Por qué tantas mujeres aún nos sentimos mal comiendo en público

mujer comiendo en público

“Cuando tenía 13 años y salía con mi primer novio, quedábamos en el patio. Me daba vergüenza comerme el bocadillo delante de él y lo tiraba”. Así arrancaba el post que compartió en Instagram Andrea Savall, creadora del fanzine feminista Girls From Today. Lo acompañaba una secuencia de fotos en las que aparecía ella misma comiéndose un plato de espaguetis.

“Estaba comiendo en mi casa y pensé en subir a redes un vídeo comiendo, sin más, sin ninguna razón. Pero me dio vergüenza y me eché atrás. Entonces me acordé de lo de los bocadillos en el recreo y lo subí a Instagram”, comenta Andrea.

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“Empezaron a hablarme un montón de chicas contándome que a ellas también les había pasado. Pensaba que era una cosa de adolescentes, de la edad del pavo, pero muchas me decían que aún les ocurría. Por eso creé el hashtag #QueMeAproveche, para animar a las chicas a contar sus experiencias con la comida en público. Su vergüenza a comer delante de gente”, concluye.

“Supongo que esto pasa porque se nos han atribuido comportamientos que por ser mujeres tenemos que adoptar. Tenemos que ser ‘unas señoritas’; parece una tontería pero es así”, concluye.

Todos, hombres y mujeres, nos hemos sentido alguna vez incómodos al comer en público. Ante superiores o clientes (¿quién inventó las comidas que en realidad son reuniones o por qué las siguen llamando comidas cuando en realidad son reuniones?), con nuestros suegros o con personas potencialmente follables enfrente.

A todas nos han dicho con asombro que nos hemos comido una pizza entera

Pero parece que en las tías va más allá, que nuestra vergüenza también tiene que ver —vaya, otra cosa más— con los roles sociales. Con la mesura, la contención o la delicadeza que se asocian a la feminidad, porque nadie que haga gala de estos atributos se zampa, así de repente, un bocata de longaniza sin rubor, ¿no? O, en última instancia, con la atención extrema que se le presta a la figura femenina y a las formas que debería tener para ser socialmente aceptada.

A todas nos han dicho con asombro, como un halago, que nos hemos comido una pizza entera (¡una pizza entera!) o que nos hemos doblado una bolsa de Pelotazos de una sentada, como si eso no fuera propio de nosotras. Y quizá por eso muchas aún tengamos vergüenza de comer en público o nos sintamos mejor al oír “joder, no has comido nada” que al escuchar “hoy tenías hambre, ¿eh?”. Recopilamos algunos testimonios que lo suscriben.

“Cuando era adolescente me daba vergüenza acabarme todo el plato cuando iba a comer por ahí con amigos/as. Siempre me dejaba las patatas o decía que estaba llena, aunque en realidad me muriera de hambre. Pensaba que era lo correcto porque si me acababa todo pensarían que comía mucho. Cuando tenía citas, decía que no me apetecía comer o me pillaba el plato más light de la carta. Todo esto me seguía pasando a los 20 también, pero algo (no sabría decir qué exactamente) me hizo hacer clic y cambiar el chip. Ahora como lo que me apetece delante de la gente”. –Ana, 24 años

“Soy una chica bastante delgada pero como mucho y sobre todo como muchas guarrerías. Y lo que me da vergüenza a veces de comer delante de gente es que siempre tienen algo que comentar. Que dónde lo echo, que si me pasa algo (si estoy enferma), que si para compensar luego me tengo que pasar días sin comer… Aunque no tengan mucha confianza conmigo, la gente se cree que tiene derecho a comentar lo que como porque soy flaca. Y supongo que porque soy chica, también”. – Virginia, 27 años

“Siempre he estado muy acomplejada por verme gorda, por verme grande y por ser muy alta. Me pasa desde primaria, desde que soy muy pequeña. Creo que por eso asociaba el comer a algo negativo. Pensaba que si comía delante de gente iban a pensar, Mira esta gorda, cómo come. Incluso tenía amigas muy delgadas que comían mucho y nunca engordaban, y yo veía que no era así, por eso me daba cosa comer en público. Me acuerdo perfectamente de un día que estaba en el camping con una amiga mía y su familia comiendo y me ofrecieron berberechos. Iba a decir que no quería, pero el tío de ella se adelantó y me dijo “a esta dáselos, que se lo come todo”. Me sentó fatal, la verdad, y es algo que aún recuerdo muy vívidamente. Además, no me gusta nada comer por la calle ni que la gente me vea comer. La primera vez que quedé con mi novio me tapaba la boca porque me daba mucha vergüenza. Incluso a veces cuando como en el trabajo me sigo tapando la boca. También me da vergüenza comer platos que no son sanos en público y es por lo mismo, porque no piensen nada acerca de mi físico”- Ari, 24 años

“A ambos géneros les recae un imperativo de ser formales en la mesa, pero a un hombre se le permite más saltarse esa regla, a una mujer se le castiga socialmente por ello” — Patricia

“Al empezar la uni, cuando iba con mis amigos de fin de semana o de festival, solían reírse de mí porque de resaca como mucho. Mucho más que sin resaca y mucho más de lo que come la gente con resaca. Y ya quedó como establecido, cada vez que me ven comer me hacen la coña, por sistema. Me dicen que si estoy de resaca, me dicen que me van a esconder la comida… Seguramente si hubiera sido un tío no se habrían empezado a reír de él por eso. O no le habría afectado como me afectó a mí, que fue con mucha vergüenza, como si estuviera haciendo algo malo, así que desde entonces empecé a evitarlo”.- María, 25 años

“He nacido rodeada de comida, mi padre es un chef de los que no quedan. Y no porque sea su hija, sino porque es de los que te llenan el plato hasta arriba. Comer hasta reventar, domingos de paella y mucho más. Todo cambia cuando empieza la maldita adolescencia: amigas más delgadas que tú, la percepción de qué es un cuerpo atractivo y qué no o la necesidad de querer agradar a los chicos. Empiezan las tonterías, el ‘esto, delante de ellos, no’. A la hora del almuerzo, mejor aquello, que quede más sano. Pero todo esto cambia cuando te haces mayor y maduras. Te sobrepones a todo eso. Te da igual dónde y con quién cenar o comer (e incluso subir fotos a Instagram de comida que, de verdad, te hayas comido). Te da igual hasta tal punto que tu primera cita con un chico es en un McDonald’s con pleno: hamburguesa, patatas grandes y nuggets (la caja de seis, claro). Y olé. Que sí, que a nosotras también nos flipa comer”- Victoria, 28 años

“Cuando estás muy flaca, hagas lo que hagas con tu comida todo el mundo va a pensar mal, y eso te condiciona a la hora de ponerte a comer en público” — Sandra

“Siendo hija de un señor de posguerra, en mi casa siempre habían existido bastantes complejos alrededor de la comida. Si íbamos a una casa de visita y nos ofrecían algo de comer, mi padre siempre luchaba —miradas mediante— para que sus hijas diéramos las gracias, pero lo rechazáramos. Eso ya pasó. Pero en la adolescencia, me di cuenta de que ya no era un asunto familiar, era social. Y tenía mucho que ver con ser mujer. Mi mejor amiga y yo nos íbamos a la hora del recreo a una cafetería a hincharnos a dónuts. Era una rebeldía. En ese momento, pensaba que era por haberle quitado a mi madre un poco de suelto por la mañana para comprarlos; luego me di cuenta de que era una subversión, un ’no vamos a pasar por ahí’. Me refiero a cuando veíamos que, por esos 15 años, nuestras compañeras estaban contando calorías, tirando el bocadillo del almuerzo o hablando de que delante de los chicos evitarían comer. ¿Cuántas veces habré oído aquello de ‘aquí no puedes venir en una primera cita’ cuando estábamos en grupo zampándonos una hamburguesa? Dirán que pasará igual en hombres y mujeres, pero me atrevo a decir que no en la misma medida. A ambos géneros les recae un imperativo de ser formales en la mesa, pero a un hombre se le permite más saltarse esa regla, a una mujer se le castiga socialmente por ello” —

Patricia, 27 años

“Cuando estás muy flaca, hagas lo que hagas con tu comida todo el mundo va a pensar mal, y eso te condiciona a la hora de ponerte a comer en público. Si por lo que sea ese día tienes menos hambre y comes poco, la mirada es de autoafirmación: ‘Claro, ya sabía yo que ésta no comía nada’. Si, por el contrario, te zampas todo y rebañas el plato, también reafirmas a tu acompañante: ‘Claro, ya sabía yo que esta llevaba una semana sin comer’. Mi primer novio me confesó con los años que en nuestra primera cita pensó que era bulímica y en la boda de una amiga un camarero me giró una bandeja para acercarme el trocito más pequeño de carne guiñándome un ojo: toma, este para ti. Con 12 años lloraba cuando los niños me decía que me fuera a merendar, ahora con 30 disfruto de este ‘don’ sin complejos y sin juzgar a nadie por su peso porque nunca sabes qué hay detrás de un saco de huesos o sebo”. Sandra, 30 años

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