A las cinco de la mañana empezaba a sonar un casete de clásicos de Rod Stewart que un compañero de la policía le había regalado a mi papá en una “partida”, o sea, en un viaje que hizo por pueblitos de Veracruz en operativos llamados “columnas volantes”. Cuando las zonas rurales no tenían policía, grupos móviles de Xalapa recorrían por meses la zona viviendo prácticamente en sus camionetas, sin la posibilidad de volver a casa de otra manera que no fuera desertando. Cuenta mi papá que una vez uno de sus compañeros quería muy cabrón ir al bautizo de su hija a la que no había podido conocer y el día anterior sólo hablaba de eso, con la mirada clavada en la lámina, mientras recorrían los caminos de tierra. A falta de opciones, se hizo de huevos y se aventó de la camioneta en movimiento. Le dieron una semana libre y se fue todo puteado, pero sonriendo.
Mi papá cumplió su tiempo y llegó un día del 89 con su maletita y un casete nuevo que reprodujo una y otra vez a lo largo de, al menos, ocho años. Bien bajito y casi al oído, Rod me decía todos los días que some guys have all the luck y otros todo el dolor. Y cuando no era él, sonaban Guns N’ Roses, KISS o Deep Purple, pero durante toda mi infancia los primeros minutos del día se trataron de la loción de mi jefe por toda la casa y sus rolas.
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Ya más tardecito, a eso de las siete de la mañana, empezaba un programa de radio llamado “La legión infantil de madrugadores” a la que, me imagino, pertenecí más por lo primero que por lo segundo. Programaban canciones gachitas y otras no tanto, pero lo más característico era que la locutora te apuraba narrando lo que debía estar sucediendo en ese momento. Por ejemplo: “Son las siete, ¡a darse un rico baño!”, “Siete y media, ¡vamos a desayunar lo que mami nos preparó!” Y, chíngale, que siempre te querías apurar para hacer lo que decía y no quedarle mal a tu legión.
Un clásico de ese programaEn los 90 las calles del centro de Xalapa estaban llenas de ambulantes que vendían música, ropa y artículo variado de calidad. Un día iba en un taxi con el subdirector de mi primaria (que me había llevado a algún concurso) y lo escuché quejarse con el conductor de que los comerciantes afeaban las calles de nuestra hermosa ciudad. Para mí, él representaba la figura del hombre “estudiado y culto” que escaseaba en mi familia, así que memoricé su opinión y la hice pasar como mía frente a mi papá, un día que me invitó a pasear al centro. Usé la palabra afear por primera vez y todavía recuerdo la cara que puso mi jefe. Me pendejeó como nunca. Me dijo que si alguna vez me había preguntado de qué viven esas personas y me preguntó si de verdad creía que era más importante lo “bonita” que se viera la ciudad antes que esas familias. Aprendí.
En el patio donde crecí, habitado por parte de mi familia materna, no había televisión por cable ni internet antes del 2000. Nuestra diversión eran las gallinas, conejos, patos, gatos y perros corriendo por las piedras. O subirnos a los árboles de durazno y jinicuiles para comerlos tranquilamente o para hacer guerritas con los huesitos ya chupados. Lo que sí teníamos era un memorama creado por mi hermano y por mí con fotografías que nos traía mi papá del cuartel municipal. Fotos de delincuentes, de sus armas y de sus pertenencias en una caja que fue el primer juego de mesa que tuvimos.
Para los fans de la tele había Canal 5, lo normal, pero también Telever, que nos dio Bazar del hogar, probablemente uno de los programas más extraños de la tele de provincia. El presentador, Joe de Lara, era un señor gordo con acentote jarocho que no tenía empacho en responder llamadas personales en medio de la transmisión. El público podía, de la nada, atravesarse en la toma, opinar y robar cámara. Nos daban consejos de belleza, modales, costura y deportes, mientras Las muchachas de la UVA (Unión de Viejas Argüenderas), un grupo de mujeres de la tercera edad, bailaban y gritaban cosas a veces imposibles de traducir del jarocho al español. Habían grupos de son y cumbia que amenizaban, pero lo mejor de todo eran Los Caracoles, un grupo tropical que se caracteriza por el maravilloso hecho de que sus integrantes se presentan vestidos de los KISS.
A finales de los 90 llegaron a Xalapa grupos de indígenas poblanos a establecerse para vender barro, plantas y fayuca, como esos pajaritos de plástico a los que les echas agua y chiflan. A nosotros nos tocó recibir a unos vecinos de Cuetzalan, me parece, que rentaron un cuarto en la vecindad de al lado y, como no cabían, se turnaban entre dormir ahí dentro o en la camioneta donde guardaban sus ollas. Mi mamá se hizo amiga de todos y le enseñaron a decir “mitochi” (le enseñaron mal, porque eso no existe), que supuestamente era algo así como “mi culo” en náhuatl y que se popularizó en todo el barrio, entre chicos y grandes.
Los fines de semana, cuando nos iba bien, íbamos al Cinema Pepe, donde programaban películas como dos meses después de su estreno nacional. Ahí vi Armageddon, El Sexto Sentido y ya entradita en años, Una película de huevos, cuando buscaba un lugar para llorar la última vez que me rompió el corazón un xalapeño. La permanencia era voluntaria, así que por solo cinco pesitos podías quedarte todo el día en una salota de cine que te hacía sentir en casa: había viejitos de malas y las botanas estaban de la verga.
Cuando nos iba mejor nos llevaban a parques como Los Tecajetes, Los Lagos y Murillo Vidal, este último famoso por albergar la estatua de un conejo de metro y medio con las manitas haciendo un hueco para que sienten a los morritos. Me cae que si no tienes una foto con ese conejo agarrándote el culo, no eres xalapeño. Y cuando nos iba mal, los domingos se trataban de ir a visitar a mi padrino que nos ponía videos de bailes masivos de cumbia en los que se había subido al escenario a bailar bien pedote con el grupo. Por algún tiempo sí le creí que era famoso.
Lo peor era el regreso, caminando, siempre caminando. Porque no importa a dónde vayas, las calles siempre están empinadas en Xalapa; tanto así que los carros tienen piedrotas deteniendo las llantas, algo que me parecía muy normal hasta que salí de mi pueblo y vi que no todas las ciudades son escaleras. Volver, bajo la pesada niebla (tengo la impresión de que en esta ciudad la gente se tiene que reconocer por los pasos, para esos días que no se ve nada) y que en la calle alguien reconociera a mi papá por haberlo detenido hace tiempo, se la hiciera de pedo y mi jefe se pusiera bien paranoico. O como esa vez que me senté a tomarme una foto con un Santa Claus y mi papá lo saludó, le preguntó cómo andaba y yo no entendí nada.
En Navidad, más que Santa hay Rama y Viejo. La Rama es una tradición que obviamente involucra una rama de arbolito adornada e instrumentos musicales. Desde el 16 de diciembre hasta la noche del 24, grupos de niños salen con panderos y güiros (o en su defecto, la botella de Fanta que suena “igual”) a cantar casa por casa una melodía que habla de la Virgen de Guadalupe, el Niño Dios y un aguinaldo que se solicita en buena onda. Pero si no hay moneda, el coro de angelitos te puede soltar un “Ya se va la Rama / con patas de alambre / porque en esta casa / están muertos de hambre”. Aguas.
El Viejo es un hombre de tela de tamaño real vestido con la ropa de algún tío y relleno de cuetes, al que se quema a la media noche del 31; pero también es, al igual que la rama, una celebración que ocurre en la calle, toca a tu puerta, te canta una canción de transición en la voz de un hombre vestido de anciano, otro con pañal y, por qué no, otros más con ropa de mujer y globos por chichis. Santa Claus nos queda chico.
Cuando dejé de querer tomarme fotos con el conejo que te carga de las nalguitas, crecí. Descubrí las fiestas de chavitos alternativos en las que, invariablemente hay cumbia, jaranas y un aguardiente que se llama “Chachalaco” y tiene en la etiqueta a un pajarito godínez todo pedo con el traje chueco y el maletín abierto. Conocí el rumor de “La Traumas”, una chola conocida por toda la ciudad por lo chingón que pintaba y porque, se decía, si eras su compa y un maestro te reprobaba, ella se lo madreaba. Desfilé, porque en Xalapa cada 16 de septiembre las escuelas caminan por la avenida principal del centro con su mascota (la mía era un Pitufo), y acudí al after del desfile que termina siempre, invariablemente, en putazos cholos. Eché novio en el Parque Juárez y la enfermera que toma la presión llegó justo en el beso más chido… pero la justicia apareció porque ahora hay memes de ella. Me fui de pinta a Xico a comer hongos con mis amigos de la prepa y volvimos en un camión desmadrado cagados de la risa. Conocí a Nirvana y a Radiohead por una bolsita de discos que mi papá rescató de una persecución y me entregó en las manos. “Ten”. Mis primeros discos originales. Pero sobre todo, estuve guardando todas las balas que mi papá llevaba casi diario a la casa hasta que ya no y desaparecieron. Me habría gustado conservar al menos una.