«Si le das más poder al poder, más duro te van a venir a coger».
—Molotov
El oficial de Inmigración tomó mi pasaporte y me dijo que esperara a un lado. Empezaba la temporada de la pandemia. El cubrebocas condensaba la respiración, los lentes se empañaban. Era esa una representación aceptable de Cuba, un país con cubrebocas, la respiración secuestrada, la mirada obstruida por la niebla del jadeo. Todo lo que es reducible viene de un orden injusto. La noche anterior habíamos sacado a un amigo de la cárcel. Bebí muchas cervezas en la madrugada, festejamos en un antro de la calle 25, mientras la uña de la libertad abría un hueco de asombro en el fango de nuestros cuerpos.
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Vino una mujer y se llevó mi pasaporte. Me estaban esperando. Unas semanas antes habían llamado a mi celular para interrogarme. Yo los rechacé. Luego un policía estuvo rondando la casa de una amiga. Preguntó a los vecinos por mí. Eran como la sombra del lobo medieval. Se deslizaban detrás de un muro, se escurrían bajo alguna carreta, algún gruñido seco se escapaba. Uno quería ya que aparecieran, terminar de asustarse de una vez.
El miedo se había instalado en nosotros como una prótesis fría, tornillo en la carne. El cuerpo social intervenido por nada, sometido al experimento médico de la policía política. Vivíamos acostumbrados a la parsimonia del sobresalto, la expresión burocrática del susto. Por eso, como primero se escapaba de esta dictadura era metiéndose en ella, yendo a buscarla. Tener que mostrarse es siempre una debilidad del poder.
Pasaron varios minutos. Cierta tristeza principal los estiraba, la tristeza histórica del absurdo último. ¿Por qué las cosas eran así? La mujer regresó con mi pasaporte y me dijo que la siguiera. Una oficial con uniforme militar, seca, impertérrita. Parecía recortada de todo, pero yo sabía que había bailado reguetón alguna vez, que había visto pornografía y comido frijoles negros.
Pasamos Inmigración y la revisión de Aduana. Me pusieron el sello de salida en el pasaporte, iban a dejarme ir. La Habana quedaba atrás.
Después de haberse situado por delante, dibujada en papel de aire con el carbón del delirio; y después de habernos movido a la par, como falsos cuerpos idénticos, ese era el lugar en que había encallado la ciudad. Pero, ¿atrás de qué? ¿Atrás de la vida, quizá? En ningún mapa del tiempo, en ninguna de las rutas futuras, ni siquiera en los planes de fuga o huida, aparecía de nuevo La Habana como lo que había sido alguna vez: una promesa de rescate, una tentación o un hallazgo íntimo. Se había convertido en un sitio precariamente dispuesto entre la bruma de la melancolía y la trampa de la indiferencia. Solo la línea de sal de su asfixiante situación política, lo que en otro momento habría degenerado en asco o desprecio, hacía que La Habana adquiriera todavía algún sentido para mí. Uno contingente y frágil, pero sentido al fin, el de la justicia pospuesta.
Eran como la sombra del lobo medieval. Se deslizaban detrás de un muro, se escurrían bajo alguna carreta, algún gruñido seco se escapaba.
Faltaba una hora y media para el vuelo a Ciudad de México. Quería mucho volver. Llevaba ya seis meses alejado de esa superstición que Lucia Berlin califica como «fatalista, suicida, corrupta. Una ciénaga pestilente. Ah, pero tiene su encanto. Hay destellos de tal belleza, ternura y calor que te dejan sin aliento».
La mujer me condujo hasta un superior suyo. Era un hombre alto, atlético, ojos verdes, llevaba una tablilla en la mano. Su cordialidad tenía un punto de interés, porque se trataba de alguien genuinamente afable en medio de una situación arbitraria. Hablamos poco, agradecí eso. Me dijo que se trataba solo de unas preguntas, no iban a robarme mucho tiempo. Mentía, por fuerza. Ningún hombre como este, formalmente constituido, sin oportunidad de renuncia, podía convertirse en mi aliado desde que el país entero se había vuelto mi enemigo. Un hombre bueno en una situación mala se vuelve un hombre malo que finge.
Pasé los baños y las tiendas de bisutería de la Terminal 3, la composición vulgar del parque simbólico de la Revolución: las cajas de tabaco Cohíba, las botellas Havana Club, el rostro del Che Guevara. Un batiburrillo pop de ideología descosida, una tela de ilusión remendada con parches de terror, hasta que el parche terminó volviéndose toda la tela.
Crucé otra revisión y el oficial me dejó en una oficina pequeña, desangelada. Había dos hombres junto a un buró. Tuve que sentarme frente a ellos. Por fin. Quería ver de quién se trataba. Los miré. Estaban escondidos detrás de unos cubrebocas verdes, un siniestro verde oscuro de enfermería municipal. ¿Así que eran ustedes? Los había visto siempre, me había cruzado con ellos en la calle cada día de mi vida en ese país.
Cualquier cubano que estuviese dispuesto a meter la vista en la multitud, en la fila de la bodega, en esos planos de jolgorio popular tan llevados y traídos en los videoclips nacionales, iba a encontrarse sin falta a estos dos hombres. Incluso cualquier cubano que se mirase al espejo, si en ese mirar no rompiera el espejo de un puñetazo, o, por no cortarse la mano, si no lo rompiera entonces con un martillo, podía encontrarlos también.
No representaban el dueto policía bueno/policía malo. Uno, el jefe, era más bajo, comprimido, tenía la boca llena de sandeces. El otro era ancho, fuerte, casi no cabía en su silla, y no parecía jugar allí ningún rol más o menos definido. Quizá, como cuenta Bárbara Demick en Querido Líder, iban en pareja por la misma razón que en Corea del Norte el régimen dinástico coloca dos guías a los periodistas extranjeros: para que se vigilen entre ellos y ninguno de los dos incumpla el guion prescrito. Visto lo visto, yo también era un periodista extranjero para mis dos oficiales, de ese tipo específico de extranjero que son los cubanos que han renunciado a la patria local del castrismo.
Creí que al segundo de ellos lo habían llevado al interrogatorio para que aprendiera. Un oficial inexperto que apoyaba a otro más experimentado e incorporaba así el funcionamiento inquisidor de una máquina totalitaria cuya crueldad no provenía de la inteligencia, sino de la estupidez.
Les pregunté sus nombres. Se llamaban algo como Carlos o Alejandro o Jorge. Nombres falsos, los nombres de siempre, nombres de reyes muertos. No dijeron llamarse Yasmany o Yasiel, nombres de verdad, de gente real que sudaba. Yo estaba convencido de que así se llamaban, que respondían por Maikel o Yandro cuando salían a la calle y uno los veía sobrevivir como el resto, padeciendo el sol duro de las víctimas.
Siempre usaban alias, y nada delata más que un alias. Una parte de los periodistas que escriben para la revista que yo edito también habrían de ser interrogados por esas fechas, en medio de la pandemia global. Como la palabra pertenecía a la historia, era el represor quien tenía que esconderse. Era el represor el que no podía revelar su nombre y quien tenía que pasar como un fantasma por la sala del juicio último, una sala modesta pero definitiva, donde nos jugábamos el merecimiento de esa criatura extraña, la libertad.
Una parte de los periodistas que escriben para la revista que yo edito también habrían de ser interrogados por esas fechas, en medio de la pandemia global.
¿De quién se esconde el represor, si es él quien reprime? Se esconde de un momento venidero al que algunos nos habíamos lanzado, y esa era básicamente la razón por la que nos interrogaban. Bajo la máscara de alguna culpabilidad presente, lo que los represores en verdad nos preguntaban era cómo funcionaba esa época nuestra que ellos desconocían. Es frágil, les habríamos dicho, no es un tiempo concluido como el tiempo en el que ustedes viven. Pero quien pregunta mucho tampoco quiere escuchar, sino abatir al otro.
En aquel país del que yo venía huyendo la gente moría con ochenta años y solo existía de miércoles para jueves, fatigándose eternamente en la distancia corta. Un día a la vez para toda la vida, no nos había sido dado más. Lo que destruía en el totalitarismo era el segundo idéntico, opresor, avanzando en bucle hacia ti.
El oficial jefe tenía un acento habanero, más áspero y prosódico; el otro, un acento oriental, más derretido y rítmico. El subordinado no habló mucho, pero en el poco espacio que tuvo se las arregló para revelar sus dotes particulares. En el servicio militar los había visto como él. Buena parte de ellos, al cabo de los años, terminaban bañados en alcohol, con olor a gasolina encima, esperando la llegada de agosto para agarrar un estímulo de fin de semana en un campismo desvencijado del litoral norte.
Su jefe escupía las palabras, y a él le incomodaba el cubrebocas, que se movía y lo ahogaba. Cuando decía algo, las palabras, como babeadas, se le amontonaban en el bozal de tela. Morían indistinguibles, un montón de sonidos apachurrados que ni yo ni su jefe lográbamos desamarrar. Extraer alguna idea de su balbuceo era como meterse a escoger arroz. El jefe lo miraba con paciencia, sin recriminarle. El subordinado corría el cubrebocas con la mano y hablaba entonces de costado, soltando por un lateral.
Cuando sus palabras finalmente llegaban, venían entonces con la forma y el tono de una pregunta ya anteriormente hecha por su jefe. Acabo de responder eso, le dije un par de veces. A lo mejor él también estaba bajo supervisión. Tenía que preguntar algo y no sabía qué. Parecía uno de esos alumnos que entran a la última clase del curso sin evaluación oral y se ven obligados a intervenir solo para no reprobar.
Si él no tenía ninguna idea, su jefe tenía una. Fija, absoluta, y se la reservaba para sí. Todos hemos visto eso alguna vez. Era la idea de un hombre bárbaro en situación de poder que cree llevar la razón. ¿Cuánto te pagan por tus publicaciones en Facebook?, preguntó, ¿quién te paga?, ¿de dónde conoces a quienes conoces?, y así. Muchas más. El caracol retórico de sus preguntas los enroscaba. Creían que todo el mundo funcionaba como ellos. Por órdenes, por un estímulo mísero sometido a jerarquías oscuras.
Creían que todo el mundo funcionaba como ellos. Por órdenes, por un estímulo mísero sometido a jerarquías oscuras.
Me aturdían. El oficial que me había llevado hasta allí entró de golpe en la habitación y les dijo que no faltaba mucho para el vuelo. Luego se fue, cordialmente cómplice. No encontré manera de responder aquella avalancha hilarante con rectitud mínima, o con cierta dignidad, o incluso con leve sarcasmo, que era, no sin condescendencia, como me había imaginado a mí mismo cuando llegase esta situación. Me tenían atrapado en su relato viscoso. Nos venía bien una frase de Robert Walser: «Cualquier afán por elevarnos sobre la vulgaridad tiene un límite en la vida».
Hicieron muchas preguntas sobre mis amigos, también sobre mi familia. Me enseñaron fotos de personas que no conocía, o que había visto alguna vez muy brevemente. ¿Qué tipo de vínculos y conspiraciones habían supuesto aquellas cabezas esquizofrénicas?, pensé. Si esto suena vago, es porque lo es. Buscaban algo que no había. Que yo no sabía qué era, y ellos menos, algo cuyo pasado solo existía en la medida en que ellos lo construían allí. Empanizaban la memoria del delito con la harina del sinsentido, embarrándolo todo de un razonamiento pegajoso, ensuciándome.
Traté tanto como pude de montarme encima del pensamiento que ellos estaban produciendo en mí, del pensamiento de las respuestas, y en cada ocasión que eso sucedió me di cuenta de que intentaba no delatar a nadie. No podía hacerlo, desde luego, porque no había a quién delatar, pero a los interrogadores eso no les interesaba, porque lo que ellos pretendían no era que yo delatara, sino, justamente, que yo intentara no delatar. Así se demostraba que había alguien encubierto que podía ser delatado.
El crimen, sin embargo, sí existía, y era Cuba. Solo si esos dos oficiales fingían investigarme, podían terminar salvándose. El totalitarismo tardío, el que yo había vivido, no podía leerse como la parábola de la destrucción absoluta del individuo, sino, al contrario, como el proceso donde el individuo adquiría anticuerpos y engañaba al Gran Hermano. No lo amaba y le ponía los cuernos, pero al Gran Hermano le servía, pues no solo se sabía engañado, sino que había buscado tal cosa, crear en su fase final un tipo de individuo mentiroso y escurridizo que se movía como un adúltero de sí mismo y cuyos anticuerpos eran apenas otra expresión de la enfermedad.
En el totalitarismo, al fin y al cabo, no había infidelidad que no estuviera ya dentro del matrimonio, pero si mis interrogadores no suscribían ese contrato nupcial y seguían investigando quién había emprendido el descuartizamiento de Cuba, a la salida solo podía esperarles el exilio o la muerte civil, el mismo destino de casi todos aquellos que anteriormente habían desentrañado a fondo ese crimen sencillo.
En El caballero y la muerte, la novela de Leonardo Sciascia, el Vice investiga la muerte de un abogado importante y sus investigaciones lo llevan nada menos que al Presidente de las Industrias Reunidas, otro nombre coyuntural del poder. Al mismo tiempo, inducidos, los periódicos comienzan a hablar de un grupo anarquista-terrorista de jóvenes insatisfechos: «Los hijos del ochenta y nueve». Ese fue el año en que yo nací. El Vice solo finge lanzarse detrás de este supuesto grupo desestabilizador para complacer a su jefe, pero no muerde el anzuelo, a pesar de la verosimilitud. Como insiste y se acerca a la verdad, lo matan de un disparo, en una de las escenas finales más hermosas que se hayan escrito.
No es que no existiera en El caballero y la muerte el estado de corrupción política y frustración generalizada para que en Sicilia estallara algo como «Los hijos del ochenta y nueve». A fin de cuentas, yo había estallado ya junto a muchos otros. Era que el poder cometía un crimen específico, manejable por ellos, necesario e ineludible para ellos por otras razones, y lo achacaba a un enemigo que ya venía entonces prefigurado, envuelto en una rebeldía gestual de raíz domesticada. Ese había sido uno de los mayores éxitos históricos del castrismo. Había que entregarse a la ardua empresa de no volverse un enemigo verosímil, funcional al único relato que supieron escribir, y cometer nuestro propio tipo de crimen.
En la página 64 de la edición de El caballero y la muerte que yo poseo, puede leerse el siguiente diálogo amargo, capsular:
«—¿Ha visto? En este país uno nunca se aburre: ahora tenemos a Los hijos del ochenta y nueve.
—Sí: Los hijos del ochenta y nueve. —Con ironía, con malicia.
—¿Qué piensa de todo esto?
—Me parece que es un montaje, una invención. ¿Y usted qué opina?
—Lo mismo.
—Me agrada que piense como yo. Pero por lo que dicen los periódicos, en su servicio creen que va en serio.
—Pues sí: ¿o piensa que se van a perder una invención tan buena?
—Ya veo. Creo que la inventaron con lápiz y papel: como un juego, un cálculo… ¿Adónde van a refugiarse esos pobres infelices, esos pobres desheredados que aún quieren creer en algo después de Jruschov, después de Mao, después de Fidel Castro y ahora Gorbachov? Algún pastel hay que arrojarles: uno que ha vuelto al horno después de doscientos años, blando, fragante de celebraciones, exhumaciones, revaluaciones; y dentro, la piedra de siempre, para que se partan los dientes».
Ese pastel que vuelve después de doscientos años es la Revolución Francesa, una de cuyas porciones es la idea y la configuración de la República. En una desviación libre de El caballero y la muerte, como una ficción real, quizá los fantasmagóricos «hijos del ochenta y nueve» pudieran morder el pastel y evadir la piedra.
Buscaban algo que no había. Que yo no sabía qué era, y ellos menos, algo cuyo pasado solo existía en la medida en que ellos lo construían all
Los policías me preguntaron por Luis Manuel Otero. Se trataba del amigo que ellos habían apresado bajo unos cargos falsos y que habían tenido que liberar la noche anterior. Querían saber desde cuándo nos conocíamos, o qué nos había unido. Ya todo había sido escrito. Ellos, eran ellos los que nos habían unido, por supuesto, pero no estoy seguro de habérselos dicho.
El tercer oficial volvió a entrar. Faltaban diez minutos para el vuelo. Ahí ensayaron un acercamiento torpe. Me preguntaron si podíamos tomarnos un café cuando volviera a Cuba. Algo informal, no querían citarme. Me asusté por un momento, como si ya hubiera aceptado. Recordé que en el servicio militar un oficial de la contrainteligencia me había llamado a su oficina para pedirme que delatara a los otros soldados cuando se fugaban o dormían en la guardia. Aquellos ofrecimientos desataban un tipo de repugnancia particular.
Dije que no. La única manera en que ustedes y yo podemos conversar es a través de una citación, solté. Preguntaron cuándo regresaba. No sabía. Me dijeron que nos íbamos a ver en ese regreso. Les dije que hicieran lo que tenían que hacer. Aplicaron luego cierta pedagogía. Yo había tenido, dijeron, una actitud desafiante cuando decidí no ir a verlos después de que me llamaran al celular, y ese no era yo. Les dije que no tenían la menor idea de quién era yo. En verdad, yo tampoco tenía la menor idea, pero era una frase que, a pesar de su desgaste, venía bien en el momento, podía frenarlos y no sonaba mal.
Hablaban como si hubiesen sido ellos mismos los que me habían llamado al celular. Tenían razón. Estábamos en La Habana y la llamada fue en Matanzas, pero se trataba de un cuerpo único que, dado el lugar o la hora del encuentro, podía encarnar figuras particulares sin desarticularse. Nada los diferenciaba.
Llevábamos más de una hora. Se quiere ver en estos sucesos un encuentro de naturaleza kafkiana. No lo son, lo desmerecen. Ya había demasiadas palabras allí. En Kafka, los funcionarios no preguntan, no necesitan averiguar nada. Sus comportamientos son severos y sus parlamentos son precisos y secos, con la doble condición de que cierran una puerta y abren al mismo tiempo una red de múltiples e inagotables sentidos, y en ese laberinto, más que en la finta de la puerta cerrada, es donde queda preso el desdichado.
Cuando los interrogadores intentaron presionar, ya era un poco tarde y se atropellaron. El tercer oficial volvió a entrar y les dijo que no podía detener más el vuelo. Antes de perderlos de vista, hubo una pausa de histeria en la que me dijeron que por eso debía presentarme de inmediato cuando me llamaran, para poder conversar con calma y no tener que mandar una patrulla por mí. No fue una conversación, dije, fue un interrogatorio. Me dijeron que un interrogatorio era algo peor. Farfullaron algo más. Ahí no los escuché mucho, nos desperezábamos todos.
¡Qué lejos estábamos en el tiempo para un episodio así! Era 14 de marzo de 2020, una fecha en la que la estética del estalinismo ya solo podía presentarse como folclor. Afuera proliferaban las noticias de la pandemia. En lo adelante habría decenas de miles de muertos en el mundo. Tres días antes se habían diagnosticado los primeros casos de coronavirus en Cuba.
Corrí hasta el avión y busqué mi asiento. Los pasajeros me miraron con rechazo. Seguramente pensaban que había hecho todo a última hora. Ya ubicado, con el cinturón puesto, sin carga en el celular, me desplomé. Fue como si me sentara dos veces, o como si una parte de mí se hubiera retardado más que yo y apenas estuviera llegando. Pero no era esa la única parte de mí que había demorado. En los días siguientes, ya en Ciudad de México, sucesivas partes mías, provenientes de ese encuentro, iban a seguir depositándose.
Podía entenderlo. Se había producido un corte en la realidad y uno accede a un lugar así cuando se va de él. El vuelo despegó. Cerré los ojos y me deslicé en la alta noche de ninguna parte. Lo que ha sido pesa menos que lo que habrá de suceder.
* Carlos Manuel Álvarez nació en Cuba, en 1989. Es periodista y escritor. Fundador y editor de la revista El Estornudo. Ha publicado los libros La tribu (2017) y Los caídos (2018).