De todas las mentiras que la derecha española desacomplejada de sus fobias está repitiendo, a ver si se convierten en verdad, la del chiringuito feminista es la que más público está teniendo. Tiene todos los elementos que le gustaban a Goebbels: la mentira en el hecho, la simpleza en el argumento, la adaptación al nivel más básico de sus creyentes, el centrar todas las desgracias que genera el sistema en el mismo enemigo inocente y el acusar a ese enemigo de los pecados propios, y así, de paso, esconderlos.
La ultraderecha española —o la derecha española, que es lo mismo— le debe mucho a los nazis. Aparte de las ayuditas para bombardear al pueblo y para ganar una guerra que ellos empezaron, les regalaron un lenguaje para contar mentiras, un argumentario, un imaginario. Sus padres cantaron por dios, por la patria y el rey, y por mantener un ideología reaccionaria clasista y misógina, una idea de país en la que no cabe la gente que vive en él y una forma de gobierno en la que quien más roba, es quien más hereda, luchan ellos también.
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El chiringuito feminista, ese invento según el cual hay un montón de vagas sin oficio que se aprovechan de la mala fortuna de las mujeres a las que los hombres “no tratan bien” para cobrar enormes e injustificadas subvenciones y pagas, que se dedican a adoctrinar a las niñas para que se hagan bolleras feminazis y amariconan a los niños, mientras se dan la vidorra y se ríen con risa de brujas, perfeccionando su plan secreto para meter a la mitad de los hombres en la cárcel y aplicar un régimen de censura y represión a los que queden libres, ese lobby, esa secta, esa logia, no existe. Por desgracia.
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Lo que existe son organizaciones de mujeres —y entiéndase esto como una forma general de llamar al sujeto político del feminismo: sean también personas trans o no binarias— que llevan décadas cubriendo la incapacidad de las administraciones para protegernos y para ofrecer respuestas a las heridas que la violencia sistémica nos hace a todas. Abogadas, trabajadoras sociales, psicólogas, profesoras, sexólogas, trabajadoras del hogar, prostitutas, amas de casa, trans, lesbianas, seropositivas, currelas de todos los sectores e inquietas de todas las mierdas que nos tragamos cada día, organizadas en redes que hacen que no nos caigamos todas a la vez, y así, siempre quede alguna en pie.
El “chiringuito feminista” es un mar de fueguitos de grupos de mujeres que se han encontrado mientras trataban de escapar de la violencia, de la explotación, de las violaciones disfrazadas de sexualidad, de la rabia, del cansancio, de la impotencia, del hastío, del nudo en el estómago de saber que a algunas las matan, pero que a todas nos aplastan. O lo intentan. De mujeres que han decidido que su forma de sobrevivir pasa por perder y arriesgar lo que sea necesario, para que todas seamos libres. Porque ninguna lo será hasta entonces.
Al “chiringuito” feminista, nosotras lo llamamos “movimiento”. Porque nosotras sabemos que —cuando nos reconocemos— empezamos a movernos y el miedo a no saber a dónde vamos se nos pasa, como en el borde de una piscina de niñas, cogiéndonos de la mano.
El chiringuito feminista es un invento de mierda, pero ha calado. Porque quienes lo creen, como quienes lo inventan, solo entienden el mundo de una manera: el beneficio propio. Por eso defienden una ideología que solo tiene como objetivo que siga habiendo un grupo vencedor, para seguir siendo parte de él. Ha calado entre los que forman parte de esos campeones y entre los desgraciados que aspiran, algún día, a llegar a serlo. Por eso no entienden que haya habido, y siga habiendo, mujeres que no asumen su vida como una salida individual, sino como una oportunidad para hacer todo lo que podamos para que quienes se reparten los beneficios nos jodan cada vez menos. Y eso o se hace entre todas o no lo conseguirá ninguna.
La conciencia sobre ciertos temas, la atención mediática, las calles abarrotadas y moradas, las hemos hecho entre todas. Cuando eran pocas y no tenían dónde reunirse ni casi cómo encontrarse, y en las manis podían contarse fácilmente y los medios no les hacían caso o las llamaban locas. Cuando fuimos más y conquistamos espacios y empezamos a cortar el tráfico y a mirar hacia atrás y a los lados y ver caras nuevas y los medios tampoco nos hacían caso y nos seguían locas. Cuando somos muchas, tantas que ni lo sabemos y los medios deciden a cuáles de nosotras hacen caso, ignorando a las que mueven esto, las que siempre lo han hecho, que son las que nunca aparecen. Las que les parecen exageradas, que se pasan de frenada, a las que siguen llamando locas.
Ser feminista no es un trabajo. Es una forma de vida consciente de que cada día es una práctica política. Es perder amigas y ganar hermanas. Es dedicar tiempo a que todas tengamos un poco. Es asumir que cuanto más entiendes el sistema, más notas cómo te aplasta y menos lo aguantas.
También es un conocimiento. Una herramienta para analizar por qué en todos los contextos, en todas las sociedades, en todos los tiempos, las mujeres hemos vivido una desigualdad violenta, una opresión que parece invisible y de la que algunas —algunas quedan— no se han dado ni cuenta. Es desenmascarar a un sistema en el que la medicina, la biología, la cultura, la literatura, la criminología, la economía, el cine y cualquier otro campo que se te ocurra no solo no ha buscado una explicación a esa opresión, sino que se ha empeñado en legitimarla explicándola. Con cromosomas, lóbulos frontales y laterales, hábitos de caza, hemisferios del cerebro, designios de dios o de los genitales.
Y ese conocimiento, complejo, profundo, subversivo y jodidamente revelador, nos ha hecho comprender algunas cosas: como que las sociedades tienen las violencias que toleran. Que nuestra sociedad soporta las asesinadas semanales en plural, porque cree que nos lo ganamos. Que nuestra sociedad cree que es un derecho follarnos, obligarnos a parir, obligarnos a cuidar u obligarnos a regalar los bebes que no queremos gestar. Que no es un derecho para nosotras vivir sin miedo, cuidar sin que nos exploten, trabajar sin que nos precaricen, desear sin que nos estigmaticen, decidir sin pedir permiso.
El feminismo es una herramienta para entender que quienes ganan siempre han adulterado el conocimiento para hacernos creer que somos iguales en la diferencia, aunque seamos explotadas en la desigualdad. Que a las que las matan o las violan, lo que tienen es mala suerte. Que todo se arregla con una sentencia, una disculpa, una paga, un chiste, un ramo de flores o unos bombones. O un lacito morado para la foto en las ocasiones.
El movimiento feminista no va a parar de conquistar derechos y espacios, como ha hecho siempre. No vamos a parar hasta desmontar el chiringuito que finge que explotarnos, asustarnos, violarnos, matarnos o precarizarnos, es lo normal. El conocimiento feminista va a seguir desmontando el discurso que legitima y alimenta todas las formas de violencia, porque lo hacemos para sobrevivir. Por eso luchamos.
Algunas, además, escribimos artículos, damos talleres, hacemos informes, trabajamos en la educación, en la administración, en los medios de comunicación y lo hacemos aportando en lo que podemos a ese conocimiento y tratando de que se hagan realidad las propuestas del movimiento que nos quita el miedo y nos da los derechos. Y vamos a exigir una remuneración justa por nuestro trabajo, como la exigimos para todos los trabajos. Porque trabajamos para vivir, como toda la clase obrera.
Pero no habéis entendido nada si creéis que esto se va a parar porque eliminéis puestos, recortéis recursos o hagáis listas para asustar a quienes no os aplauden las burradas misóginas. Este “chiringuito” está formado por gente que sólo entiende el beneficio cuando es común, y recortar eso se os queda grande.
Este chiringuito es la casa de muchas, la que hemos construido entre todas. Y vamos a defender, como siempre lo hemos hecho, la casa de nuestras madres, de nuestras hermanas. Si tocáis a una, responderemos todas. Y si no sabéis cuál es nuestra respuesta, preguntad a Gallardón. Y entonces no éramos tantas. Ni estábamos tan cabreadas.
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