Vivimos un paradoja alimentaria: hay comida suficiente para alimentar a todo el mundo, pero el hambre es una de las principales causas de muerte.
El planeta produce alimento suficiente para 12 mil millones de personas y sólo somos 7 mil millones de habitantes; sin embargo, cada cinco segundos una persona muere de hambre, desnutrición y sus enfermedades derivadas. Por otro lado, el 39 por ciento de los adultos en el mundo sufren de algún tipo de obesidad, según la OMS.
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El problema es la pésima distribución de los alimentos, aunada a la mala educación alimentaria. En 2050 tendremos 9 mil millones de bocas que alimentar y nadie sabe cómo lo lograremos. Sin embargo, ante este futuro desesperanzador, cruzar los brazos no es opción.
El desperdicio de alimentos es uno de los problemas más graves. Según la FAO, alrededor de un tercio de los alimentos producidos para consumo humano anualmente se desperdicia. Mil 300 toneladas de desperdicio en total, 67 por ciento ocurre en África y Asia, mientras que los EE. UU., uno de los países que más alimento produce, tira a la basura el 47 por ciento de su alimento total. En México, 30 mil toneladas de alimento se desperdician al día, según SEDESOL.
“El desperdicio en la industria representa una pérdida de alrededor de 120 mil millones de pesos al año. A nivel nacional tenemos los alimentos suficientes para alimentar a toda la población. [El hambre] no es un problema de falta de producción”, dice en entrevista Genaro Aguilar, coordinador de la Red Latinoamericana para la Disminución de la Pérdida de Alimentos de la FAO. Así es, la comida no falta, se tira a la basura, se desecha.
Hay distintas formas de combatir el desperdicio de comida. Por ejemplo, el friganismo, derivado de Freegan, un movimiento internacional que surge como protesta ante el capitalismo. Los friganos son personas que viven fuera de la economía convencional, se alimentan de los desperdicios alimentarios de los demás, no porque sean mendigos, sino porque quieren reducir el desperdicio y el impacto que éste tiene sobre el ambiente y la sociedad. Una de sus prácticas más comunes es el llamado dumpster diving, que literalmente consiste en echarse un clavado dentro de los contenedores de basura y comer lo que te apetezca. De hecho, tienen una guía para hacerlo como todo un profesional.
¿No sacar un peso de mi cartera para poder comer? Tenía que intentarlo.
Decidí poner en práctica el dumpster diving. Comencé el día con mucha hambre, así que me dirigí a un supermercado enorme donde venden la comida al por mayor. Seguramente encontraré un montón de manjares desperdiciados, pensé. Le conté al gerente sobre el movimiento y mis intenciones de conseguir comida en la basura. Resultó interesado y dispuesto a mostrarme la merma mañanera.
Lo malo era que sólo podía ver y no tocar.
La empresa no podía arriesgar su reputación. “Vendemos frescura y calidad, eso tenlo por seguro. Hacemos tiempo exacto en el traslado de la mercancía con tal de mantener la temperatura de los alimentos”, me contó mientras caminamos hacia la merma.
Tres carritos de súper repletos de alimentos me esperaban. ¡Tres carritos de comida en perfecto estado desperdiciada por el segundo corporativo más grande del mundo en la categoría de comercio! Y eso que era temprano aún. ¿Es en serio?
Empezamos con el carrito de frutas y verduras. “En esta sucursal gastamos 150 mil pesos a la semana en puras frutas y verduras que van a la basura. Si la apariencia no es buena o hay alguna hoja que no tiene un tono verde apetitoso, la desechamos, aunque sea completamente comestible”, me cuenta el gerente, cuya identidad quiere permanecer en el anonimato. Este corporativo tiene aproximadamente 40 sucursales en México. Hagamos cálculos: cada semana se gastan aproximadamente 6 millones de pesos solamente en frutas y verduras desperdiciadas. ¿Cuánta gente puede comer con un millón de pesos semanales en vegetales? No quiero imaginar la suma a nivel mundial. “En las carnes no es tanto”, continuó el gerente. “Como 25 mil pesos semanales”.
Ok. ¿Y cuál es la estrategia para reducir la merma? “Reducirla no”, contestó el gerente. Tenemos un equipo que está monitoreando constantemente la temperatura de los alimentos, para que no se echen a perder, nuestra infraestructura es buena y cuidamos nuestro producto, a veces hay factores que no podemos controlar como que los clientes ya no se animen a comprar lo que tenían pensado y lo dejen por ahí, una vez fuera de refrigeración ya no hay vuelta atrás y se vuelve deshecho o sencillamente la producción es demasiada, y no podemos tenerla aquí por mucho tiempo. Las frutas, verduras y panadería que aún son comestibles pero están próximos a su fecha de caducidad o su empaque está dañado, son enviados, a veces, a orfanatos o asilos con los que tenemos convenio, pero con las carnes o alimentos de origen animal es distinto: no los regalamos nunca porque son más propensos a contaminarse y no queremos meternos en problemas”, me contó.
No me dejaron llevarme nada, a pesar de que había muchas cosas comibles en ese carrito. Mi estómago seguía vacío.
Siguiente parada: un renombrado restaurante de comida japonesa ubicado en la Del Valle. A ver si me va mejor, pensé. Después de dar la debida explicación sobre mi nuevo estatus como frigana, me metí a husmear los botes de basura. Los desperdicios del día no eran tantos como imaginaba, apenas se llenaba un botecito de arroz batido mezclado con servilletas sucias, palillos usados y colillas de cigarro.
El chef del lugar me contó que en su restaurante no hay tanto desperdicio porque las porciones que sirven son relativamente pequeñas y casi siempre el comensal acaba con todo lo que pide. Pero, si alguien deja algo en el plato, ellos tiene prohibido comerlo. “Va directo al basurero. Es la regla de todos, o al menos la mayoría de, los restaurantes”. “He trabajado en muchos [restaurantes] y te puedo decir que nada se compara con lo que se tira en un fast food o en un buffet, o en esos con promoción de ‘come todo lo que quieras por $199 pesos’”, me dijo.
Mientras escuchaba, hurgué en la basura para ver qué podía rescatar. Nada. Todo estaba revuelto con cenizas de cigarros y otras cosas que hacían incomestible a la comida. “Sería más sencillo si dividiéramos la basura en orgánica e inorgánica”, me dijo al final con cara de culpa. Me voy a buscar a otro lado. Arigato!
Caminé entre distintos puestos callejeros, cafeterías y tiendas de abarrotes que tuvieran basureros a la vista. Quería pescar algo de comer con o sin permiso, pero no pude recuperar ni una papita, no porque no hubiera comida, sino porque todo lo comestible estaba revuelto con líquidos sospechosos, plásticos, cigarros y otras cosas asquerosas. Puros menjurjes apestosos. si algo era comestible, seguramente ya estaba contaminado.
Entonces entendí lo difícil que es vivir siendo frigano en México. No puedo esperar que cada dos calles me encuentre cajas repletas de donas con chocolate, pasta intacta o bolsas de lechugas orgánicas, limpias. Quizás en Nueva York sea más fácil que ocurra ese escenario. Aquí no. En México, ensuciarte las manos para conseguir alimento está más relacionado a una necesidad que a una convicción.
Según la guía visual de desperdicios de alimentos del periódico británico The Guardian, existe el término “desperdicio no intencional”, que es consecuencia de la falta de infraestructura y transporte en la industria alimentaria. En los países ricos las pérdidas involuntarias son bajas, pero existen niveles elevados de “residuos de alimentos”, es decir, la comida que los consumidores tiran conscientemente, ya sea por comprar demasiado o porque simplemente ya no quieren comerlo.
De nuevo derrotada, y pensando en la abundancia de nuestros mercados mexicanos, me dirigí al mercado de Medellín, en la Ciudad de México.
Ahí amablemente me abrieron las puertas de su basurero y me dieron acceso. Desafortunadamente no había nada que se pudiera salvar, uno de los trabajadores me explicó que dividían la basura en orgánica e inorgánica, pero después de que el camión de la basura pasara por ella, desconocía su destino.
Entré al mercado y me sorprendió que en el primer puesto de frutas y verduras, la señora a cargo, Marta, me obsequió muy amablemente dos bolsas llenas de comida. No tuve que explicar mucho sobre el friganismo, pues ella y su esposo ya sabían todo al respecto. Me dijeron que había llegado un poco tarde, y que los alimentos desechados en buen estado ya estaban en manos de Comida no Bombas, una organización de activistas que inició en los 80’s en Estados Unidos y se expandió por todo el mundo promoviendo el veganismo no violento y recuperando desperdicios de comida para elaborar platillos y regalarlos en las calles. Sin embargo, Marta acudió a los vecinos para juntarme otras bolsas llenas de mangos, aguacates, flor de calabaza, calabazas, manzanas y otros vegetales que se iban a ir a la basura. Evidentemente mis verduras y frutas no tenía la apariencia a la que estoy acostumbrada, pero estaban perfectos (no echados a perder, no contaminados) y su sabor era igual de rico.
Le pregunté a Marta si las personas que viven en la calle saben que pueden entrar al mercado para recolectar alimentos. Me dijo que a veces algún niño de la calle se acerca y ella le regala comida, pero regularmente no sucede. “Supuestamente ése es el trabajo de los bancos de alimentos, venir por todos los desperdicios del mercado para después repartirlos en diferentes centros, pero a veces se les olvida venir y no podemos dejarlo aquí, tenemos que tirarlo,” me contó.
Actualmente, México tiene 66 bancos de alimentos que rescatan más de 112 mil toneladas de comida, según la Asociación Mexicana de Bancos de Alimentos AC. Estos bancos funcionan a través de donaciones de distintas empresas que ofrecen sus productos que son comestibles, pero no adecuados para la venta. Después de realizar estudios socioeconómicos, eligen a las personas que realmente lo necesitan y les piden una cuota de recuperación que no exceda el 10% del valor comercial de la comida.
“Los que son responsables de las donaciones pocas veces vienen, vemos más a los de Comida no Bombas que a los bancos. Hay muchos que vienen a friganear y nuestros puestos están siempre abiertos para ellos, porque no nos gusta ver cuánto se desperdicia”.
Salí muy satisfecha con mi nutritiva adquisición. Comí pasta con calabacitas, berenjenas, y pimientos, acompañada con agua de mango. Gratis, y no solo eso: con comida que pudo echarse a perder en el bote de basura.
Al parecer el friganismo en México va viento en popa, y representa un mínimo esfuerzo del país por reducir el desperdicio. Quizás algún día tengamos restaurantes y supermercados que no general desperdicios, como los hay en Europa; o tal vez nuestros chefs comiencen a hacer cenas comunitarias para aprovechar los desperdicios, como Dan Barber.
Estrategias sobran, mientras esparcimos gotas de consciencia a la industria alimentaria que sólo se preocupa por el fondo de nuestros bolsillos, está en nuestras manos crear una cultura de menos consumo que logre alimentar a todo el mundo. Podríamos empezar por no dejar que la comida de nuestro refri se eche a perder, o ¿por qué no?, comer lo rescatado de la basura. Créanme, esto se podría hacer a diario sin problema.