Hace poco recibí un mensaje directo de Instagram por parte de un amigo en Nueva York, que, además, es un fotógrafo respetado. Me dijo que yo era “una figura de culto en Instagram últimamente”, y luego, para que me doliera, agregó: “y lo digo sin sarcasmo”.
La aplicación para compartir fotos ha sido una herramienta genial y al mismo tiempo terrible para mí y otros artistas. La gente la ama y la odia. El odio está empezando a ganarle al amor, en mi caso. Es una espada de doble filo, pero un lado se está haciendo cada vez más afilado.
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Desde que abrí mi cuenta he logrado, gracias a Instagram, vender mucho de mi trabajo. Conseguí hacer una exposición personal en Oslo en la galería de Bjarne Melgaard, he sido incluido en muchas exposiciones grupales, tuve una exposición personal en Harper’s Books en East Hampton. Exclusivamente, gracias a Instagram, publiqué un libro de tapa dura de mis dibujos con una respetada editorial de arte inglesa. Ninguno de los “logros” que acabo de mencionar, ninguna de las ventas, fueron gracias a mi galería en Nueva York. No es culpa de la galería, en este momento el mundo del arte es un culto caníbal de especulación y diseño de interiores que fetichiza a la juventud pero se disfraza de pintura progresiva.
Pero también significa que, cada vez más, para los artistas jóvenes, las galerías se están volviendo obsoletas. No muchas personas fuera del mundo del arte saben que las galerías piden el porcentaje de una venta. Esto sorprende a las personas de otro tipo de negocios. Toman ese porcentaje porque, históricamente, estar asociado con una galería brinda validación al artista. Pero progresivamente los coleccionistas se han dejado de preocupar por la validación o una buena trayectoria. Les importan los nombres que escuchan constantemente en cocteles o en ferias de arte.
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En ese sentido, tener una presencia destacada en internet contribuye a que tu nombre circule, eliminando la necesidad (una falsa, además) de ser aceptado en una galería. La mayoría de coleccionistas compra lo que otras personas compran, y lo que otras personas compran está pasando en este momento. Está pasando hoy. Y si Instagram es algo, es la encapsulación y exhibición del momento presente. Saber que se puede eliminar al intermediario, y que el artista estaría feliz de vender su trabajo en privado, significa que los coleccionistas pueden llegar a lo mismo por la mitad del precio. Podría decirse que la única función de la galería es la de inflar el ego del artista que quiere ver su obra exhibida en un cubo blanco.
El fácil acceso para los compradores es un beneficio obvio e incrementa la producción de obras originales en Instagram. Pero un asunto clave con el que los artistas (incluido yo) se están enfrentando en este momento es la pérdida de control del contenido que se publica. Se le toman pantallazos a nuestro trabajo y luego es difundido sin nuestro consentimiento.
Y en una era en la que JPEG tiene casi el mismo valor que el objeto físico esto se vuelve problemático. A algunos artistas que conozco les ha pasado que toman sus obras de Instagram y los incluyen en publicaciones sin ser recompensados, y mucho menos notificados. Pero al menos se les reconoce su autoría. La duplicación y el robo son igualmente comunes. He visto mi propio trabajo llegar a mí sin ningún crédito o, peor, acreditando a alguien más. Algunos piensan que los artistas deberían sentirse halagados por la imitación pero, a fin de cuentas, esto simplemente dificulta usar esas imágenes en trabajos posteriores, y queda el riesgo de ser acusado de apropiarse de obras propias, después de haber sido recicladas y re-publicadas miles de veces en internet.
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Además, hay un tema de censura importante en la aplicación, y esto previene la verdadera libertad artística. Claro, supuestamente puedes publicar casi cualquier cosa, pero las imágenes sexuales (las que no infringen los términos de desnudez de Instagram) suelen ser borradas o marcadas. La inhabilidad de Instagram para controlar a sus usuarios han hecho de estos términos algo esencialmente irrelevante.
Oficialmente, cuando se trata de imágenes de contenido sexual, no se pueden mostrar senos en su totalidad (por eso el incansable hashtag #freethenipple). No puedes mostrar relaciones sexuales o genitales. Aparentemente, Instagram intentó mostrarse más liberal al permitir a los usuarios publicar imágenes de culos, pero a la distancia. ¿Quién decide esta distancia? Quién sabe. Pero en últimas, ninguna de estas reglas es en verdad una regla. De las fotos marcadas en mi cuenta, ninguna incumple con los términos oficiales, pero las que están al borde de infringirlos siguen en la cuenta sin ningún problema.
Esto suele afectar, sobre todo, a las mujeres representando sus propios cuerpos; conozco a muchas, mi pareja incluida, a las que les han marcado su trabajo, les han borrado las fotos y les han eliminado las cuentas. A Petra Collins le borraron una foto en la que su vello púbico se asoma de su ropa interior, y sin embargo, otras cuentas de pornografía específicas permanecieron activas. Lo que esto dice sobre nuestra aversión por el cuerpo de la mujer en su estado natural es deprimente.
Como mi cuenta ha sido marcada y borrada tres veces, ahora tengo que revisar quién me sigue. Debo bloquear a todo el que diga que ama a Dios o que toma fotos de sus hijos. Temo que sean soplones que marcan mis fotos y como Instagram no te avisa que tus fotos han sido borradas o marcadas, es frustrante intentar averiguar exactamente qué ofendió a quién. Como las fotos que considero medianamente sexuales se mantienen publicadas, debo asumir que hay fotos que yo no veo como sexuales, pero que otros sí, o que simplemente no le agrado a algunas personas. Y, según aprendí de un tipo que trabaja en Instagram, si suficientes personas marcan la foto de una lasaña, ésta será borrada.
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Pero como dije antes, Instagram también genera un beneficio en el mundo del arte. Ha impulsado carreras de muchos artistas emergentes, en particular la del canadiense bp laval, y de la británica Genieve Figgis. Ambos publicaban su trabajo en Instagram hasta que Richard Prince los notó, los publicó en su cuenta, y se dedicó a ayudarlos a lanzar exhibiciones y libros por medio de una galería y una editorial que maneja en Nueva York. ¿Cómo podrían ellos, yo, o cualquier persona, encontrar una forma de contactar a Richard Prince antes de Instagram? ¿Con una carta sincera y un CD con imágenes? Puedo garantizar que aún cuando alguien hubiera podido localizar la dirección de Prince, dicho paquete habría terminado en la basura. Esta conexión de Instagram es algo nuevo, es algo bello, y lo mejor es que los artistas que tal vez están renuentes a meterse en el juego costoso y aburrido que el mundo del arte exige —mudarse a Nueva York, y estar saludando a todo el mundo en cada inauguración— pueden ahora ser ellos mismos. Quizás son agorafóbicos o sufren de ansiedad, y aún así pueden llegarle a una audiencia bastante amplia.
Ha sido especialmente bueno para mí en los sentidos que mencioné. Jerry Saltz, uno de los últimos críticos de arte legítimos en Nueva York, escribió no sobre mi trabajo, sino sobre mi cuenta de Instagram. ¿Que si puse eso en mi CV? Claro, hay que meterlo. En Instagram hay una disolución liberadora de múltiples barreras que han prevenido a los artistas jóvenes de conectarse con galerías y críticos del mundo real. Esto sólo es positivo. Todos son iguales en Instagram.
En el arte, el momento lo es todo. Con el arte en Instagram, el momento se ha acelerado y, al mismo tiempo, se ha ralentizado. El momento siempre es ahora. Tal vez la persona adecuada se encuentra con tu cuenta, se conecta con lo que haces y, como Prince, tiene un espíritu generoso que lo obliga a querer ayudar. Así que, si bien los artistas corren el riesgo de que se roben sus ideas y trabajos, lo están haciendo en un espacio nunca antes visto en el mundo del arte, en el que son muchos más los ojos dispuestos a ayudar y a difundir.
Y sin embargo, dicho esto, no puedo imaginarme un final más humillante que uno en el que mi lápida diga, “Tuvo una gran cuenta de Instagram”.