Comida

Así se vive la Cuaresma yaqui, al norte de México

Soy sonorense y nunca me había interesado en los yaquis, el pueblo indígena de Sonora, hasta que me enteré de que mi tatarabuelo tiene historia con ellos. Y no de manera positiva. Fue uno de los generales enviados por don Porfirio Díaz para exterminar a los indígenas del sureste de Sonora y mandarlos a Yucatán, esclavizados.

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Con el secreto entre los ojos me dirigí a Pótam, una de las principales poblaciones yaquis, a investigar. Me acompañó mi amigo chef Eduardo Carsolio, quien ha estudiado bien la cocina yaqui, así que conoce bien el rumbo y a la gente.

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En Pótam. Todas las fotos son de la autora.

Los sembradíos de trigo, sorgo y alfalfa en una carretera irregular llena de cactus y vías del tren nos dieron la bienvenida. La terracería nos introdujo al pueblo, donde esquivamos charcos y niños con refresco en la mano. La iglesia, el cementerio y las dos cruces, azul y roja, erguidas en el centro nos confirmaron que ya estábamos en el corazón de una de las 8 poblaciones yaquis del estado.

Una viejita sentada en una banca sin respaldo nos recibió con café soluble. Apenas nos instalamos cuando vimos llegar a su hija con una bolsa llena de plátanos, birotes, pasas, cacahuates, piloncillo y queso adobera, típico del norte de México. “Es para la capirotada”, dice la joven. “Hacemos capirotada para mushos, no nada más para los de esta casa. Es que es la época, pues”.

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Capirotada.

La cocina yaqui está situada fuera de la casa, se hizo así para propiciar la convivencia de la familia. Es un espacio amplio donde además de cocinar las mujeres se reúnen para realizar otras actividades cotidianas, como tejer, separar granos o alimentar a los animales. Nos sentamos a comer la capirotada,

Comer implica más que sentarse y meterse algo a la boca. Para los yaquis, comer es una ceremonia, una celebración a la naturaleza, a su equilibrio, al cielo, a la tierra, a la lluvia y al sol. Comer es respetar la vida, y la hora de la comida es una ocasión para compartir y crear lazos entre las personas y con la naturaleza.

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Carne con chile verde.

En la mesa platicamos del wakabaki o guacavaqui o huacabaqui, el clásico caldo yaqui, un cocido de res con verduras de la región, cultivadas en el terreno árido sonorense: elotes, ejotes, garbanzo, repollo y calabacitas. Luego cedimos el trono a la reina de Sonora: la carne con chile verde; al caldo de queso o papabagua; y al chiltepín, el típico chile regional, chiquito y picoso, acompañante perfecto para la mayoría de los manjares norteños.

Los gorjeos de las palomas anuncian el amanecer en Sonora. Los yaquis no las olvidan al momento de estar frente al fuego de la cocina: tamales de paloma y sopa de iguana y codorniz es parte de su recetario.

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Masa de tortillas de harina.

Después de la charla las mujeres sacan la masa y comienzan a darle forma a las tortillas, como se hacen en el norte: de harina de trigo. La masa solo lleva harina de trigo, agua y sal y aquí las llaman “sobaqueras”, en referencia al sobaco —axila—. Dicen que las tortillas son tan grandes que al momento de amasarlas, la masa toca esa parte cálida del brazo y por eso se ganaron el apodo. La realidad es que solo llegan a rozar el codo.

Durante las fiestas locales las mujeres se dividen en tortilleras y cocineras. Comienzan a cocinar al atardecer y acaban cuando acaban, no hay horario. Los fogones están siempre prendidos. A pesar de que los sonorenses entran duro a la carne, respetan los días veganos, casi siempre durante los funerales o el novenario de un pariente —esto es porque existe la creencia de que se están comiendo al difunto—.

Mientras el tiempo pasa tranquilo frente al comal, las tortillas toman textura viscosa. Entonces llegan el tío, el papá, las sobrinas, el primo divorciado que trabaja en Caborca con la hija, y “El Cuate”, el galán de diecisiete de la familia que ya está esperando bebé. Se gana la vida cortando el pelo y hasta se da el lujo de decirle al cliente que vuelva luego, que es Semana Santa y está atendiendo invitados. Su sonrisa no se escapa, a pesar de que no puede ni voltear a ver a su novia embarazada durante estos días. Durante la Cuaresma hay abstinencia.

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Tortillas de harina sonorenses.

Ya pasado el mediodía, después de degustar la capirotada en platos bien servidos y de aprender a hacer las sobaqueras, llega la hora de la siesta, necesaria para guardar energía para el Conti, la fiesta cuaresmal de las comunidades yaquis.

Esta ceremonia tiene una duración de 40 días que significan los días que fue perseguido Jesucristo. Es una de las fiestas más importantes y se realiza en los ocho pueblos de la Tribu Yaqui y en ella se representa la persecución, muerte y resurrección de Jesús. Esta festividad es de relevancia para la colectividad debido a que toda la comunidad se compromete más allá de la representación. Los fariseos o chapayecas son los representantes “del pecado”, es decir, de los judíos que apresaron y dieron muerte a Jesús. Este papel lo juegan hombres Mayos que se comprometen a una manda para recibir un milagro o “favor” de Dios. Se trata de un sacrificio: recorren toda la región yaqui portando una máscara hecha de cuero de cabra y madera, cubiertos con túnicas. Así los 40 días, sin quitarse la máscara, sin hablar entre ellos.

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Haciendo leña para los fogones.

Llega el Viernes Santo y los chapayecas salen con sus máscaras y túnicas coloridas mientras dos filas de hombres de todas edades los siguen con palos pintados de figuras geométricas. Caminan en silencio. Mujeres y niños observan desde lejos. Entran al templo, que no tiene bancas, y salen ordenados hacia el cementerio. Un turista pasa y trata de tomar una foto. Un yaqui le quita la cámara amablemente. Grabar ese momento significa que también se deja plasmado el mal que se está representando, y nadie quiere que el mal se mantenga en la Tierra. Por eso, las máscaras se queman al final de la cuaresma.

En carro nos vamos a la catedral de Vícam. Pasamos por una casa que porta gloriosa una víbora de cascabel en la puerta. “Es que lo quiere lucir, pues”, me dice mi acompañante. Que él solito la mató”. Es una costumbre local: matar serpientes que se convierten en caldo o se comen asadas; mientras su aceite es usado por los curanderos regionales. Hasta el cáncer puede erradicar.

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El típico chile chiltepín de Sonora.

Del templo de Vícam salen una Virgen azul y una rosa alzadas cada una por cuatro señoras en velos coloridos. Entre las cabezas adornadas está la hermana de nuestra cocinera de capirotada. Ella me invita entusiasmada a ser parte del Conti. Hay que recorrer, cargando a las vírgenes, un camino con catorce cruces clavadas en la tierra —20 metros entre cada una— rodeando a la iglesia. Es un terreno grande y sin vegetación.

Todas las mujeres, desde las bebés hasta las ancianas, van siguiendo a las reinas del pueblo, casi en silencio. Algunas platican en voz baja y una que otra contesta rápidamente el celular.

“Yo le ayudo”, le digo a una de las señoras que cargan a las vírgenes, la más anciana. Confío en mis músculos jóvenes. Pero al parecer los músculos viejos con fe funcionan mejor que los jóvenes mediocres con pecados frescos y pasados. Los relatos de mi tatarabuelo el General regresan a mi frente, ya ornamentada con sudor. El éxito político, los rumores del suicidio, ¿será todo cierto? Después de cuatro paradas quería apresurar el proceso. Terminaron los cuatro brinquitos que se hacen frente a cada cruz, pero esta vez las mujeres se quedaron paradas. Esperé, no sé si minutos o eternidades, y terminé por preguntar de la manera más amable posible por qué no seguíamos avanzando. Porque teníamos que esperar a los hombres. Ellos iban frente a nosotros y no nos podíamos cruzar.

Terminamos en la iglesia, donde las gargantas femeninas y masculinas proclaman a Dios entre cantos, casi gritos. Una señora de ojos grandes ve mi estado de fatiga después del Conti y se acerca: “¿Se te hizo pesada la Virgen?”, me pregunta. “Sí”, le digo. “Es por los pecados que traes, mija”.


Este artículo se publicó originalmente en marzo del 2016.