primera vez que besé a alguien, a un chico. Yo tenía 13 años y él casi 20. Nos besamos y él me hizo una paja. Cuando acabé quedé traumado. Fingí que sonaba el teléfono, mantuve una conversación inventada con “mi mamá” y después lo eché: “Tengo que irme a lo de mi abuela”, le dije. Sentía mucha culpa por besar a un varón. Por qué sentía eso, por qué me excitaba un chico y no una chica, qué había hecho para que me pasara eso.
Con el tiempo —y con la música rockera— la paranoia y la culpa pasó. Fui una marica radiante en el secundario y lo sigo siendo ahora, hasta gano dinero por decir que soy puto. Trelew es es una ciudad rara: un lugar frío y seco como la Patagonia, pero con mucho viento, con un aire fresco que te puede hacer sentir libre un rato aunque todos te estés mirando. Y juzgando.
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