Este contenido es hecho en colaboración con el Banco Mundial.
En 2019 más de 690 millones de personas pasaron hambre en todo el mundo pero al mismo tiempo, la agricultura produce hasta 29% de las emisiones de gases de efecto invernadero, mientras que la ganadería contribuye con más de 14%. Se necesita producir cada vez más comida, pero aumentar las superficies cultivables puede dañar los bosques y las selvas, agudizando el calentamiento global y a la vez, la pobreza.
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“Cuando la agricultura deja de nutrir a la población local y generar ingresos para el campo, las comunidades y todos los productores, tiene impactos nefastos sobre la economía, el medio ambiente y la salud”, explica Mathieu Dornier, ingeniero agrónomo y emprendedor francés que reside en México desde 2005, donde fundó la empresa Campo Vivo antes de cumplir 30 años, y que hoy es una importante distribuidora y comercializadora mexicana de alimentos orgánicos, cuya política es dar un pago justo a los productores.
La situación en Latinoamérica
Este dilema se extiende por toda América Latina y el Caribe que, según el reporte sobre Panoramas Alimentarios Futuros del Banco Mundial, es la mayor región exportadora de alimentos del mundo, y al mismo tiempo produce el 16% del alimento para ganado a nivel mundial, siendo Brasil y México de los cinco primeros países productores.
El gran desafío latinoamericano entonces es reducir la pobreza rural a la vez que se fortalecen las actividades productivas sustentables. Según la FAO el hambre en América Latina y el Caribe afectó a 47.7 millones de personas en 2019 algo que preocupa mucho a Ramón Merlo, ingeniero agrónomo argentino de 32 años y fundador de Épicos, una empresa agroecológica que certifica productores y los vincula con cadenas de producción y distribución de productos saludables.
¿Cuál es la innovación de este emprendimiento argentino? A través de un convenio, productores agrícolas se comprometen a destinar algunas hectáreas exclusivamente a la producción agroecológica. Épicos les da las semillas, el know how, acompaña el desarrollo del cultivo y luego le compra al productor asociado toda la cosecha para mandarla a industrializar en molinos harineros. Ramón Merlo asegura que el productor triplica su margen de ganancia a la vez que cuida el suelo, el agua y a las personas. Los emprendedores producen sin utilizar agroquímicos, agregan nuevos cultivos al típico sistema de monocultivos y además, con el 1% de las ventas plantan árboles en bosques nativos degradados a través de un programa de restauración ecológica del bosque nativo.
Sí podemos
“Se trata de ser la mejor empresa para el mundo”, sentencia Diana Popa, quien antes de cumplir 30 años fundó Extensio, una prestadora de servicios digitales agrícolas que busca reducir la pobreza rural y fortalecer las actividades sustentables. Hoy en día, en alianza con la incubadora de negocios Acceso que compró el emprendimiento fundado por Diana, da cobertura a 24 mil productores en México, Colombia, El Salvador y Haití.
Hace cinco años, Extesio arrancó un servicio para proveer información digital a pequeños agricultores, pero en ese entonces no todas las personas del campo tenían smartphones; además había una débil o escasa cobertura de red, y el promedio etario de las y los agricultores es de 50 años, por lo que muchos necesitaban lentes, pero no tenían.
La clave del éxito para Popa fue adaptarse a la tecnología del campo y centrarse en la calidad. Vía mensajes SMS y llamadas telefónicas, las y los campesinos obtienen actualizaciones sobre el clima, diversas asesorías y alertas contra plagas.
El acceso a la información crítica ha resultado clave para la toma de decisiones y también para replicar buenas prácticas para aumentar su productividad y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en el proceso de producción agrícola. Estar mejor informados ha permitido a los campesinos apoyados por Extensio reducir su impacto ambiental, a la vez que aumentan sus ingresos y su calidad de vida.
De acuerdo con diversos autores citados en el informe “Panoramas alimentarios futuros”, publicado en 2020 por el Banco Mundial, se calcula que en América Latina y el Caribe existen unos 15 millones de “explotaciones familiares”, que pueden ser huertos de traspatio o pequeñas parcelas enfocadas principalmente en el autoconsumo o la pequeña producción, y que la superficie agrícola total de la región es de unos 760 millones de hectáreas, de las cuales 400 millones de éstas se dedican a la agricultura familiar y 360 millones estarían controladas por las explotaciones agrícolas comerciales a gran escala. La gran diferencia es que estas últimas tienen acceso a capital de inversión, tecnologías de vanguardia y la maquinaria necesaria.
En el informe también se señala que se requiere de múltiples actores para garantizar que los beneficios de este sector lleguen también a los grupos vulnerables, como los pequeños productores, los sin tierra, las mujeres y los pueblos indígenas.
Un trabajo complicado pues exige un crecimiento sostenible, buenos empleos, seguridad alimentaria y nutricional, y servicios ecosistémicos con capacidad de resiliencia climática.
Ser híper local
La pandemia por Covid-19 nos reveló lo vulnerables que somos y cuánto dependemos en realidad de la naturaleza, particularmente si analizamos nuestras cadenas de suministro. Con el cierre de algunas fronteras debido a la pandemia, por lo que al menos en las grandes ciudades de Latinoamérica, como Ciudad de México, Bogotá y Lima, hubo un crecimiento en las ventas de cultivos locales y la comida de temporada que, además sirvió para demostrar la viabilidad de la agricultura periurbana y urbana.
“¿Cómo pueden los pequeños productores abastecer a un mercado público o a un supermercado? Se necesitan muchísimas capacidades de infraestructura y logística, pero sí es posible”, explica Raúl Mondragón quien a los 27 años fundó Colectivo Ahuejote, una organización que trabaja en Xochimilco, zona periurbana de la Ciudad de México, que aún hoy es productiva con una tasa superior al 200% en comparación con el suelo convencional, gracias al sistema de Chinampas, un método ancestral de islas flotantes sobre un sistema de canales donde se concentra una alta cantidad de nutrientes en el fango, que es utilizado como base de la germinación de las semillas, lo que acelera el crecimiento, sobre todo de las hortalizas.
Raúl hoy tiene 31 años y su emprendimiento ya hace cuatro años que se enfoca en formar redes para mejorar las alternativas de mercado y distribución de los pequeños productores urbanos. Al igual que las herramientas tecnológicas, el regresar a los conocimientos ancestrales ha demostrado ser un gran camino en varias partes del mundo para revertir el daño que se ha hecho con la agricultura convencional.
Aunque, reflexiona Mondragón, este es un tema que va más allá de una decisión de consumo o de producción local, es necesario habilitar canales de consumo y darles visibilidad, al tiempo que se potencian las capacidades de los pequeños productores para poder hacer frente a una demanda agresiva.
En 2019, el valor anual de la producción agrícola en el Sistema Agrícola Chinampero de la Ciudad de México se estimó en 245 millones de pesos, que corresponden a 19 213 toneladas alimentos, según datos de la FAO.
Raúl está convencido de que este mercado puede crecer mucho más y asegura que “actualmente sólo el 20% de la zona chinampera está en uso y aunque no todo es ecológico o sustentable, se calcula que podría aumentarse un 30% más e incluso llegar a un 60%. Con ello podríamos combatir la carencia alimentaria capitalina (de la Ciudad de México)”.
Creer en nosotros mismos
“La población del campo es mayoritariamente indígena y la sociedad debería valorarla más por su labor”, asegura la chef mexicana Claudia Ruíz Sántiz, quien abrió su restaurante Kokono’ antes de cumplir los 30 años y que, en 2021, cuatro años después, fue incluida en la lista británica The World’s 50 Best Restaurants, aunque prefiere que la reconozcan como cocinera indígena, pues está orgullosa de pertenecer a la etnia tzotzil y de haber nacido en San Juan Chamula, Chiapas.
Todos los entrevistados para este artículo coinciden con ella cuando afirma que, durante décadas, incluso siglos, se ha desaprovechado el potencial de las personas de campo.
“Es imposible que un trabajo intoxicante, mal pagado, aislado o sin servicios, te atraiga”, declara Ramón Merlo. “Se nos ha dicho que el trabajo del campo es sucio, y lo peor es que lo creemos”. Por eso, todos insisten en que el primer paso para atraer gente joven es revalorizar el trabajo campesino.
Raúl Mondragón está convencido de que, para lograrlo, es necesario que haya jóvenes cultivando: “Si ven que sus papás trabajan muy duro y no ganan mucho, se desmotivan. A su vez, si los papás y mamás no ven opciones para sus hijos, los animan a irse”.
Cuando se pierden los cultivos familiares, la agroindustria que insiste en prácticas dañinas para los ecosistemas naturales crece. En el último siglo, América Latina y el Caribe, por ejemplo, han perdido el 75% de la diversidad genética agrícola debido a los monocultivos (p.Ej., la soja y el aguacate) y a la dependencia de variedades modificadas para resistir fertilizantes y plaguicidas.
Gobiernos, organizaciones internacionales y centros de investigación públicos y privados invierten en desarrollar prácticas agroecológicas, pero su adopción sigue siendo baja y la pobreza predomina: en México, el 73% de los productores de alimentos vive con menos de 60,000 MXN (3000 USD) al año y están desconectados de sus cadenas productivas.
La buena noticia es que el daño es reversible, pero implica avanzar hacia un cambio en el sistema de producción de alimentos, aseguran los entrevistados, desde las técnicas de cultivo, la manera de hacer negocios y hasta el consumo, pues en palabras de Claudia, “una buena alimentación protege el medio ambiente”.
El Banco Mundial proporciona financiación, conocimientos adquiridos en todo el planeta y un compromiso a largo plazo para ayudar a los países de ingresos bajos y medios a terminar con la pobreza, lograr un crecimiento sostenible e invertir en oportunidades para todos. El Grupo Banco Mundial es la principal fuente de financiamiento multilateral para inversiones en iniciativas climáticas en los países en desarrollo, con compromisos por USD 83 000 millones para ese fin en los últimos cinco años.