Pat Docker llevaba una vida tranquila, como la mayoría de las personas de su entorno. Por muy duras o aburridas que se pusieran las cosas, al menos no había demasiadas miserias con las que lidiar. Se contentaba con vivir con sus padres y su hijo de cuatro años, Sandy, en el 27 de Langside Place, en el respetable barrio de Battlefield, en Glasgow.
El jueves, 22 de febrero de 1968, Pat, que por entonces contaba 25 años, decidió acudir al “baile” del Majestic Ballroom, en el centro. Ir al baile era lo que hacía la gente de Glasgow en aquella época. Albert, Majestic, Locarno, Plaza… eran todas grandes salas destinadas a cubrir las necesidades y expectativas de un público específico. Pero Barrowland Ballroom, en Gallowgate, era la más popular. En algún punto del recorrido al Majestic, Pat cambió de opinión y se dirigió a la sala Barrowland por razones que se han perdido en el pasado.
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Los jueves eran especiales en Barrowland: se celebraba una noche “secreta” para mayores de 25 en la que la discreción era fundamental. gran parte de los hombres y las mujeres presentes no estaban oficialmente allí. Se presentaban con pseudónimos plausibles y se retiraban con sutileza las alianzas del dedo, dispuestos a disfrutar de una noche de intimidad fácil, buscando el alivio temporal a la lenta opresión de la rutina diaria, el trabajo y sus hogares.
A Pat a veces le preguntaban por el padre de Sandy, y ella, hastiada, se veía obligada a hablar nuevamente del “acuerdo” al que habían llegado. Alex vivía en Lincolnshire y era cabo de la Real Fuerza Aérea británica. Todavía no se habían divorciado, pese a que habían mencionado la posibilidad en varias ocasiones.
Ya en Barrowland, Pat no tardó en hacerse con una bebida y apostarse en un punto desde el que pudiera estudiar a la multitud. Permaneció allí observando, esperando, y dejó que las melodías de la banda la envolvieran. Cerca de ella había un hombre de unos veintitantos años, o quizás algo mayor. Llevaba un buen rato allí. A Pat le pareció guapo, con aquella mata de pelo rojizo o marrón (estaba demasiado oscuro para distinguirlo). Tras intercambiar unas sonrisas y varias cortesías, se dirigieron juntos a la pista de baile. Durante las horas siguientes, la vida de Pat giraría en torno a ese hombre.
El día siguiente amaneció con una fuerte helada. Entre las 7:00 y las 8:00 de la mañana, un carpintero que se preparaba para ir al trabajo advirtió una figura tumbada en el suelo, cerca de su garaje, en Carmichael Lane. Era el cuerpo medio congelado de Patricia Docker. Había sido depositado allí, a dos calles de la casa de sus padres, en algún momento de la madrugada.
El examen post mortem reveló que había sido estrangulada y, casi con toda seguridad, forzada sexualmente. Su ropa y su bolso habían desaparecido, y los análisis forenses confirmaron que tenía la menstruación en el momento de la muerte. La noticia fue portada de los diarios vespertinos, pero no trascendió demasiado. No fue hasta más tarde cuando comenzaron las febriles especulaciones.
“Pat fue la primera víctima del asesino en serie que más tarde se bautizó como Bible John”
Hoy sabemos lo que en su día no tenían forma de saber los detectives: Pat fue la primera víctima del asesino en serie que más tarde se bautizó como Bible John. Entre las noches del 22 de febrero de 1968 y el 31 de octubre de 1969, fueron asesinadas Patricia Docker, Jamima McDonald y Helen Puttock. Las tres estaban casadas, habían acudido al baile a pasar una noche sin sus parejas, tenían la menstruación y fueron estranguladas y agredidas sexualmente. Las idiosincrasias compartidas de los tres crímenes enseguida llevaron a la policía a concluir, primero a puerta cerrada y luego públicamente ante la presión de la prensa y el temor de la población, que había un asesino en serie en las calles de Glasgow.
El cuerpo de Patricia fue hallado hace 50 años. A Bible Jonh nunca se lo ha encontrado.
Durante todos esos años, se ha ido forjando una leyenda que perdura en el imaginario colectivo de las gentes de Glasgow y de Escocia en general. Los asesinatos instigaron la mayor cacería del país y propiciaron la aparición de incontables artículos, teorías de bar, libros, especulaciones y mitos urbanos. Un asesino del zodiaco británico sin una conclusión definida, ni entonces ni ahora.
Para algunos, los asesinatos de las tres jóvenes se han convertido en un símbolo de algo que trasciende la suma de sus lamentables y atroces partes. En el recuerdo de una época violenta en una Glasgow ya desaparecida que se tambalea hacia la modernidad pese al lastre de sus barrios deprimidos, las pandillas que imponen su ley a navajazos, su industria pesada y una tasa de asesinatos mucho más elevada que la del país vecino. En la visión de una ciudad cuyo pasado definió el escritor Andrew O’Hagan en su primera novela de 1994, The Missing. Para otros, sin embargo, los crímenes no dejaron lugar a nada más que decir.
Bible John era diferente. Sus asesinatos parecían enjuiciamientos. No eran el producto de peleas de bar, disputas domésticas o ajustes de cuentas entre bandas. Se trataba de otra clase de crímenes, cometidos desde un lugar más allá de la violencia como se entendía en ese momento y lugar. Actos demasiado complejos para categorizarlos y demasiado abiertos a la interpretación. Eran un puro alarde de poder y cálculo en los que nada había sido dejado al azar.
Ciertos asesinatos se convierten en leyendas y otros se olvidan en el mismo lapso de tiempo que se tarda en cometerlos. El doctor Adam Lynes es profesor de Criminología en la Birmingham City University. “La verdad es que todo se reduce a su valor como noticia”, me explica por teléfono; un valor que aumenta o disminuye “según cómo mate el asesino, a quién mate, cuánto tardaron en dar con él o si llegaron a encontrarlo. Ha de existir cierta inercia”.
El término “asesino en serie” nace de las novelas de suspense baratas del siglo XIX y de los cómics estadounidenses de mediados del XX. “Los asesinatos siguen un patrón establecido, como en Flash Gordon. El mismo formato repetido una y otra vez. De ese modo, es más fácil mantener el interés”. Tras pasar un tiempo investigando sobre el familicidio, Lynes se sorprende de la escasa documentación que existe al respecto. “Uno pensaría que la noticia de un padre que asesina a toda su familia se convertiría en una historia de terror nacional, y sin embargo, pocos de estos casos trascienden. Eso es porque se trata de un suceso. Ya está hecho, se acabó. No tiene más misterio”.
Bible John, en cambio, es puro misterio. Sus crímenes fueron un regalo para la prensa. Una sensación lista para su consumo, aderezada con detalles macabros y un exquisito efecto repulsivo. El propio sobrenombre fue, en parte, una invención de los periódicos basada en detalles del tercer y último asesinato. Helen Puttock, de 29 años. Ella y su hermana, Jeannie, habían salido el jueves, 31 de octubre de 1969, a las 20:30. Primero pararon a tomar unas copas y charlar en la Traders’ Tavern, en Kent Street, y poco después de las 22:00 entraron en la sala Barrowland, justo cuando el personal anunciaba que en breve dejarían de servir.
El marido de Helen, George, era un hombre comprensivo y no tenía inconveniente en que su mujer acudiera al baile acompañada de su hermana. Naturalmente, sabía lo que se cocía allí dentro. Y estaba al corriente de lo sucedido con Patricia Docker y Jemima McDonald —la mujer de 31 años fue hallada por unos niños en un edificio derruido en Mackeith Street, a pocas calles de la sala Barrowland, el 16 de agosto de 1968—, pero ¿qué podía hacer?
La mayor parte de los sucesos que se desarrollaron después —y, de hecho, casi toda la información de primera mano que se tiene del asesino— la conocemos a través de las declaraciones que Jeannie dio a la policía durante los días siguientes y que se repitieron y magnificaron hasta la saciedad durante meses y años después.
Las chicas se separaron poco después de llegar a Barrowland. Un hombre abordó a Jeannie y ambos se enzarzaron en el habitual flirteo incómodo. Se llamaba John y dijo que era constructor y que procedía del barrio periférico de Castlemilk. Bailaron juntos y tomaron una copa, a la que siguieron varias más. Helen se mantuvo al margen, fumando y observando.
Helen no tardó en encontrar también un compañero, un hombre de 1,77 m, pelirrojo y con una elegancia extraña y algo pasada de moda. También él se llamaba John, como la mayoría de los hombres allí. No dio un apellido. Aquello era habitual en Barrowland, si bien no lo eran su traje de botonadura simple y sus botines de piel. Era apuesto, de rasgos angulosos, y tenía los dos incisivos centrales ligeramente superpuestos. Su acento delataba un origen de clase media. Más adelante, Jeannie declaró que “no era el típico cliente del Barrowland. La mayoría de los que iban allí eran muy brutos o unos borrachos. Pero él era muy amable. Mucho. Y educado y bien hablado”.
Llegó la hora del cierre y la búsqueda de chaquetas y taxis. Se produjo un momento incómodo cuando la máquina de tabaco se tragó las monedas que Helen había echado y su John montó una escena, exigiendo explicaciones al gerente y gritando al personal. A la salida, hizo saber a las chicas que su padre pensaba que “estos sitios son antros de iniquidad”.
En el taxi, la conversación adquirió tintes religiosos. John de Castlemilk prefirió tomar un autobús para volver a casa: nunca se siguió su rastro, pese a la urgencia de los posteriores llamamientos de la policía a la colaboración ciudadana. El John de Helen habló de “mujeres adúlteras” y de la violencia sectaria que de antiguo reinaba en los Celtic y los Rangers. Para rebajar tensiones, Jeannie le preguntó qué tenía planeado para Hogmanay (Nochevieja escocesa). Él respondió que, en lugar de beber, rezaba.
De algún modo, surgió el tema de los hijos de adopción. John dijo que le parecía bien y citó el ejemplo de Moisés. Aquellas alusiones al Antiguo Testamento le produjeron a Jeannie una sensación extraña. John insistió en dejarla en casa primero, en Yoker, para luego regresar a Scotstoun, un barrio del West End.
“Con aquella mirada burlona y un aire de malicia evangélica muy retorcida, la imagen resultante se asemejaba más a la de un demonio que al retrato policial de un sospechoso”
A la mañana siguiente, Helen fue hallada a pocos metros de su casa, en el 129 de Earl Street. Las mismas lesiones, la misma metodología, solo que esta vez el asesino le había colocado una compresa bajo el brazo y la víctima presentaba restos de semen en los muslos y las marcas de una mordedura en el cuerpo. Había signos de lucha: Helen no se sometió fácilmente. El asesinato se asignó a la jurisdicción de la División de Marina, comandada por el superintendente Joe Beattie, un detective brillante pero inflexible. Él sabía a lo que se enfrentaban. Poco después se publicó un comunicado en primera plana de los diarios escoceses:
Se cree que el asesino responde al nombre de John. Es posible que hable de la estricta educación que recibió y que haga referencias a la Biblia. Se trata de un hombre de habla refinada, con acento de Glasgow, probablemente. Puede tener cicatrices en la cara y las manos.
Aquello fue todo lo que necesitaban los tabloides. El apodo Bible John no tardó en conjurarse. Era una invitación con letras de neón: un envoltorio contundente, casi de cómic, para una realidad horrenda. Nada nuevo, en todo caso. Bible John, El Destripador de Yorkshire, el Estrangulador de Suffolk. Actos inenarrables cubiertos con una pátina de irrealidad. Tiempo después, se añadió una nueva capa con la publicación del famoso retrato robot, una combinación de las exhortaciones de Joe Beattie, los recuerdos de Jeannie Williams y el talento creativo de un profesor de la Escuela de Arte de Glasgow.
Con aquella mirada burlona y un aire de malicia evangélica muy retorcida, la imagen resultante se asemejaba más a la de un demonio que al retrato policial de un sospechoso. Esto volvió a repetirse —todavía con mayor repercusión mediática— en los casos del asesino del zodiaco y el más reciente de Golden State, en California. Imágenes que alimentan el suspense y se convierten en parte inherente del mito que se genera en torno a los asesinatos, imágenes extrañas creadas a partir de fragmentos de recuerdos unidos bajo una presión indescriptible.
Para unos, Bible John representaba una oportunidad, como ocurre con frecuencia con los asesinatos. La posibilidad de saldar viejas cuentas y sembrar la sospecha sin consecuencias. Por supuesto, podrías estar equivocada. Estaba oscuro, habías bebido. Tal vez aquel tipo que viste en la parada del autobús y que parecía tan alterado tenía el pelo castaño. Tal vez esa mancha en la manga de su chaqueta era sangre reseca. Pero ¿qué mejor forma de zanjar una rencilla histórica o suavizar disputas enconadas? Hay casos demasiado extravagantes para olvidarlos, como el del empresario que contrató a un equipo de investigadores privados para intentar implicar a un antiguo amigo de la escuela que se había mudado a Holanda.
La gente empezó a ver a John Bible por todas partes; en los pubs, en el tren y paseando por las calles de la periferia. El asesino podía acechar en estaciones de metro o en barrios de las poblaciones satélite de Glasgow. No importaba. La situación llegó a tal extremo que la policía tuvo que comenzar a repartir a los hombres de la ciudad tarjetas que certificaban que no eran John Bible.
La búsqueda se intensificó muy rápidamente: entrevistaron a 920 médicos y dentistas basándose en el detalle de los dientes solapados que aportó Jeannie. A más de 400 barberos y peluqueros con la esperanza de que alguno recordara el llamativo cabello rojizo: a 260 sastres, entre los que pudiera estar el que vendió aquel peculiar traje de chaqueta. Al término de la investigación, seguían sin tener nada. Jeannie recuerda también que John alardeó de haber logrado un hoyo en uno, por lo que se contactó con todos los campos de golf para que facilitaran una lista de todos los usuarios que hubieran conseguido embocar la bola de un solo golpe. El total, se interrogó a 5000 sospechosos hasta que la lista se redujo, por eliminación, a cero durante el primer año. Bible John había desaparecido tras el asesinato de Helen Puttock y pasado a ocupar un hueco en los mitos del imaginario colectivo.
Ha transcurrido medio siglo. La gente ha pasado página y ha envejecido. Unos han olvidado y otros prefieren no recordar y Jeannie siguió siendo el único testigo ocular hasta su muerte, en 2010. Joe Beattie murió en 2000, angustiado y atormentado por el caso hasta el último de sus días. Hablé con varios residentes de Glasgow que eran jóvenes en el momento de los asesinatos. Todos recuerdan el ambiente de histeria, enrarecido y sobreexcitado, que rodeaba todo lo relacionado con el caso. No se podía hacer la vista gorda ni tratar de abstraerse de él.
Mis indagaciones me llevan a alguien que afirma conocer a la familia de una de las víctimas y me pregunta si quiero hablar con ellos. En ese momento, te preguntas qué bien haría a nadie hacerlo. Reabrir viejas heridas, obligar a recordar a madres y abuelas solo por conmemorar un aniversario que ellas prefieren olvidar. Esto me trae a la memoria el fragmento de un libro de 1997 escrito por dos tenaces periodistas del Scottish Sunday Mail. Bible John: Hunt for a Killer contiene un epílogo con unas palabras del hijo de Helen Puttock, David, que entonces contaba 28 años.
“Para algunos, Bible John era la posibilidad de saldar viejas cuentas y sembrar la sospecha sin consecuencias”
Nunca llegó a conocer a su madre. “Habría matado al asesino”, dijo a los dos periodistas. “Quería hacerle pasar por lo mismo que pasó mi madre. El asesino andaba suelto y yo no estaba haciendo nada al respecto. Era duro de sobrellevar. Aquel hombre no existía: no puedo desprenderme del recuerdo de mi madre”.
Para otros, sin embargo, dejar pasar un recuerdo habría supuesto un descuido, más que un alivio. Joe Jackson era un joven detective cuando recibió la noticia de la muerte de Patricia Docker. Trabajó en el caso con suma diligencia y no sin gran frustración, a medida que este crecía y se transformaba. Pasaron décadas y Joe fue ascendiendo hasta alcanzar el rango de detective superintendente y retirarse después, en la década de 1990.
Me lleva una semana contactar con él por teléfono. Se muestra educado, pero firme, y resulta evidente que está harto de hablar del tema. Muchos años respondiendo a las mismas preguntas, pese a que no hay nada que añadir, nada nuevo que revelar. A medida que se desarrolla, la conversación parece distenderse. De acuerdo, qué tal el viernes a las 10:00, propone. Esta es la dirección. Habrá un café esperándote, así que procura no llegar muy tarde.
Nadie estaba exento de escrutinio ni de acusaciones, me asegura mientras nos sentamos en el jardín una mañana de verano ya calurosa. Uno se preguntaba por qué de repente habían asignado a tantos detectives jóvenes y guapos al caso. Joe Beattie no pretendía en absoluto señalar a estos hombres. A esos jóvenes con un matiz rojizo en el pelo, jóvenes educados, de ojos vivaces y narices angulosas.
Casi podía percibirse cómo los observaba, buscando similaridades, escudriñando en busca de un atisbo de culpabilidad. Ellos también iban a bailar. Paranoia, tal vez. Pero con el asesino aún suelto, uno nunca podía estar seguro. Se respiraba la tensión en el ambiente y el paso del tiempo no hacía si no acrecentar la desesperación. Pronto, la División de la Marina empezó a contratar a médiums y personas que decían poder leer la mente. Toda suerte de charlatanes paranormales para cubrir el vacío que no eran capaces de llenar los procedimientos habituales, al menos en apariencia.
El entonces famoso adivino holandés Gerard Croiset incluso entregó un dosier a la policía como gesto de buena voluntad.
“Nadie estaba exento de escrutinio ni de acusaciones”
Joe Beattie basaba sus reflexiones por certezas y obsesiones. Respecto a Bible John, lo tenía claro: lo sabría en el preciso instante en que lo viera. Nadie se esforzaba tanto como Joe Beattie. Nadie vivía los asesinatos como él, salvo quizá las familias de las víctimas. Beattie tenía una fe ciega en Jeannie como testigo y como baza en la investigación. “Una vez dijo que sería capaz de reconocerlo si lo viera y que sabía incluso en qué bolsillo llevaba el dinero”, señala Joe Jackson, incrédulo. Pero se requiere algo más que fe para resolver un asesinato.
Sigue habiendo arrepentimientos, reconoce Jackson, que siempre ha creído que la investigación estaba sentenciada desde el principio. Habla de Joe Beattie con gran admiración, aunque sus palabras no están exentas de crítica. Su omnipresencia en el caso podría interpretarse como un “intento de hacerse un nombre”, señala. No cabe duda de que era un detective brillante, pero se cometieron errores. No se siguieron determinados procedimientos y se confió demasiado en la prensa. “Espero que no te moleste que diga esto”, dice al principio de la conversación, “pero pueden ser tan molestos como útiles”.
Beattie recuerda el “escuadrón de baile de Bible John”, un equipo de 16 detectives cuyo cometido era mezclarse entre la clientela del Barrowland por si al asesino le daba por volver. “Puede sonar inocente, pero había una posibilidad de que sirviera de algo. Aunque hubiera salido en prensa y el asesino lo supiera, nuestra presencia sirvió para hacer que la gente se sintiera segura”. Cuando empezamos a hablar del caso como un misterio aún sin resolver, Joe me interrumpe. “Estoy seguro de que lo han atrapado. Ya sabes a qué hombre me refiero”.
Hoy día, los criminólogos retratan a Bible John como un sádico sexual y un asesino organizado y meticuloso. Peter Tobin era —y sigue siendo— ambas cosas. En mayo de 2007 fue acusado del violento asesinato de la estudiante polaca de 23 años Angelika Kluk. El suceso conmocionó a todo el país de igual modo que lo hicieron los asesinatos de Barrowland en la década de 1960.
El cuerpo de Kluk fue hallado un año antes bajo las tablas del suelo de la iglesia católica romana de San Patricio, en la zona de Anderston, en Glasgow, no muy lejos de donde encontraron el cadáver de Helen Puttock en 1969. Kluk había sido apaleada, violada y apuñalada con tal ensañamiento que conmocionó incluso a forenses y detectives de homicidios.
“Medio siglo de pesadillas transmutadas en la figura canosa y enjuta de un empleado de mantenimiento con el corazón oscuro”
Tobin, de 60 años, había estado trabajando como operario en la iglesia con el falso nombre de Pat McLaughlin. Era un hombre de modales impecables, diligente, discreto y educado. Durante los días posteriores al asesinato de Angelika, el 24 de septiembre de 2006, la policía hizo un llamamiento urgente. Él había sido la última persona que la vio con vida y de repente estaba ilocalizable. Un joven que conocía a “Pat” facilitó una foto a la policía, que a su vez la puso a disposición de la cadena de televisión local. Cinco minutos después de publicarse la foto, las líneas telefónicas se colapsaron. Conocían al hombre, pero no por ese nombre. Se trataba de Peter Tobin, un tipo extremadamente peligroso.
Pocos días después, descubrieron que Tobin había huido a Londres, donde había ingresado en un hospital tras falsear una solicitud. Una enfermera lo reconoció y alertó a la policía. Las pruebas forenses revelaron que Tobin fue quien asesinó a Angelika. Salieron a la luz más datos escabrosos: Tobin era un fugitivo que había estado ocultándose en la iglesia tras eludir una orden de arresto emitida en 2005 por quebrantar las condiciones del registro de delincuentes violentos y sexuales; la condena se remontaba a una sentencia de 14 años dictada en 1994 por un delito de violación doble y agresión cometido en el piso en el que vivía con su hijo de cuatro años.
Joe señala que no es frecuente que un asesino empiece a perpetrar sus crímenes a los sesenta y tantos años. Y no es el único que piensa así. El profesor David Wilson, uno de los criminólogos más reputados de Escocia, fue el primero en advertir el paralelismo entre Tobi y la información que se tenía sobre Bible John.
La sorprendente similitud entre los rasgos faciales de un joven Tobin y el hombre del famoso retrato robot, la obsesión por la religión, la perversión sexual y la violencia (las tres exmujeres de Tobin refirieron el infierno de su matrimonio y el encanto sociópata que desprendía), los dientes delanteros ligeramente solapados. Se había criado en Glasgow y se supo que frecuentaba las salas de baile de la ciudad, en concreto la Barrowland, donde conoció a su primera esposa. Los asesinatos cesaron el mismo año en que Tobin se fue de la ciudad para empezar una nueva vida en Brighton.
“Ya era un nombre conocido en el sistema”, señala Joe Jackson, en referencia a la temporada que Tobin pasó en prisión en la década de 1950 por robo y fraude. Pero de algún modo logró evadir todo el dispositivo de búsqueda de Bible John que se desplegó en los 60.
“Su capacidad de hacer el mal también es historia, pese a que las consecuencias de sus actos pasados hayan dejado una huella indeleble en las vidas de las personas afectadas”
Las corazonadas del detective y el profesor resultaron ser ciertas y espantosamente precisas. Posteriores registros de las casas en las que había vivido Tobin, en Margate y Bathgate, revelaron los restos de otros dos cuerpos. Vicky Hamilton y Dinah McNicol, dos jóvenes vulnerables cuya desaparición se había denunciado en 1991. No es necesario relatar los pormenores de sus muertes.
Actualmente, Tobin cumple una condena de cadena perpetua en la prisión de Saughton en Edimburgo. El juez Menzies, que instruyó su primer juicio, lo describió como un “hombre malvado”, una opinión a la que nadie tuvo objeción. Sin embargo, a Tobin nunca se le han imputado los asesinatos de Bible John, y probablemente nunca llegaría a demostrarse cualquier conexión con ellos, dado el estado de deterioro en que se encuentran las pruebas de ADN obtenidas de Helen Puttock. Los detectives aventuran que Tobin podría ser el autor de otros nueve asesinatos. Según parece, en prisión alardeó de haber cometido varias decenas más, si bien no ha reconocido ninguno de ellos oficialmente. “Me importan una mierda [las familias]”, fueron sus palabras, recogidas en una grabación de vídeo.
Tras tantos años de búsqueda, esto es lo que crees que has encontrado: un hombre viejo y frágil con un jersey de punto apolillado. Medio siglo de pesadillas transmutadas en la figura canosa y enjuta de un empleado de mantenimiento con el corazón oscuro. ¿Cómo no iba a decepcionar? Cuando los detectives de California dieron con el asesino de Golden State, a principios de este año, encontraron a un anciano Joseph James DeAngelo, un tipo “como otro cualquiera, una persona normal”, que vivía con su nieta y su hija en Oakland. De algún modo, la verdad nunca está a la altura de la historia.
Oficialmente, el caso sigue abierto. Contacto con la policía de Escocia, desde donde me aseguran que “los asesinatos de Helen Puttock, Jemima McDonald y Patricia Docker siguen sin estar resueltos aunque, como es habitual con este tipo de casos, están sujetos a revisión y se investigará cualquier información nueva sobre sus muertes”.
A título privado, me cuentan que difícilmente querría algún agente ocuparse del caso. ha pasado demasiado tiempo y gran parte del trasfondo y el contexto se ha perdido en el pasado: las salas de baile, las víctimas, incluso el propio tejido de la ciudad en la que ocurrió todo. Y si fue Tobin, no hay más que hablar: fin de la leyenda, caso cerrado. Informaciones recientes hablan de un hombre asustadizo y hermético que sufrió una embolia en 2017. Su capacidad de hacer el mal también es historia, pese a que las consecuencias de sus actos pasados hayan dejado una huella indeleble en las vidas de las personas afectadas.
Quiero hacer una última parada, aunque no sé muy bien por qué. Se tarda unos quince minutos en llegar andando a Anderston desde el centro. El paseo se me antoja más largo al tener cruzar la autopista M8, que discurre justo por lo que antiguamente fue el núcleo de la zona. La iglesia de san Patricio es un pequeño edifico de ladrillo rojo protegido del rugido del tráfico en el que se respira un ambiente de tranquilidad y sosiego. Fuera, un hombre disfruta de una taza de té al sol del mediodía. Hoy la iglesia está cerrada, me dice con una sonrisa. No hay mucho que responder. Me doy la vuelta, aliviado de volver al ruido y el ajetreo de la vida diaria.
Este artículo se publicó originalmente en VICE UK.