He aquí la que, creo, es la tesis dorsal de Somos lengua: “El hip hop es una forma de liberación”. Esta tesis ha sido planteada aquí no desde el romanticismo sino desde la observación casi siempre desapegada, a veces crítica —edición es crítica, ¿cierto?, dejar pietaje en el piso de edición, yuxtaponer a un grupo de raperos del DF con uno más de Aguascalientes o Guadalajara, es un ejercicio crítico, ¿cierto?— y a veces completamente envuelta con sus sujetos.
En Somos lengua el hip hop puede verse como un intercambio de mentadas. A veces, como en el caso de la batalla entre los rappers Sipo y Killer, un intercambio brutal e ingenioso, pacífico, entre dos iguales que al final se darán la mano. Pero piensen en el primer rapero que vemos en la película, de nombre Giro. Su camino inicia en el Ángel de la Independencia, Reforma, DF. La cámara lo sigue, casi montada sobre él, entre la muchedumbre que comprendemos forma parte de una manifestación que reclama justicia por Ayotzinapa. En algún punto lo vemos pedir prestado un micrófono y la improvisada tarima de una pick up. Entonces trepa y estalla en una rapeada retahíla de insultos contra el sistema. Este no es un intercambio amistoso: es una declaración de guerra. “Estoy cantando porque mi vida pende de un hilo / por un idiota que se llama presidente.” Vaya, este no es ni siquiera un intercambio, porque el interlocutor de Giro no solo es un idiota: es un monstruo armado hasta los dientes pero sin sentido de la vista o del oído: es el Estado. (Fue el Estado.)
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Hay otras formas de liberación hiphopera en Somos lengua. A una rapera la libera la complejidad posible de las letras. “Cuando vi que decían cosas inteligentes y que yo las comprendía, dije a wevo, soy más chingona que toda esta bola. Tal vez tenía baja autoestima.” En otro caso, la liberación viene a través del pecado. Para un rapero regio, ex alumno en una escuela de monjas, por ejemplo, “fueron las maldiciones”. En un ambiente tensamente cargado de culpas, escuchar versos como “Soy un pecador y voy a hacer un desmadre / y al que no le guste que chingue a su madre” fue tirar puertas. Es la literatura tirando a mazazos el muro de la religión. Es el diablo, por fin, y su promesa de libertad. Ese rapper es uno de los poetas más afilados y sutiles entre los que muchos vemos y oímos a lo largo de la película. En uno más, la liberación hiphopera llega a través de la ropa y los afeites. Hay un homie al que en el trabajo le prohibían usar barba. Tenía que usar un cubrebocas y la barba permitía el paso del plomo hacia la boca y la nariz. Tuvo que rasurarse. “Se te envenenaba de plomo la sangre.” Después dejó ese trabajo y la barba volvió a crecer. “Volví a ser yo”, dice. El hip hop es uno, es yo ,y lo que no es hip hop es lo que es otro.
A esos rappers la cámara parece observarlos desde la distancia, sin intervenir. A otros, no tanto. Hay detalles inspiradísimos. Un rapper canta en una sucesión de esdrújulas sobre el asqueroso estado de cosas de México (“todo está frío / tal vez fue el cambio climático”); al fondo, una puerta de vidrio da a la calle. De pronto, tres personas pasan por allá, a toda velocidad; un instante después, el fondo se contamina de los colores de una torreta policiaca. Los versos han pasado a ser agudos (“sin dinero en las bolsas / las cosas van mal / y siempre hay vacantes / en tu empresa criminal”). El rapero imita con mímica una pistola y en el sonido escuchamos el corte de un cartucho, “nomás va a ser un rato / en lo que me levanto / clic clac”, y escuchamos un disparo en el clac. Es como si una realidad intensificada descendiera sobre la escena. Otra vez, estamos en un estudio. Mientras la cámara permanece dentro de cabina, con un rapero con audífonos, sucede algo que nos imaginamos: (porque no podemos oírla) es la intro de una canción. Pequeños tarareos anticipan un boom. De pronto, pum, la cámara se sale de cabina, entra la música por fin a las bocinas, y del otro lado el rapero comienza su poema; este, a su vez, va cubriendo la pantalla en una kynetic typography, mezcla de una fuente sans serif y una variación de letras góticas. El efecto es pasmoso. Otra vez, durante una especie de rola/árbol genealógico del hip hop por Dignatarios, las rimas van apareciendo y desapareciendo de la pantalla en enormes letras amarillas y, después, azules; aquí el efecto no lleva al pasmo sino que remite al graffiti, uno de los tres pilares del hip hop. La animación como forma de acercamiento: reducción de los grados que nos separan de estos músicos y poetas.
Pero, como dije, los cineastas ven a sus sujetos también críticamente. El rapper es parte de la violencia. Es, de hecho, un nodo de la violencia. Las clicas, las drogas, las madrizas. Hay todo un segmento en la segunda mitad de la película que enfatiza estas relaciones sangrientas. Pero una decisión de montaje es acaso más reveladora que los recuentos detallados de hechos violentos. Si Giro, un pequeño héroe entre los muchos que marcharon, gritaron y lloraron el año antepasado, es el primer rapper que vemos en Somos lengua, el segundo, inmediatamente después de los créditos, es un tipo violento, que ríe cuando un homie le dice que lleva “como diez picados y uno que otro muertito” con un cuchillo que trae en la mano. Es como si los documentalistas quisieran recordarnos que la relación entre el hip hop, la violencia y el ansia de libertad es consanguínea: que se propician, se alimentan, se ayuntan. Que no existen los unos sin los otros.