En Comida para trasnochados exploramos la comida nocturna de México, porque no queremos que comas cualquier cosa cuando necesites bajarte la borrachera.
A ese inhóspito triángulo que se forma entre Observatorio, el periférico y Revolución se le conoce como Tacubaya. Dicho terreno está partido en tercios por el cruce en tache de dos hórridas avenidas: Parque Lira y Jalisco. Es como si esa misma cruz, que se puede ver desde las alturas, fuera la marca perfecta para dejar caer una bomba en esta exagerada megalópolis. Ojalá, después aquel estallido nuclear, se pudiera rescatar lo más que se pueda de Coyoacán y del bosque de Chapultepec; pero Tacubaya habrá de arder hasta las cenizas. Es la única forma de enmendar ese oscuro vórtex sobrecargado de tráfico, comercio irregular e inseguridad. No por nada Tacubaya es la cuna de los Panchitos setenteros. Y desde entonces, la neta es que el lugar sólo ha sufrido una constante y empinada debacle moral y económica.
Videos by VICE
Sin embargo, si algo de ahí merece ser salvado, es el corredor gastronómico chino. Sobre Revolución cohabitan el Café Shanghai, el Kowloon Delight y el Café Kowlaan. Estos últimos dos eran uno mismo, pero ahora, divorciados, sirven la misma comida bajo la misma decoración con tan sólo una pequeña variación: la paleta de colores de las mesas y el tamaño de sus peceras. Claro, como todo estereotípico lugar oriental, hay carpas doradas nadando en diversos rincones. Al entrar, lo primero que me encontré es a dos burócratas usando a los peces como excusa para estar más juntitos —un último arrimón a la de contaduría antes de tener que volver a esperar otra jornada laboral para hacer el siguiente avance—.
En estos paradores de la nada-gran Tacubaya hay de todo por las noches. La mitad de los clientes se encuentra ahí para tomarse un café y un pan dulce con algún colega. Los que llegan a cenar, a su vez se dividen entre los que van por las milanesas o fajitas, y los que vamos por la gastronomía oriental. Al igual que su menú, compuesto de recetas fraguadas en la antigua Catay y de la comida más mundana que cualquier fonda sin identidad ofrecería, estos lugares desprenden un aura particular. Son un coctel de su legado histórico con un dejo a genérico digno del siempre inoportuno Dr. Simi.
Al ojear la carta, cada platillo que leo, me genera una pequeña confusión entre rolas de System of a Down y personajes de Mortal Kombat. Como antropocéntrico malcriado occidental que soy, me es imposible aprender las diferencias entre el chau mein, el chau fan y el low mein (y me justifico pensando que para un turista chino desglosar las sutilezas entre un huarache, una chalupa y un sope sería una tarea irrealizable).
Optamos por una orden de rollos primavera, un chau mein y el spicy chicken; más dos sangrías señorial-es. Como buenas cafeterías, aquí no venden alcohol. Pero deberían. Porque mi acompañante me informa que, después de vivir en Cantón por casi dos años, aprendió que el baijiu, un popular vino de sorgo, es la manera más eficiente a nivel global para ponerse bruto.
Antes de comenzar, por mero instinto, pedimos Sriracha y soya para sobrecondimentar nuestro pedido.
Los rollos primavera son del tamaño de un burrito. Desde el primer bocado es obvio que no vamos a lograr terminarnos la comida. Justo ahora, lo que realmente importa, es ese abuket de agridulce fritura que me colma de satisfacción. Como buen comfort food, este pollo es, con una precisión científica que asusta, exactamente lo que esperaba. Si el bocado hubiera sido mejor en cualquier aspecto habría rebasado mis expectativas y eso, hoy, no es lo que busco. Además, el guiso viene flotando sobre una crujiente corona de espinas de fideo de arroz frito. Comerlo es un impráctico coñazo, pero a la vista, la nube de fideo es un deleite.
El chau mein, por la fibrosidad de sus castañas de agua, parece ser un platillo diseñado por osos panda fanáticos de todo tipo de aletargantes. Es una calurosa mezcla de fideos, vegetales, pollo y carne que humea confianza. Es el tipo de platillos que te brindan energía para correr un maratón; y al mismo tiempo son capaces de derribarte frente a la televisión y obligarte a soportar por mucho más tiempo del que te gustaría, el soso análisis de un partido amistoso de la selección.
Conforme nos vamos saturando de comida, las pequeños vacíos en los platos revelan una adorable vajilla china; más por el made-in que por su diseño. Finalmente, nos traen la mucho-muy-accesible cuenta y casi un kilo de comida para llevar. Eso sí, los topers en los que te entregan la comida, también de diseño chino, se volvieron un trofeo de mi alacena de inmediato.
Dejando atrás un batallón de valets que juega rayuela bajo la rojiza luz de las lámparas chinas, volvemos a las penumbras de Tacubaya. Es como una sincrética viñeta del también turbio After Dark de Murakami. Es momento preciso de huir de aquel infortunado barrio e ir por unas cubas —este chau mein no se va a digerir solo—.
Este artículo se publico originalmente en junio del 2016.