Cómo los gobiernos han utilizado la guerra contra el narcotráfico para someter a sus enemigos

Marineros apagan el fuego que iniciaron narcotraficantes que intentaban huir y destruir la evidencia. (Foto: Marina de Estado Unidos vía Wikimedia).

El próximo mes, los miembros de la ONU participaran en el debate más grande sobre políticas de control de drogas de este siglo. La revelación de que la guerra contra el narcotráfico encabezada por Nixon, presidente de Estados Unidos en los 70, fue supuestamente una herramienta política orquestada para reprimir a “la derecha pacifista y a la población negra” fue una noticia oportuna.

Este es el tipo de plan malévolo que te encuentras en una novela futurista: un arma de opresión disfrazada de misión noble para salvar a los niños de las malignas drogas. Desde la perspectiva de las teorías de conspiración, no es tan descabellado porque, tal como demostró el escándalo de Watergate, Nixon tenía preferencia por las políticas de la policía secreta soviética (y además, múltiples grabaciones demostraron que era un viejo racista).

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No obstante, Nixon no inventó la guerra racista contra el narcotráfico. En Estados Unidos, muchas de las leyes tempranas sobre el narcotráfico estaban dirigidas a los inmigrantes, una clase —según lo afirmado por aquellos a cargo de esta incipiente guerra— más propensa a abusar de las drogas que los blancos.

Harry J. Anslinger, jefe de la oficina de narcóticos de Estados Unidos durante la década de 1930, declaró en aquella época que “En total, hay 100,000 fumadores de mariguana en Estados Unidos y la mayoría son negros, hispanos, filipinos y faranduleros. Su música satánica, el jazz y el swing, son producto del consumo de mariguana. La mariguana hace a las mujeres blancas buscar relaciones sexuales con negros, faranduleros y otros”.

Da la impresión de que este tipo sentía que lo estaban excluyendo.

Policías llevan a un hombre a su patrulla después de encontrarle drogas en una operacion de detención y registro.

Se sabe que en Estados Unidos la población negra ha sido el blanco desproporcionado de la guerra contra el narcotráfico y que la han registrado, arrestado y encarcelado —principalmente por posesión— en mayor medida que a su contraparte blanca. Lo mismo se puede decir del Reino Unido, donde las personas de color negro son detenidas y registradas seis veces más que las personas blancas.

Sin embargo, la opresión no se define por completo por ideas racistas. La guerra contra el narcotráfico también oprime a los pobres, no sólo a matrimonios ricos como en el caso de los Rausing, una pareja millonaria con una mansión de 10 millones de libras [24 millones 920,845 pesos] que fue puesta en libertad bajo sanción después de que la policía les descubriera una enorme reserva de heroína, crack y cocaína en polvo. Una investigación realizada por la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres descubrió que aquellos en los pilares socioeconómicos más altos —como doctores, banqueros y abogados— tienen tres veces mayor probabilidad de ser puestos en libertad bajo sanción por delitos de drogas que la población desempleada.


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Si eres un usuario ocasional de drogas, eres un blanco fácil en Reino Unido. Un expolicía infiltrado que se disfrazó de adicto al crack para poder obtener acceso a los mejores dealers me contó: “Esto me hizo darme cuenta lo malos que los policías pueden ser con los adictos. Fui víctima de abusos y me amenazaron con incriminarme por transportar periódicamente drogas que me metieron para comprometerme”.

En Rusia, donde se encuentra la mayoría de los usuarios de drogas intravenosas, la policía fabrica delitos para golpear, torturar y violar a usuarios vulnerables y trabajadores sexuales.

En Tailandia, en 2003, miles de individuos “indeseables” (principalmente indigentes, huérfanos, drogadictos y dealers de bajo rango) fueron detenidos y encerrados en centros de rehabilitación o prisiones como parte de la guerra nacional contra el narcotráfico que declaró el Primer Ministro Thaksin Shinawatra, quien más tarde fue dueño por un tiempo del Manchester City football club. Durante la purga, se llevaron a cabo 2,800 asesinatos extrajudiciales, aunque la mitad de las víctimas no tenía relación alguna con drogas.

En Irán, la guerra contra el narcotráfico se utilizó como una manera silenciosa de acabar con los enemigos del estado o los refugiados afganos indefensos metiéndoles drogas para luego colgarlos. Una investigación realizada por Reprieve, una organización de caridad y derechos humanos, encontró evidencia en Irán —cuya policía antidrogas recibe fondos de la ONU— de que “los cargos por droga podían ser utilizados como pretexto para perseguir y ejecutar a los disidentes políticos”. Según la investigación, hay exiliados y supervisores de derechos humanos que afirman que “muchas de las personas que fueron ejecutadas supuestamente por actos delictivos, como traficar drogas, eran en realidad disidentes políticos”. Según un reporte de la organización de beneficencia de drogas Harm Reduction International, durante la primera mitad del año 2015 ocurrió un estimado de 570 ejecuciones en Irán, de las cuales 394 personas (69 por ciento) eran supuestamente delincuentes de drogas. Después de las protestas contra el gobierno llevadas a cabo en 2009 y 2010, las ejecuciones se duplicaron y la mayoría de los ejecutados fueron acusados por delitos con drogas.

Un consumidor de sisa fumando la droga en Atenas. Foto de ‘Sisa: La cocaína de los pobres‘.

“El sistema mundial de control de drogas penaliza desproporcionadamente a la gente vulnerable y marginada”, Dice Dan Dolan de Reprieve, quien brinda asesoría a los sentenciados a pena de muerte. “Estas personas nunca son los capos y líderes narcotraficantes que el gobierno dice tener en la mira. En la mayoría de los casos, son transportistas o mulas de bajo rango seleccionados porque son prescindibles. En casi todos los casos, sufren de alguna discapacidad intelectual, adicción o de dificultades económicas severas”.

Si tomamos en cuenta los fracasos sistemáticos de la guerra contra el narcotráfico, no sorprende que algunos políticos sientan que se han contaminado y tengan la necesidad de confesar su culpa o su recién adquirida oposición. Ha habido una oleada constante de dirigentes políticos que han admitido, después de abandonar sus cargos, que las leyes contra las drogas que ellos mismos ayudaron a implementar son una desgracia a nivel humano.

A pesar de haber sido el ministro principal de Gran Bretaña a cargo de las leyes de control de drogas por tres años (entre 2001 y 2003), el exdiputado del Partido Laborista, Bob Ainsworth, sorprendió a todos en 2010 cuando, a pesar de su cargo, declaró que la guerra contra el narcotráfico era un fracaso y que más bien había que legalizarlas. Los funcionarios sindicales rápidamente tacharon sus palabras de “extremadamente irresponsables”. Cuando le preguntaron por qué no se defendió estando en una posición de poder, Ainsworth contestó: “como pueden ver en la reacción de esta mañana, si ahora fuera un ministro ‘sombra’, Ed Milband [el líder de ese entonces] me estaría pidiendo que renunciara”.

Una vez que un político se aleja de la posición de poder que te da el ser diputado, los síntomas de este extraño código de silencio sobre drogas —la cual les impide hablar a los ministros principales— parece disiparse.


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Mo Mowlam, un exministro del gabinete laboral responsable de las políticas antidrogas, exigió la legalización total en 2002. Los ministros del gabinete laboral Clare Short, Tony banks y Roy Jenkins se opusieron al igual que Michael Portillo, Alan Duncan, Ken Baker, Nigel Lawson y Peter Lilley, ministros del gabinete conservador que declararon: “Los jóvenes y las minorías étnicas que entren en contacto con estas leyes y saben que son ridículas, nos verían con ojos diferentes si fuéramos realistas y lo hicieramos”.

Algunos, Como David Cameron, tienen que contener ideas liberales previas cuando ganan poder. Sin embargo, durante su tiempo como primer ministro adjunto, el lider exliberal demócrata Nick Clegg fue capaz de alzar la voz. Así que le pregunté a Clegg —quien escribió junto a Sir Richard Branson un capítulo para el libro Ending the War on Drugs, donde piden una reforma total— por qué la mayoría de los políticos gobernantes se sienten incapaces de hablar honestamente sobre las políticas antidrogas. “Por miedo, principalmente el miedo al amarillismo, que es la dinámica principal”, dijo. “Pero yo diría que el mayor problema no es el miedo, es la complacencia, los ministros sienten que no hay una necesidad imperiosa de cambiar las cosas”.

No es de extrañar que los pacifistas más fervientes en la escena mundial sean políticos de alto rango de países que se han visto arruinados por someterse la prohibición como el expresidente de México, Vicente Fox, quien ha exigido la legalización de las drogas para terminar la violencia y la corrupción.

Lamento desilusionarlos, pero la guerra mundial contra el narcotráfico nunca ha sido una pelea con armas láser entre la policía y un ejército maligno de monstruos peludos llamados cocaína, cannabis y heroína. El lenguaje del discurso públicos le da cualidades monstruosas a las drogas: se apoderan de pueblos enteros, acechan en las escuelas y esclavizan a las personas vulnerables. Sus poderes de persuasión son un escoria legendaria y viviente.

En el mundo real, la guerra contra el narcotráfico es una guerra contra la gente. Esto se demuestran a través de quienes han sido encarcelados, sometidos y ejecutados como consecuencia. Los responsables de tomar las decisiones en el debate global sobre control de drogas, que se llevará a cabo el próximo mes en Nueva York, harían bien en meditar detenidamente antes de decidir (como la mayoría de los políticos de Reino Unido) que lo razonable es mantenerse en el status quo.