Artículo publicado por VICE México.
Se cumple el día 1,460 de una caminata que parece eterna. Una que empezó el 26 de septiembre de 2014 pero que nadie sabe cuándo va a acabar. Durante cuatro años estos hombres y mujeres, padres y madres, han puesto el cuerpo para recorrer ciudades de arriba a abajo. Han dado la vuelta al país de norte a sur. Han pisado cientos de pueblos y municipios. Han recorrido decenas de carreteras y subido cerros y montañas. Todo con un fin: encontrar a sus hijos. Vuelven a caminar. Lo hacen en la capital del país para que todos los vean y para que a nadie se le olvide que uno de los capítulos más negros en la historia del país no ha terminado: 43 jóvenes estudiantes siguen desaparecidos.
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Marchan a pesar de la lluvia, del viento, del cansancio y del olvido al que parecen condenados. Desfilan portando los retratos de sus hijos en mantas donde además de sus nombres han puesto su edad y la leyenda “¡Con vida los queremos!”. Recorren el Paseo de la Reforma, una de las avenidas más importantes de la Ciudad de México. Sus rostros se ven cansados, pero su garganta dice lo contrario. Gritan, aprietan los dientes y vuelven a gritar esa frase que se ha enquistado en la memoria de todo un país y que ha hecho eco en varios rincones del mundo: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.
No están solos, son arropados por cientos de jóvenes que, como sus muchos, aspiran a ser maestros algún día. Cómo si fueran sus hijos adoptivos los han acompañado durante 48 meses sin dejar de mostrarles su apoyo. También, a su lado, marchan campesinos que luchan contra el despojo de sus tierras, estudiantes que alzan la voz contra la inseguridad en sus escuelas y vecinos que exigen al gobierno una reconstrucción de sus hogares devastados por un sismo.
Ellos, los padres y madres más apapachados de México, saben el camino de memoria a pesar de que hasta antes de septiembre de 2014 muchos no conocían esta ciudad. Durante unas horas es suya. Se empapan con la lluvia pero parece que no la sienten, mientras miles de manifestantes se cubren con paraguas y capas de las recias gotas, los progenitores de los 43 muchachos continúan como si nada, sosteniendo con ambas manos los rostros de los que buscan.
A lo largo de la manifestación se ve gente de todas las edades: niños que caminan de la mano de sus papás, jóvenes apretando la mano de su pareja y ancianos en sillas de ruedas empujados por sus hijos. “Fue el Estado”, “¿Dónde están?”, “Investiguen al ejército”, “¡Justicia!”, son algunas de las palabras que aparecen en los carteles que cargan y alzan cada que un fotógrafo se les acerca. Decenas de espectadores ven pasar a la multitud y la acompañan con sus gritos, levantan el puño y lo agitan de manera coordinada con el clamor: “¡Ayotzi vive, la lucha sigue!” Se refieren a la escuela donde estudiaban los desaparecidos: la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero.
Una de las escuelas más pobres del país, fundada en 1926 y encargada de formar a profesores para enseñar a los niños de las comunidades más apartadas del empobrecido estado. Una institución tachada por ser considerada un semillero de guerrilleros que durante los años 70 y 80 tomaron las armas para luchar contra el gobierno mexicano. Hoy los jóvenes de esa escuela no están en la sierra cargando un rifle de asalto, están en las calles de la capital alzando la voz para no ser el desaparecido número 44.
Justo en una de las esquinas más transitadas y representativas de la ciudad, donde se localiza el edificio de la Lotería Nacional, varios hoteles de prestigio y dos de los diarios históricos con mayor alcance nacional, los simpatizantes de los normalistas colocaron hace años una estructura metálica de color rojo que dice +43, la llamaron ‘antimonumento’. Al pasar por ahí, los padres y madres se detienen.
Uno a uno comienzan a nombrar a los desaparecidos con nombre y apellido a través del micrófono, como si fuera un pase de lista escolar, mencionan a cada uno de los 43. Después de decir su nombre, gritan al unísono: “¡Presentación con vida!”. Luego llega el turno de mencionar a los tres estudiantes asesinados hace cuatro años. Es uno de los momentos más emotivos de la jornada, varias lágrimas caen sobre el rostro de los asistentes. Minutos después continúan su paso sobre avenida Juárez para enfilarse a la principal plaza del país.
Aunque la rabia es el sentimiento que cubre la manifestación también hay espacio para la alegría. La alegría de estar unidos por una causa en común. Una decena de jóvenes con el rostro cubierto ponen el ritmo con tarolas, bombos, trompetas y platillos mientras varias mujeres con faldas largas de colores llamativos y un 43 en la mejilla bailan de un lado a otro de la avenida. Otros se detienen para formar un espacio entre los bloques de personas y así poder correr después de gritar “justicia”.
En varios puntos del recorrido los asistentes cuentan del 1 hasta el 43 en honor a los normalistas. Cada número representa no sólo una vida, sino una especie de taladro en la memoria colectiva de México y al mismo tiempo un recordatorio al gobierno de que durante este tiempo no ha hecho su trabajo. Parece un problema matemático: 43 jóvenes, 4 años, 48 meses, 208 semanas, 1,460 días, 35,040 horas. Pero al final el mismo resultado: nadie sabe qué pasó con ellos.
La marcha dobla por la calle cinco de Mayo y el eco de los gritos es mayor, quizá por la acústica de la estructura urbana que en esa zona se vuelve más cerrada o tal vez por la potencia de miles de gargantas que exigen “ya basta”. Ya basta de desapariciones. Ya basta de asesinatos. Ya basta de represión. Ya basta de feminicidios. Ya basta de discriminación. Ya basta de acoso. Ya basta de despojo. Ya basta de corrupción. Ya basta de impunidad. Todos con distintas luchas entrelazados por dos dígitos: un cuatro y un tres.
Y es que el movimiento de Ayotzinapa tiene el poder de reunir a muchos sectores de la población. Lo que pasó esa noche del 26 de septiembre caló tanto y en tantos corazones que es común ver marchando a viejos cantautores de música de protesta mezclados con oficinistas. O banderas de alguna universidad ondeando al lado de la bandera gay. Incluso a anarquistas con grupos religiosos.
Cuando la marcha ingresa al Zócalo es recibida por un grupo de música sudamericano que entona canciones sobre los desaparecidos. Es el soundtrack con el que son recibidos los padres. Las canciones le ponen el toque melancólico al momento en el que se observan caras largas y miradas perdidas en un punto, como si los cerca de 10 mil asistentes que reportó la policial capitalina guardaran una especie de silencio para recordar con respeto a los normalistas.
Un silencio que se rompe con el grito que exige la aparición con vida de aquellos que fueron detenidos y trasladados vivos. Los padres suben al templete y toman el micrófono. Su voz resuena en toda la Plaza Mayor. Uno de ellos no puede más y se le quiebra la voz mientras habla de su hijo ante miles de personas. El abogado del movimiento lo abraza mientras millares de palmas le aplauden. Luego una madre ocupa su lugar, y con un tono firme dice: “¿Cómo es posible que este maldito gobierno de Peña Nieto no pudo dar con el paradero de nuestros hijos? Eso es porque ellos son los responsables de esta desaparición”.
Así concluye la manifestación de la misma forma que empezó: con un clamor de justicia que se niega a apagarse y con padres y madres que seguirán caminando los kilómetros que sean necesarios hasta que sepan dónde están sus hijos.