Ciudadela Dancing Club: catrines, pachucos y danzón

Desde las 11:00 horas del sábado, el ritmo cubano creado por el compositor matancero Miguel Faílde llega a todos los rincones del parque. Las Alturas de Simpson junto a otras piezas musicales que le dan forma al danzón se desprenden de las bocinas de un sonidero. El ambiente popular se refleja en cualquiera de los presentes que llegan muy bien vestidos y con los músculos calientes para robarse las miradas. Las composiciones que datan de 1879 se convierten en una expresión hecha baile de quienes saborean la música y la utilizan como medio de libertad.

Contemplar los viejos e inmensos arboles de la Plaza de La Ciudadela, lo deteriorado de sus jardineras, sus borrachines que provocan carcajadas, hasta encontrase de frente con algún pachuco, pone a funcionar la mente de cualquiera. Entre el Mercado de Artesanías, el Teatro Ciudadela, la Vocacional #5, puestos de libros viejos y demás fayuca y comida que está sobre Balderas, la Orquesta Antillana de Arturo Núñez termina de acomodar sus instrumentos en un escenario que forma parte de la explanada y está todo grafiteado.

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Sus canciones forjan un bailongo inolvidable en una parte de esta experiencia que Tin Tan, nuestro Pachuco de Oro, llama Plaza del Danzón. Arturo Núñez funda el 4 de abril de 1942 su orquesta; es algo que recuerda con alegría su hijo, quien mantiene firme el legado y continúa entregando tarjetas de contratación. Su familia lo acompaña y algunos tocan timbales o güiros. En el público se perciben más de doscientas personas. La mayoría son de la tercera edad pero sus almas son como las de sus nietos, hijas o hijos que los acompañan. El mediodía es un muy buen pretexto para hacer nuevos compañeros y compañeras que sólo la música cubana une. La excusa perfecta para viajar desde el norte de la ciudad, de Cuatro Caminos, como la señora Elena de 63 años, quien tiene dos semanas aprendiendo a danzar por invitación de una amiguita y la convierten en la nueva pareja de baile del señor Francisco, su maestro personal. Él tiene 15 años en el ambiente y recalca que sus conocimientos sólo los enseña personalmente. Quizá está conquistando a doña Elena. Enviudar duele, pero bailando se pasa.

La Orquesta Antillana, foto por el autor.

La Ciudadela y el danzón se conocieron hace 20 años. Aquí inicia ésta tradición. Sólo que algo delegacional ocurre mal, y siendo un terreno ya mítico entre sus fieles seguidores que van semana tras semana, muchos aseguran que casi nunca hay orquestas tocando como en esta ocasión, donde el baile a beneficio se centra en las madres solteras, su soledad y la violencia que muchas viven en carne propia. Por eso algunos danzoneros prefieren ir a la plaza de Coyoacán, donde siempre hay orquestas e igualmente las escenas son anacrónicas. En el escenario, a los pies de los cantantes, hay bolsas con ropa y despensas que son el único requisito para caminar entre tanta gente y animarse a sacar a danzar a alguien. En La Ciudadela lo que parece ser cotidiano son los temas clásicos del ayer, como si los trabajadores de la Cuauhtémoc quisieran mantener toda esta parte del Centro siempre destinada a vivir del pasado, con sonideros reproduciendo canciones que datan de sus mejores años en el Savoy, Salón Los Angeles, California Dancing Club o el Smyrna, que ya se encuentra solo en la memoria de quienes lo conocieron —hoy en día es la Universidad del Claustro de Sor Juana—.

La mayoría de las señoras —a simple vista pareciera ser que las más jóvenes apenas rebasan los 50 años— llevan vestidos de noche. Lucen bien aun cuando los rayos del sol comienzan a ser cada vez más peligrosos para la piel. Algunos son coloridos y están llenos de flores, mientras que sus rostros dejan ver esa alegría que no pueden ocultar al olvidarse por un momento de sus rutinas. Otras señoras visten completamente de negro y sus peinados recuerdan a Sara Montiel o Rebeca Iturbide, bellezas del cine de oro mexicano. Los accesorios van desde unos sencillos lentes de sol, enormes arracadas que cuelgan con fuerza de sus orejas, collares que abarcan todo el pecho y sombreros que otorgan cierto toque de reina del chachachá.

Los señores andan trajeados como de lunes a viernes, aunque otros se inclinan por unos demasiado llamativos; por ejemplo en color amarillo, con pequeños cuadros blancos y rojos. Hasta hay algunos que, antes de que caiga la noche y llamen la atención de las vedettes con sus pantalones bombachos y camisas ajustadas de rayas que le dan forma a sus brazos, sacan a bailar a una damita que está sentada en una silla o recargada en un poste de luz, porque la noche le pertenece a la charla, las ficheras y el alcohol. En medio de la plaza todos combinan y la convierten en una extraordinaria pista de baile. Las guayaberas están impecablemente planchadas y floreadas. Los zapatos —la gran mayoría— son de charol y el color blanco con negro es abundante. La Ciudadela vaya que es un lugar ideal para la mezcla de las clases sociales. De distintos lados de la metrópoli se reúnen a manifestarse por los derechos del danzón. Lo mismo da si una bailarina es de Lomas de Chapultepec y el bailarín que va llegando para sacarla a dar vueltas es de Ixtapaluca.

Cuando La Orquesta Antillana hace una pausa, resplandece la señora Gloria Aguilar de 80 años junto a su hijo Omar de 50. Y aunque parezca contradictorio, él lleva 35 años en el baile —comenzó en las calles siendo aún menor de edad— y doña Gloria apenas 15 y los que le faltan, porque su frase es “la gente que comienza a bailar nunca deja de hacerlo hasta que se muere”. Ella es muy fuerte; sus ojos negros lo expresan y dan a conocer su pasión absoluta por la cultura matancera. Tiene grabaciones de los bailes a los que ha ido en el D.F., Oaxaca —de donde es ella—, otros estados de la República e incluso hasta en la isla cubana. Cada vez que ella cumple años, sus hijos juntan sus ahorros y la mandan allá durante algunas semanas.

Encienden de nueva cuenta los micrófonos en el escenario. Uno de los cantantes da a conocer que traen discos en $40 pesos. Entonces una ola de danzoneros se deja venir detrás de los músicos, y la responsable de la mercancía debe de dejar a un lado su gordita de chicharrón y centrarse en recibir los billetes de diferentes denominaciones. La Orquesta Antillana comienza a tocar otra vez e interpretan Bonito y Sabroso.

Y después de tanto baile y de sentir arder los pies, la magia y el folclor que se gesta en La Ciudadela, uno puede elegir qué comprar para comer y qué tomar para refrescarse. Venden fruta picada, tacos de canasta, chicharrones, papas, quesadillas, raspados, gelatinas, paletas de hielo, refrescos y aguas de sabores. En el trayecto de búsqueda sobresalen vagabundos que duermen sobre las jardineras sin preocupación alguna, ya que saben que nadie les hará daño. Sus ronquidos son muy fuertes y distorsionan las pláticas y los recuerdos. Los boleros de zapatos trabajan mientras algunos pachucos se saludan y cuidan entre su estirpe.

Todo es alegría. El sábado es algo distinto e interesante en una ciudad que nunca se termina de conocer. Todo este mundo imaginario pudo haberse iniciado como una especie de negocio, o como el mejor hobby para tener algo interesante que hacer los fines de semana y así mostrar a todos su amor por la música.

Los sonideros que ahí ponen canciones piden una cooperación voluntaria para mantenerse con vida. Los maestros cobran de $20 a $50 pesos. El ambiente “chingón”, dicen, ocurre de tres a seis de la tarde, horario en el que van los más respetados, los que mejor saben moverse y cuyas vestimentas lo avalan. Las palabras de la señora Gloria —que aseguran que lo único grave que ha pasado ahí ha sido un rayo que finiquitó el ritmo de un bailarín— hacen recordar que la diversión no tiene límite de edad, que el tiempo sólo es una paradoja y por consecuencia hay que regocijarse. En La Ciudadela se percibe demasiada ternura y amor. Muchos pueden decir que son las vibras que existen ahí, los mitos y leyendas de todo lo que ocurrió en siglos pasados. La realidad sólo acredita un paseo por sus dimensiones, donde la historia de México se unifica y otorga independencias, decenas trágicas e infinitas sonrisas que crea un danzón.