Ilustraciones por Esteban Aldrete.
I
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La última vez que Peter Casino se paseó en Los Ángeles había sido en una época jodida. Desde entonces tenía los nudillos más rojos y un mechón de cabellos cubría su frente, el mechón parecía una cascada de sangre negra partiendo en dos su cabeza. Peter Casino se había inventado ese nombre porque carecía de imaginación y tampoco tenía una vida. Ninguna de ambas ausencias le dolía. Pensar que no tenía imaginación ni vida lo devolvía a la paz extraviada cuando abandonó el útero. Él se consideraba un turista como tantos otros que van y vienen buscando a una víbora que les muerda los pies. Un simple turista, Peter Casino, aunque en su pasaporte se consignara su nombre real: Elmer Fernández. Si en verdad quería considerarse un turista serio, Peter Casino tenía que viajar al menos dos veces al año. Y siempre elegía una ciudad de Estados Unidos pues, según él, en ese país podía uno considerarse un turista real. Entre tantos otros mexicanos, Casino podía decir en voz alta: “No vine a trabajar. Hablo inglés mejor que ustedes y he venido a gastar mi dinero a Los Ángeles”. A él le bastaba con atravesar una sola frontera para estar tranquilo y sentirse satisfecho. Una frontera nada más. Era un hombre reservado cuando no bebía alcohol y a sus cuarenta años sabía que beber sólo significaba una cosa segura: seguir bebiendo. Si tenía que presentarse ante alguien desconocido solía repetir una frase que creía haber escuchado alguna vez en una película: “Soy Peter Casino, no estoy enfermo, es mi rostro”. Y después de presentarse de este modo se reía, se acomodaba el mechón negro y volvía a su recia formalidad.
La última vez que Casino estuvo en Los Ángeles había sido en una época jodida. Las épocas, en su caso, no tenían ninguna relación con la historia o la política. A lo que Casino se refería no podía llamársele época, sino enfermedad. Cinco años atrás había tenido que recluirse en su hotel durante una semana a causa de una infección. Cagaba y vomitaba hasta colmar las cañerías. Hubiera querido vomitar Los Ángeles completa en el mar. Durante aquellas noches inclementes y sudorosas soñaba que esta plasta luminosa y enredada de autopistas se deslizaba como una mancha apestosa hacia el océano Pacífico.
—A mí las cuentas en dólares nunca me salen.
—Mmmm.
—Trabajo en un almacén y asocio los números con las cajas y los ladrones. Un ladrón se llevó seis cajas. Eso sí lo entiendo. Y las cuentas si son en pesos… también las entiendo.
—Mmmm.
—Acá es distinto, los dólares me recuerdan las caricaturas que veía de niño, como si no fueran reales…
Así se expresaba Casino ante aquel desconocido silencioso con quien había entablado una breve conversación en un café del barrio de San Pedro. “Soy un turista que viene a gastar sus dólares. Deben tratarme bien. No admito más que respeto”. Cuando él hablaba la gente prefería mirarlo. Su imagen no enlazaba con sus palabras. Decía que era un turista, pero se comportaba como un actor. Decía que no tenía vida, pero a su alrededor se abría y desplegaba un aura misteriosa. La sombra misma de Peter Casino reía cuando él le decía a un desconocido: “No estoy enfermo, es mi rostro”. La verdad acerca de este hombre no escondía ningún misterio. Trabajaba en un almacén de productos químicos en Toluca. Sabía de números, no de dólares. Y a su cuidado se encontraban pastillas que los hombres consideraban muy valiosas, extraordinariamente valiosas. No se había casado porque el mechón negro espantaba a las mujeres. Y para tener un hijo se necesitan mujeres: al menos esto era verdad en la pobre imaginación de Peter Casino. Lo que resultaba sorprendente era su rara afición por la lectura y aunque leía algunos libros su imaginación no aumentaba.
Esa noche en el Walker’s Cafe, había bebido varias botellas de cerveza y se había puesto sociable. Los motociclistas que se congregaban en ese lugar le parecían magníficos e ideales conversadores. Eran nobles y apenas si soltaban más de dos palabras. Y él se aprovechaba de su silencio para, ya borracho, contarles alguna historia. Entonces se convertía en Peter Casino.
—Me gusta este lugar. He cruzado la ciudad para venir hasta aquí.
—¿Tienes motocicleta? No te había visto antes—. El que preguntaba era un hombre calvo enorme, corpulento, vestido de cuero y mezclilla. Había terminado de manosear un plato de papas fritas y cuando estaba a punto de levantarse de la mesa, otro hombre de menor estatura y mechón negro se sentó frente a él y le invitó una cerveza. Y ahora conversaban.
—Las motocicletas son ruidosas y quiero pasar inadvertido. Los turistas debemos ser invisibles— dijo Casino.
—¿Eres turista? —preguntó el calvo de la moto.
—Sí, y de los buenos. Traigo dólares para gastar en Los Ángeles.
—Mmmm. Hablas buen inglés.
—Conozco las reglas.
El café era pequeño y estos dos hombres, sentados frente a frente, eran tan distintos entre sí como podían serlo una rana y un barco remolcador.
—¿Duermes bien? —preguntó Casino, abruptamente. —¿No te queda en la cabeza el ruido de la motocicleta? ¿No lo oyes todo el tiempo? Debe ser el pinche infierno.
—Mmmm… el infierno no me disgusta.
—A mí tampoco, aunque no estaría de más llevarse allá un ventilador —dijo Peter Casino. Cada vez que mencionaba la palabra “infierno” se acariciaba el mechón negro de su frente. —Un ventilador y unas píldoras para dormir.
—¿Píldoras para dormir? Mmmm.
—Sí… ansiolíticos, inductores de sueño. Ya sé que en el infierno es necesario estar despierto para poder sufrir, no soy estúpido. Pero en la muerte se da todo como en la vida, algún privilegio te habrás ganado si sufres bien. Si sabes sufrir y lo haces bien tienes derecho a tomarte unas pastillas y a dormir. Como en cualquier campo de trabajo.
—Mmmm, supongo que sí—. Al motociclista fornido comenzaba a desagradarle la conversación, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Al menos ese hombre de nombre ridículo era un desconocido y él ya se había cansado de su banda de amigos motorizados.
—El olor del mar, ¿cómo puedes hablar del infierno en este lugar? —dijo, un poco para sí, Peter Casino.
—Te invito otra cerveza antes de irme.
—Gracias, acepto.
—Si no aceptaras tampoco me molestaría, pero gracias por aceptar.
Peter se incorporó. Su cuerpo, como una banana a punto de pudrirse, se aproximó lentamente a la barra; serio hizo un par de señales al aire y volvió a su silla de madera con dos botellas abiertas. La noche caminaba hacia San Pedro y el color azul de un cielo tímido le recordó a Peter Casino la caja de píldoras que guardaba en el bolsillo.
—Ya sé que el infierno no te disgusta —dijo Casino, al poner las cervezas sobre la mesa—, pero ¿has tenido insomnio? ¿Sabes lo que es esa chingadera?
—No, yo duermo bien. Y cuando tengo problemas y no puedo dormir me pongo a contar putas.
—¿Tú cuentas putas?… —Casino dudó antes de continuar. La frase más larga de su interlocutor y él no comprendía bien su significado.
—Sí, cuento putas: una, dos, tres…
—¿Cuentas putas?
—Sí, y después de treinta o cuarenta me quedo dormido. No falla.
—Eres un padrote. Tienes la facha—. Así se comportaba Peter Casino. Las bromas de otros le resultaban ajenas y crípticas.
—Es sólo un ejercicio para dormir. Los que toman pastillas están jodidos, prefiero fumar yerba—. El motociclista dio un trago y engulló la mitad de la cerveza. Le faltaba un pedazo de oreja y en un antebrazo llevaba tatuada la palabra STOP. Casino lo miró detenidamente y pensó en cómo podría matarse a un hombre tan grueso. Ambos se miraron.
—¿Y alguno de tus amigos tiene insomnio? Casi todos parecen viejos —Casino miró hacia la barra y luego observó a un gordo recostado en el piso hojeando una revista—; carajo, deben llevar el ruido de las motocicletas hasta en la médula… todo el tiempo, jodiéndoles la cabeza. ¿Qué les duele más? ¿La cabeza o los huevos?
—No, nada de eso, todos ellos duermen como bebés.
—Y vas a decirme que estos bebés también cuentan putas, ¿no? —dijo Casino y se acarició el copete. Tal perecía que el largo viaje hasta San Pedro había sido un rotundo disparate.
—No, ellos cuentan trailers. Son buenos tipos. Tú pareces un buen tipo—. El motociclista mintió. Tenía que agradecer el par de cervezas de alguna forma.
—Me tengo que ir, me quedo en un hotelito muy lejos de aquí. El viaje es muy largo.
Peter Casino se levantó. Sentía aún la madera dura pegada a sus nalgas cuando salió a la calle. Echó un vistazo a las motocicletas que estaban frente a la entrada de Walker’s Cafe. “Idiotas”, dijo para sí y se marchó.
II
Si a los cuarenta años un hombre mira hacia atrás la visión comienza a nublarse: los perros parecen manchas, las mujeres parecen perros, las manchas caminan y se alejan. Los turistas responsables no miran hacia atrás: una vez que cruzas la frontera no tienes motivos para recordar. ¿A quién iba a recordar Peter Casino? ¿A los hijos que no tuvo? ¿A los jodidos directivos de la compañía? La noche estaba encima cuando entró al bar King Eddy Saloon en la E 5th St. Podía buscar una silla y tomarse una jarra de cerveza fría por unos cuantos dólares. Y escupir en su sombra. Acerca de ese bar se escuchaban historias que se tragaban sin masticar. Un escritor viejo que manoseaba a las putas. Una joven que había crecido sentada en la barra mientras esperaba que su madre terminara de drogarse en el baño. Y allí estaba esa joven, muerta, al lado de Peter Casino que no tenía inconveniente en invitar una ronda a quien cruzara con él un par de palabras.
—Qué tal, solitario, como puedes ver estoy más muerta que viva —dijo ella cuando se sentó a su lado sin que nadie se lo pidiera. Y su vestido verde, como entrometida en un espárrago de plástico. Los senos pequeños y gordos… fosforescentes.
Estaban sentados en un extremo de la barra de madera y las aspas del ventilador trabajaban para ellos. Casino bebió directo de la cerveza. La punta de su copete negro entró casi hasta a mitad de la jarra.
—Fuiste joven alguna vez —dijo Casino—, no te quejes.
—No es queja: intento charlar contigo. ¿Tengo que tomar también de esa jarra? —preguntó ella al ver el copete de Casino gotear cerveza.
—No, tú pide lo que quieras. Esto es para mí.
—Pediré un whisky. ¿Cómo te llamas?
—Peter Casino, y no estoy enfermo, es sólo mi rostro —dijo un desganado Casino.
—Maldita sea, pediré un whisky doble —añadió ella y echó un ojo a su alrededor. Algo olía mal. ¿De dónde provenía ese aroma repugnante?
—Lo que quieras. Soy un turista que ha venido a Los Ángeles a gastar sus dólares. Y tu whisky ya está anotado en mi lista. Los impuestos están pagados.
—Me parece haberte visto en una película. Te pareces a…
—¿Te metes en la cama con desconocidos? —preguntó Casino de manera directa.
—No, después de un whisky doble todos me parecen conocidos—. La mujer sonreía agriamente mientras que el lugar comenzaba a poblarse de rostros rojos, violáceos, como uñas de una mano enferma. Cada vez que ella tomaba un trago alguien entraba o salía por la puerta. —La verdad es que no falta uno como tú que cree que aquí se encontrará con prostitutas. Y como no hay putas se conforman con invitarme a mí. Soy una privilegiada. ¿Siempre tomas tanta cerveza?
—Sí, pero me gusta más el refresco de manzana —respondió Casino. Y ella le creía. Ése era un trabajo en verdad refinado: creer a los otros. A los treinta y siete años no tenía más remedio que fingir ser aquella niña que esperaba el retorno de la madre. ¿Y Casino? No consumía ni tenía ninguna idea acerca de las drogas duras o del medio del hampa. Él bebía cerveza y cuando andaba de turista se hacía llamar Peter Casino.
—¿O eres un escritor? Luego vienen escritores y te hacen la charla, como tú. Se creen muy listos.
—A veces leo novelas, pero olvido las tramas.
—No te culpo, eres de los míos. La última vez que leí un libro tuve pesadillas —dijo ella, radiante, cuando el cantinero puso bajo su barbilla un vaso lleno de líquido ámbar.
—También vendo píldoras para soportar el infierno —Casino se arrepintió de repetir el diálogo que había tenido con el motociclista, pero su imaginación no podría inventar una metáfora distinta en tan pocos días.
—¿Otro díler? Ten cuidado, aquí ya tienen quien se encargue de esos asuntos.
—¿A quién voy a venderle? Vine a invitarte un trago, nada más. ¿Tú duermes bien?
—No tengo problemas. Ya sé, eres un médico y la piruja de tu mujer coge con los enfermeros.
—Soy Peter Casino y vengo a gastar dólares a Los Ángeles. No soy médico, ni díler… y tampoco tengo mujer—. Sentenció él y su mechón negro volvió a caer dentro de la cerveza.
Elmer Fernández trabajaba como supervisor de almacén en una empresa farmacéutica dedicada a la producción de ansiolíticos y otros medicamentos neuronales, en Toluca. Allí pasaba los días. Un coordinador de marca señalaba qué lotes de píldoras tenían que destruirse. Ya fuera a causa de su caducidad, por no haber pasado el control de calidad o por demandas de clientes, lotes enteros de medicamentos eran destinados a la desaparición y algunas píldoras terminaban en el poder de Elmer Fernández. No había una mafia ni un importante mercado negro comandado por criminales. Cuando Fernández comenzó a vender aquellas cajas tuvo un excedente en sus ingresos y pudo viajar y convertirse en un turista. Hasta entonces se transformó en Peter Casino.
—¿Quieres que te muestre la fotografía de mi hijo? —preguntó Casino a su acompañante. La mujer había hecho una señal al cantinero para que le llenara de nuevo el vaso. Algo seguía oliendo mal y había que beber a mayor ritmo.
—Es lo que más deseo en mi vida —respondió ella, pero el sarcasmo no afectaba a Casino.
—Mira, dime si no es hermoso el cabrón—. Casino extendió la fotografía a color de un jabalí cuyos colmillos ocupaban casi toda la imagen.
—Hombre, pareces una buena persona, pero no sé si eres gracioso —dijo ella. En seguida le obsequió a su nuevo amigo una sonrisa. Dos tragos de whisky ameritaban mostrar los dientes al hombre del mechón negro.
Él se sentía borracho. La jarra de cerveza estaba vacía y su compañera charlaba con otra mujer muy parecida a ella. Dos pinches espárragos a punto de soltar su pulpa lechosa en todas direcciones. ¿O era una alucinación? Esa noche Casino dormiría hasta que el centro de Los Ángeles comenzara a ladrar. Él no necesitaba de sus propias píldoras a la hora de cerrar los ojos. Y tampoco requería de contar putas para tranquilizarse. Ahora mismo no sabía si estaba viendo una o dos putas. Cuando estaba a punto de despedirse de su acompañante, ella repentinamente le dijo:
—Me llamo Ángela.
—No puedes llamarte Ángela, es ridículo —observó Casino—. Ángela de Los Ángeles. Vaya infierno.
—¿Me regalas una de tus pastillas? —le pidió Ángela e intentó que su sonrisa se mostrara sincera, al menos por una vez.
—Claro, mujer, toma una caja —Casino le extendió una caja blanca en cuyo interior había noventa tabletas—. Tómalas antes de chupársela a un estúpido. Y no olvides mi nombre, soy Peter Casino.
—Ése sí que es un nombre ridículo.
—Disfruten mis pastillas, pinches desgraciadas.
—Gracias, Peter. Te amo.
Casino ya no la escuchó, salió del King Eddy Saloon tambaleándose y caminó varias cuadras hasta su hotel en la W 6th St. Al día siguiente volvería a cruzar la frontera y en el aeropuerto un inspector de aduanas revisaría su pasaporte. Elmer Fernández, cuarenta años, nacido en México.