Bienvenidos una vez más a nuestra columna Cocina migrante, donde contamos historias sobre la comida que migra de aquí para allá, como un boomerang; migrantes que se adaptan a una nueva realidad lingüística, cultural, social, económica y política, pero no dejan atrás sus costumbres alimenticias y gracias a eso —y a la nostalgia que cargan en la maleta— surgen nuevos y deliciosos proyectos.
Son las nueve de la mañana y no hay movimiento en la cocina de Kolobok. Nada más está la señora de la limpieza y, afuera, el tráfico matutino alrededor del famoso kiosco morisco de Santa María la Ribera en la Ciudad de México. El té es el secreto para quebrar el hielo de mi primera conversación con Vasily Leonov, originario del país de los zares.
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Como buen ruso, Vasily es güero, güero. Le hablan en inglés constantemente, le gritan en la calle, hasta lo han enfrentado sólo por su apariencia. Llegó hace 17 años a México y ha encontrado la forma de traer consigo a Rusia, además de sus recuerdos. El amor de su madre, que como el de cualquier madre, ha trascendido fronteras, idiomas y diferencias culturales, se ha materializado en empanadas, el inicio del renombre de los Leonov en México. Las empezaron a vender en la UNAM gracias a un paisano ruso que deambulaba por los pasillos universitarios: un negocio atractivo para una familia de inmigrantes ilegales que ni siquiera hablan el idioma del país en el que están. El éxito fue tal que pusieron un puesto en la calle en Santa María la Ribera y como el éxito no los abandonó, hoy son propietarios de los restaurantes que monopolizan el sabor ruso en la Ciudad de México.
¿Qué hace que sus empanadas sean especiales? La pasta es suave y fermentada, al estilo de una verdadera pizza napolitana. El proceso no es fácil: una persona hace aproximadamente unas 3,000 empanadas como práctica antes de poder hacer una “rusamente” correcta. Hay muchos tipos, nombres, tamaños y formas. Por ejemplo, la kulebiaka, tamaño familiar extra grande, o la vatrushka, abierta con papa y requesón. En Kolobok, el restaurante de la familia Leonov, elaboran la piroshki y le agregan toques mexicanos, como nuestro incomparable queso Oaxaca.
Vasily y su hermano manejan el local en Santa María la Ribera y sus padres están a cargo del de Avenida Universidad, los dos son igual de concurridos a pesar de que uno sea mas grande que el otro.
Los Leonov llegaron a México gracias a –o por culpa de— una señora que les vendió la idea de irse a Canadá, buscando una mejor vida. Ella les prometió llevarlos sanos y salvos. Sí, era una especie de pollera transnacional, quien los convenció de que su futuro estaba en las oficinas de Herbalife, en Quebec. Pero antes del destino final, pasarían por México. Entonces, los dos hermanos y los papás comenzaron a estudiar francés. Treinta familias más estaban en el mismo proceso, de las cuales, la mayoría sin mucho capital, vivían juntas en dos edificios en Santa María la Ribera. Vasily tenía 17 años cuando llegó y no sabía ni un gramo de español. Fueron pasando los días, las semanas, los meses, y ellos seguían preparándose para la aventura quebecua en la Alianza Francesa. Pasó más tiempo y los ahorros se agotaron. Ni español, ni inglés, ni estudios, ni casa…
El padre se acomodó en una fábrica de fundición y los hijos haciendo limpieza nocturna o como lavatrastes ganando el sueldo mínimo. “Nos metíamos a trabajar donde podíamos. A mí papá lo corrieron un par de veces porque no hablaba español”, me cuenta. “Después de ser gerente de limpieza, trabajé limpiando coches. Una vez salimos en la tele, en el programa de López Dóriga. Grababan a los extranjeros que hacíamos trabajo negro. Había algunos otros rusos ahí también, en los carros”.
¡Sorpresa! Cuando aprendió español se dio cuenta de que no comprendía la cultura porque era algo que iba más allá del idioma. Admite que se sintió acoplado hasta después de 10 años de vivir en este país. “En Rusia, en una mesa familiar te sorprenderías la calidez de la gente, pero en la calle ponen sus máscaras duras”, me dice. “Aquí es al revés, parecen amables y te confundes, crees que es una amistad y no lo es. No es algo malo, es cultural. Una vez que lo acepté, se me fueron los problemas de la cabeza”.
Los Leonov no vienen de los alrededores del Kremlin de Moscú o del Museo del Hermitage. Son de un pueblo de la república de Tartaristán (parte de la federación rusa), llamado Náberezhnye Chelny. Según Vasily, en su lugar de origen “había mucha violencia en los niños desde los 6 o 7 años. Muchas bandas, por lo mismo, por la pobreza. Yo he visto golpes, sangre, cuchillos a los 12, a los 15 años. Drogadictos. Aparte nos tocaba formar parte del ejército si nos quedábamos allá, para combatir en la Guerra Chechena”.
Si entramos en detalles sobre la relación entre el alcohol y Rusia, se debe hablar de algunas tradiciones con raíces en los hogares. El abuelo de Vasily hacía el samogón una receta de alcohol casero, al cual añadía un toque frutal con unas naranjas miniaturas. Es un proceso artesanal con numerosas etapas en el proceso de destilación y purificación.
Sea alcohol o alimento, los rusos se van por lo hecho en casa: “Es comida muy casera. Este menú está inspirado en lo que he comido en mi casa toda la vida”, dijo Vasily sobre la carta de Kolobok.
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El jugo de carne es el secreto para el éxito de la sopa , de betabel, verduras y crema, y para la sopa solyanka, con tres tipos de jamón, cebolla, aceitunas, pepinillos agrios y crema. El platillo a la stroganov, con la salsa de champiñón y crema, es el más famoso en el mundo cuando se trata de hacer algo identitario de la gastronomía rusa. En Kolobok, es igual de exitoso que las otras opciones.
“Cualquier cosa con pasta es muy típica de la comunidad rusa de nuestro pueblo”. No sólo ofrecen empanadas con la pasta, también los vareniki, que son ravioli de requesón o champiñón. Si quieres una bebida exótica para acompañar la comida, hay cervezas rusas; kompót, ponche ruso frío de frutas secas, o kvas, bebida rusa fermentada de pan. Incluso, desde que te sientas, te traen pan hecho en esa misma cocina.
Después de 17 años, Vasily no sólo ha aportado sabor casero ruso a las bocas mexicanas, el país también ha influido en sus gustos. El disfruta comer tacos de El Califa, mariscos [como se preparan aquí], y hasta las sonrisas de otros en las calles.
Ahora, Vasily lleva la cultura mexicana al otro lado del mundo. En el aeropuerto de Moscú, los taxistas atosigan a los recién llegados para intentar vender sus servicios con gritos y persiguiendo a los viajeros. Como mexicano de corazón, Vasily contesta: “ahorita no”, con el sentido mexicano de la palabra “ahorita”, una expresión que puede abarcar lapsos de 5 minutos hasta la eternidad. Los taxistas, como rusos de pies a cabeza, piensan que el “ahorita no” es “después sí”, y continúan persiguiéndolo para asegurar el pasaje.
Todas las fotos son de Anne Beentjes.
Este artículo fue originalmente publicado en mayo de 2016.