Corazones rotos, mentes perdidas y menos extremidades

Fotos de Farzana Wahidy 



Los amputados descansan de sus ejercicios en el Centro Ortopédico del Comité Internacional de la Cruz Roja en Kabul, Afganistán, octubre de 2012.

Estamos frente a la cama de Mohamad Doad en la sala de parapléjicos del Centro Ortopédico del Comité Internacional de la Cruz Roja (CIRC) en Kabul, Afganistán. Aziz Ahmad, mi colega afgano, me traduce los reclamos de Mohamad.

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    —Dice que odia a los soldados estadounidenses —me dice Aziz.

    —¿Por qué odia a Estados Unidos? —le pregunto. —Es policía. Estados Unidos lo
entrenó para luchar contra el talibán.

    —Dice que vio cómo fuerzas de la coalición mataban a tres familias. Dice que si se
recupera, él mismo matará a las fuerzas estadunidenses.

    —¿Pero está dispuesto a hablar conmigo?

    —Dice que sí para poder recordar tu cara y matarte cuando esté bien.


Mariam, de 11 años, quien perdió una pierna tras pisar una mina, descansa después de su terapia física.

Mohamad, quien tiene 23 pero parece de 14, fue herido por el talibán en primavera. Del otro lado del pasillo hay una sala de examinación y ejercicios donde los amputados aprenden a operar sus nuevas extremidades prostéticas. Muchos de estos pacientes han perdido una mano o una pierna, víctimas de minas o lanzagranadas; algunos desde la invasión rusa de 1979, otros durante la intervención estadunidense y la guerra contra el talibán.

    Guardo mi pluma entre las páginas de mi libreta y pienso en Mohamad. Soy un reportero estadunidense. Aziz y yo hemos trabajado juntos en Afganistán desde 2004. En este viaje, estoy reportando sobre las consecuencias de más de 30 años de guerra, y lo hago pasando algún tiempo con las víctimas.

    Llegué a principios de junio y me quedé hasta agosto. Quería llegar antes, pero Aziz me advirtió por correo que, en ese momento, no estaría seguro. En enero, seis meses antes de mi llegada, surgió un video de soldados estadounidenses orinando sobre los cadáveres de soldados del talibán. Un mes más tarde, tropas estadunidenses quemaron decenas de copias del Corán, lo que incitó días de amotinamientos en todos el país y ataques contra fuerzas norteamericanas. Después, en marzo, un soldado estadounidense fue acusado de asesinar a 16 civiles tras irrumpir en sus casas en la provincia de Kandahar. Los oficiales estadounidenses se disculparon por el incidente, pero su arrepentimiento no fue suficiente para tranquilizar a los manifestantes y los ataques que cobraron la vida de al menos 30 personas, entre ellos seis soldados de EU. Y en las semanas previas a mi llegada, el Pentágono reportó un mayor número de ataques con arma de fuego contra soldados norteamericanos de parte policías afganos entrenados por estadounidenses.

    —Este no es un buen momento para que vengas —me dijo Aziz cuando me recogió en el aeropuerto internacional de Kabul. —Todos están muy enojados con Estados Unidos.

Mohamad es sometido en la cama del hospital, su rostro limpio y marrón se ve amarillento bajo la luz pálida de los focos que cuelgan del techo. Sus ojos grandes y azules parecen estudiarme más con curiosidad que con odio, pero sus palabras dicen lo contrario. Unas abrazaderas de plástico con correas de velcro detienen sus piernas, tan flacas que me pregunto si no habría sufrido de polio antes del incidente. Unos calcetines sucios de Mickey Mouse, donados por algún grupo humanitario y demasiado grandes para sus pies, cuelgan sobre sus dedos.

    La gran mayoría de los pacientes en la sala de parapléjicos están paralizados de la cintura hacia abajo. Unos cuantos, como Mohamad, pueden caminar pequeñas distancias, pero sólo con la ayuda de abrazaderas y andaderas de fierro. El centro no tiene el personal suficiente para alimentar a los pacientes y ayudarlos a ir al baño, bañarse y vestirse. Un amigo o pariente tiene que ayudar; de lo contrario el paciente es dado de alta. Por eso el primo de Mohamad está aquí, parado detrás de la andadera de la joven víctima, con un vaso de jugo en la mano.

    El talibán emboscó el auto de Mohamad en las afueras de Kandahar en mayo. Una de sus tareas como policía era destruir plantas de amapola, las cuales se venden para ayudar a
financiar a los insurgentes. Mohamad recibió un disparo en la espalda; la bala salió por el costado izquierdo de su pecho. Él cayó sobre su auto y no se pudo mover. Otro policía lo encontró diez minutos después y lo llevó a una base militar estadunidense en Kandahar, de donde lo trasladaron en helicóptero al hospital militar en Kabul. Ahí lo atendieron durante cinco días antes de transferirlo al Centro Ortopédico.

    —Recuérdale que los estadounidenses le salvaron la vida —le digo a Aziz. —¿Qué opina de eso?

    —Dice que no se trata de su vida, sino de ejércitos occidentales en su país.

    —¿Por qué se hizo policía?

    —Porque necesitaba trabajo. Le gustaba, pero después le dispararon.

    Aziz me cuenta que, como policía, Mohamad ganaba 33 dólares al mes. Su comandante no le ha llamado ni lo ha visitado desde el ataque. Los otros pacientes nos miran mientras Aziz traduce. Están acostados sobre tapetes de plástico cafés, demasiado grandes para los marcos de metal, retorciéndose bajo el calor de julio. Un torbellino constante de moscas se agita sobre sus cabezas. Escucho el ruido de su piel cuando se desprende de los tapetes de plástico, y puedo oler ese hedor crudo cuando sus cuerpos se giran y las sábanas se mueven. Muchos tienen llagas del color de un aguacate podrido en los muslos y nalgas por estar tanto tiempo acostados. Es como si los hubieran golpeado.

    —Oh, Dios —digo, mientras me tapo nariz y boca. Mohamad se burla de mí.

    —Al carajo con Estados Unidos —me dice.

    Le digo a Aziz que me siento mal. Me toma por el hombro y me lleva a la sala de amputados, donde las puertas abiertas dejan entrar una brisa cálida. Mi mente se despeja y mi garganta se relaja. Hay dibujos de piernas y brazos prostéticos colgando de las paredes blancas. Hay pacientes sentados en bancas, esperando a que los atiendan. Algunos se han quitado sus piernas y las recargan contra la pared, sus sandalias y zapatos apretados sobre sus pies de plástico.

    Escuchamos mientras un terapeuta trabaja con un niño. El salwar kameez, una especie de pijama, cuelga donde solía estar su pierna izquierda. Hincado, el terapeuta examina su muñón y pasa su pulgar sobre las cicatrices. Tiene puesta una bata de laboratorio blanca. Tiene ojos azules y una barba larga y blanca. Unas arrugas marcadas dividen su rostro hundido.

    —¿Cuál es el problema? —le pregunta el terapeuta a su paciente.

    —No puedo doblar bien la rodilla—, dice el niño. Le entrega al terapeuta su pierna prostética.

    —¿Cómo te llamas y cuántos años tienes?

    —Zabiulá. Doce.

    El terapeuta escribe los datos en un portapapeles.

    —¿Cómo pasó esto?


Abdul Sabur, un ex soldado muyahidín, quedó paralizado tras recibir un impacto de bala en la espalda, cortesía de las tropas del gobierno, durante un tiroteo en 1991. Desde entonces, las ampollas infectadas lo traen de vuelta al hospital una y otra vez.

—Bombas estadounidenses, Coronel.

    Los pacientes le dicen “Coronel” al terapeuta porque fue coronel del ejército afgano bajo el mando del presidente Najibulá, quien gobernó Afganistán de 1987 hasta 1992, cuando las fuerzas rebeldes muyahidín le arrebataron el poder.

    El Coronel perdió la pierna derecha en 1991 cerca de la ciudad de Ghazni, cuando muyahidines dispararon un cohete contra su vehículo blindado. La explosión lo dejó inconsciente. Cuando despertó, se arrastró fuera del vehículo y hacia el calor de una camioneta en llamas. El viento mantenía las llamas alejadas mientras él se escondía y examinaba sus heridas. Su pierna derecha estaba hecha trizas. No podía sentirla. La amarró con un pedazo de su uniforme para detener el sangrado. Después se desmayó.

    —Creo que la pierna necesita algunos ajustes, eso es todo —dijo el Coronel.

    —Por lo general no tengo problemas —dice Zabiulá. —A veces me da comezón en el muñón y me duele un poco.

    —¿Cómo te lastimaste?

    —El año pasado, en la provincia de Wardak, estaba en las montañas con nuestro burro, recolectando madera. Había una base de la coalición a dos kilómetros de distancia. Las fuerzas de la coalición dispararon un mortero y la metralla golpeó mi pie izquierdo. Salí volando como si alguien me hubiera levantado. Mi primo me subió al burro y me llevó al hospital.

    El Coronel hace una mueca y sacude la cabeza, le quita la pierna prostética al niño y afloja un tornillo. Todos los días, pacientes como Zabiulá le recuerdan al ex soldado de su propia herida. Cuando despertó junto a la camioneta en llamas no sabía lo que había ocurrido ni dónde estaba. Las camionetas y los Jeeps destruidos de su convoy bloqueaban la carretera. Después recordó. Las sombras comenzaron a rodearlo y a encogerse con el sol. El Coronel vio cómo un auto se acercaba y lo saludaban, pero el conductor no se detuvo. Dos hombres en bicicleta pedalearon hasta él. “Si te recogemos, la oposición nos matará”, le dijo uno de los hombres y se marcharon. Un pequeño niño le llevó agua al Coronel en un plato. Pero el plato tenía un hoyo y el agua se escurrió antes de que el Coronel le pudiera dar un trago, así que comenzó a lamer el plato. No sabía de dónde había salido el niño. Escuchó a dos hombres pedir auxilio. No reconoció sus voces, pero asumió que, igual que él, eran soldados heridos. “Por favor, por favor, ayúdennos”. Sus voces perdieron fuerza. Después dejaron de escucharse.

    El conductor de una camioneta vio al Coronel y se estacionó, y él le rogó al hombre que lo recogiera, pero al conductor le preocupaba que si los muyahidines revisaban su camioneta y encontraban al Coronel, lo matarían. “No hay problema, sólo diles que me maten”, le dijo el Coronel. El conductor lo cargó hasta su camioneta y le dijo que se sentara. Le cubrió el rostro y la mitad del cuerpo con una cobija para que los muyahidines pensaran que se trataba de una mujer.

    —¿Qué tal ahora? —el Coronel le pregunta a Zabiulá sobre el nuevo ajuste.

    —Encaja mejor —dice el niño.

    —El soldado estadounidense está ciego —dice el padre del niño, parado a un lado. —Si ven a los niños, ¿por qué bombardearían?

    —Después nos explica cómo, todos los días, 15 ó 20 personas mueren en Wardak. —Apenas ayer, hubo un fuerte enfrentamiento —nos dice. —Hubo heridos. Todos civiles.

    El Coronel no dice nada. Le da al niño un ungüento para las ampollas rojas que tiene en el muñón. El Coronel recuera que el conductor lo dejó en un retén militar. Los soldados lo rodearon y se sintió seguro; en cuanto este sentimiento de seguridad lo invadió, sintió un dolor agudo en su pierna. Lo llevaron al hospital. Primero le amputaron el pie, pero después tuvo una infección y tuvieron que quitarle toda la pierna. Era un dilema común, no había suficientes antibióticos disponibles. Todos los días, mientras el Coronel estuvo hospitalizado, dice que tres o cuatro pacientes perdían un brazo o una pierna. No empezó a extrañar su pierna hasta que lo dieron de alta; pensaba: ¿Cómo podré seguir adelante? Un doctor le dijo que usaría una prótesis.

    —Camina —le dice el Coronel a Zabiulá.
    El niño camina hasta afuera para probar su prótesis. Se da la vuelta y camina de regreso.

    —¿Bien? —pregunta el Coronel.

    Zabiulá asiente con la cabeza.

    —¿Estás contento?

    —Si está feliz o enojado, no importa —interrumpe el padre de Zabiulá. —No tiene poder.

    El Centro Ortopédico cierra en la tarde para el Ramadán. El Coronel nos lleva hasta la puerta principal y Aziz y yo cruzamos la calle hasta su auto. Tengo la garganta seca e irritada por todo el polvo en el aire. Un soplo de aire caliente sale del auto cuando Aziz abre las puertas. Esperamos a que el coche se enfríe y nos subimos. Recargo la cabeza contra el respaldo mientras Aziz prende el motor y me lleva a mi hotel.

    Los retenes militares bloquean incluso las calles más pequeñas. Globos aerostáticos del ejército estadunidense equipados con cámaras, flotan en el aire y graban todo lo que ocurre debajo. Veo a un grupo de jóvenes con playeras que dicen, en inglés: “El cristianismo no es una religión”. Aziz me cuenta cómo ha cambiado Kabul desde mi última visita el verano pasado. Cierro los ojos y escucho el aire caliente que se cuela por las ventanas, la voz de Aziz se entrecorta por todo el ruido.

    —La seguridad ha sido muy intensa desde que quemaron nuestro libro sagrado —me dice Aziz mientras maneja. —Todos saben que los americanos se van. No verás a ningún occidental sentado solo con su chofer afgano como ahora. No, los occidentales ahora viajan en convoys con guardias de seguridad. Los secuestros son un problema. No debes salir tú solo. Si tienes que salir, toma un camino distinto cada vez. Los secuestradores se están llevando a los occidentales y a sus traductores. Dejan ir al traductor para que transmita sus demandas. Incluso dentro de las mismas familias, la gente se secuestra entre sí. El hermano de alguien era muy rico. Este hombre secuestró a su hermano y dejó una nota de rescate.

    Aziz se estaciona afuera del Hotel Park cerca del centro, a unos 20 kilómetros del hospital. Muros antideflagración y una reja de fierro rodean el edificio. Aziz continúa hablando mientras soldados con cuernos de chivo nos escoltan al interior, a través de un patio extenso. Hay pavo reales en los jardines. Dos fuentes de piedra escupen agua. Mesas de picnic blancas reflejan los rayos del sol, y un hombre riega el pasto y los geranios junto al camino. Un inglés corre alrededor del jardín, contando cada vuelta en voz alta.

    —No sé qué pasará cuando se vayan los estadounidenses de Afganistán —me dice Aziz. —Si se controla la corrupción, las cosas saldrán bien. Pero no tengo muchas esperanzas de que esto suceda.

    En cuatro esquinas sobre el patio del hotel hay guardias con uniformes azules sentados detrás de bunkers de sacos de arena, con cuernos de chivo entre sus manos. El alambre de púas se extiende de forma irregular de un búnker a otro.

    —Cuando los estadounidenses se hayan ido —continua Aziz— habrá conflictos en todos los vecindarios porque la gente empezará a robar. Yo compraré una pistola para proteger mi casa. Pero no una kalashnikov, sino simplemente una pistola.


La terapeuta Mursal Hashimi ayuda a Samurgul, de 21 años, con sus piernas prostéticas.

   Esa noche, miro hacia el jardín desde mi ventana, y veo las siluetas de los pavos reales y los guardias de seguridad que caminan de un lado a otro en el techo sobre mi cabeza. Le doy de comer a un gato perdido que llora afuera de mi puerta. Pienso en contactar a Aziz, pero al final decido no hacerlo. Imagino que vacía el tanque de gasolina de su coche todos los días después de dejarme en el hotel. Siempre está medio lleno cuando regresamos al hotel después de un día de trabajo, pero la aguja siempre está en la E a la mañana siguiente. Y todas las mañanas me pide dinero para llenar el tanque. Le doy diez dólares y le digo que revise el coche para asegurarse de que no tenga una fuga, y siempre me dice que lo hará. Llevo el tiempo suficiente trabajando con Aziz como para saber que no querría que nada malo me pasara. Nunca me entregaría a un grupo de secuestradores. Pero definitivamente está dispuesto a llevarse todo el dinero para gasolina que pueda.

    Por la noche, un policía contacta a Aziz por teléfono y le pregunta si ha recibido un volante anónimo distribuido por simpatizantes del talibán. Advierte que cualquiera que trabaje con americanos será asesinado. Aziz no ha recibido ningún volante. Cuando cuelga el teléfono, les dice a sus hijos que se queden adentro. Cierra con seguro la puerta y todas las ventanas.

    Más tarde por la noche, el Coronel recuerda el día en que un misil estalló en el centro de Kabul y fue herido por segunda ocasión. Estaba comiendo pan y tomando té en un parque. Se paró para estirarse bajo el sol cuando una explosión lo arrojó al piso. La gente gritaba y corría. Recuerda la sangre y los cuerpos destrozados. La cabeza de un hombre rodando junto al cadáver descabezado de una mujer. Los camiones de bomberos limpiaban la sangre de las calles, y aquellos que sobrevivieron regresaron a sus puestos. Años más tarde, los pacientes que se habían recuperado de aquella catástrofe estaban de regreso en el hospital. El Coronel los atiende y les dice que él también estuvo en el parque en 1995, cuando perdieron sus piernas o sus brazos, o las dos. Hablan y recuerdan. En aquellos días, dice el Coronel, la línea de fuego se encontraba en un lugar específico y bien delimitado. Hoy, con las bombas suicida, sus pacientes dicen que la línea de fuego está en todos lados.

    Por las noches, en su cama en el Centro Ortopédico, Zabiulá siente los dolores en su miembro fantasma, donde su pierna izquierda solía estar. En el dormitorio, Mohamad lee el Corán. Otro paciente escucha la radio. Uno hombre mira el techo sin parpadear. Los otros 22 pacientes en la sala de parapléjicos duermen bajo las sombras que las luces difusas proyectan sobre las paredes marrón. La gotera en una de las llaves moja el piso negro, y pequeños caminitos de agua se abren paso.

    Un niño de 13 años llamado Wasim Sabur se sienta junto a su padre, Abdul. Wasim tiene puesta un salwar kameez morado que no se ha quitado en días. Se hunde en su silla y escucha a su padre roncar. Abdul es un hombre grande con pelo negro. Su cuerpo abarca toda la cama. Se hunde bajo su peso.

    Abdul luchaba con los muyahidines contra Najibulá, cuando, en 1991, le dispararon por la espalda cerca de Policharki. Pasó un año en el hospital. Las ampollas infectadas lo han hecho entrar y salir del Centro Ortopédico durante años. No siente nada de la mitad del pecho hacia abajo y entró al hospital una vez más en junio. Las piernas de Abdul tiemblan como un par de peces sin agua, y las mira como si no fueran parte de su cuerpo, sino pedazos de carne que se asfixian incontrolables y que están unidos a su cintura. Wasim detiene las piernas de su padre hasta que terminan los espasmos.


Los pacientes descansan en el patio del hospital.

    Cuando Abdul despierte, Wasim lo ayudará a comer, lo ayudará a ir al baño y limpiará sus llagas con yodo diluido en agua. A veces, los terapeutas le hacen encargos a Wasim y le piden que cuide de otros pacientes. Levanta los ojos con cada petición como para decir que ya carga con demasiados problemas, y después sale corriendo, sus chanclas golpeando contra el piso, feliz de poder ayudar con las tareas. A Wasim no le gusta quedarse sentado.

    Wasim y sus padres viven en Kabul con su tío Mohamad Nasim, quien trabaja como cambista. A veces, Mohamad gana 60 dólares, y esas noches él, su esposa, sus tres hijos, Wasim y los padres de Wasim, comen cordero, arroz y frijoles. Otros días, Mohamad gana la mitad, y comen ajo, tomates y espinacas. Abdul le dice a su hermano Mohamad que no lo visite porque el camión cuesta un dólar, sin embargo hoy hizo el viaje.

    —Guarda el dinero para alimentar a los niños —le dice Abdul a Mohamad.

    —No te preocupes por mí, padre —dice Wasim.

    —Mírame —dice Abdul. —La yihad terminó. ¿Qué cosa buena salió de eso?

    —Cuando Estados Unidos se vaya, Afganistán caerá en otra yihad y será destruida —dice Nasim. —Todo mundo lo sabe. Abdul está de acuerdo. Wasim frunce el ceño, asustado por la seriedad del silencio que se cierne entre su padre y su tío. Así suena el futuro de Afganistán. Se aleja apresuradamente, en busca de alguna tarea para ocupar su mente, sólo se escucha el eco de sus sandalias.

A la mañana siguiente alimentó al gato. El gato se frota contra mis piernas. Abro la puerta. Se asoma al exterior, olfatea el aire y después se arrastra debajo de la cama. Dejo que se quede ahí.

    Aziz me espera en el auto sobre la carretera destruida, una calle ancha con grietas en el pavimento, afuera del hotel. El dinero para las calles, me cuenta Aziz, se lo lleva un contratista, quien se queda un porcentaje para él y después subcontrata a alguien más para que haga el trabajo. Este segundo contratista también se queda un porcentaje para él y después subcontrata a otro contratista todavía más barato. El poco dinero que queda sirve para arreglar sólo una parte insignificante de las calles.

    —No hay ninguna planeación —dice Aziz. —En lugar de analizar las calles y después pavimentarlas, las pavimentan y después las analizan. Los analistas dicen: “Oh, se ve muy mal. Necesitamos dos millones de dólares para repararlas”. Y después vuelven a destruir las calles. Es como una especie de juego. Después de diez años, los estadunidenses no han entendido esto y siguen entregando dinero al gobierno para las calles.

    Enciende el motor.

    —Voy a necesitar dinero para gasolina.

    Llegamos al hospital y me dirijo a la habitación de Mohamad. Cuando entro, lo veo sentado en el borde de la cama, sus manos sobre la andadera mientras su primo le ajusta las abrazaderas. Le ajusta una correa de velcro alrededor de la bolsa de orina para que ésta no se mueva mientras Mohamad camina. Mohamad ve a Aziz, y se abrazan.

    —Salam —dice Aziz.

    —Salam —dice Mohamad.

    Mohamad le pide a Aziz que ponga su mano contra su pie, y después le indica que presione más y más fuerte. Aziz aprieta su pie, pero Mohamad sacude la cabeza.

    —No siento nada —regaña a Aziz. —Sólo siento cuando me aprietan el pie con fuerza.

    Mohamad sujeta a la andadera y se levanta de la cama para ponerse de pie. Se mueve hacia delante algunos centímetros, descansa con la andadera sobre el piso, arquea su espalda y jala su pierna derecha hacia adelante. Después arrastra el pie izquierdo. Su primo camina junto a él.

    —Intenta caminar —le dice su primo.

    —Estoy tratando.

    —Derecha y después izquierda.

    —No tengo energía.

    —Inténtalo.

    Los brazos le tiemblan a Mohamad.

    —Estoy mareado.

    El terapeuta físico Zabel Ulá observa a a Mohamad batallar. Zabel perdió su pierna izquierda por una mina. Una ligera cojera es lo único que sugiere que utiliza una prótesis. En 1996, estaba deshierbando el jardín de su padre y plantando geranios rosas. Zabel se paró para estirarse, y dio un paso hacia delante. Cuando bajo el pie izquierdo, el suelo estalló.

    Zabel y los otros terapeutas físicos informan a los parapléjicos que su recuperación puede tomar mucho tiempo. Sin embargo, la impaciencia es abundante. Insisten en viajar a India o Pakistán o a otro lugar para recibir tratamiento. Después, Zabel les dice la verdad. “Escuchen”, les dice, “este otro doctor al que quieren ver, él les dirá lo que les diré yo ahora. No desperdicien su dinero. No volverán a caminar. Siguen vivos. Den gracias a Dios por eso”.

    En la sala de amputados, el Coronel examina la pierna prostética de un chico llamado Raholla, y la ropa cuelga sobre su esbelto cuerpo como de un espantapájaros. Baz-Mohammad, su estricto padre, está parado detrás de él.

    —Camina hacia delante y hacia atrás —le indica el Coronel a Raholla. —Estás un poco disparejo. Tu pierna es demasiado corta. Estás creciendo. Tu prótesis ya no te queda. Te daremos una nueva. ¿Cuántos años tienes?

    —Quince —dice Raholla.

    —¿Qué te pasó? —le pregunto.

    —En 2007 —me cuenta Raholla —estaba con mi hermano llevando a seis ovejas a pastar. Mientras las ovejas comían, mi hermano Juma encontró un pedazo de metal. Era un metal redondo con dos agujeros en cada lado. Le dije que no lo tocara. Podría ser algo malo. Me dijo que sólo era un pedazo de metal y lo golpeó con una piedra. Traté de detenerlo con mis manos pero fue demasiado tarde. Salió volando y partes de él me golpearon. Murió al instante. Yo perdí la pierna derecha y los dedos de ambas manos. Murieron cuatro ovejas. El pasto se quemó. La tierra y el aire retumbaron. Yo me quedé tirado en el piso pues temía que mi padre me golpeara porque Juma había estado jugando con una mina. Lo sacudí, pero no se movía. Me arrastré por el suelo, dejando mi pierna detrás. El chofer de un camión vio la explosión. Se detuvo y me llevó al hospital del ejército en Kabul.

    —Probemos con esta nueva prótesis —dijo el Coronel. —Coloca este calcetín sobre tu muñón. Ahora mete tu muñón a la prótesis. Ponte de pie. Párate derecho. Muy bien, siéntate. Quítatela. Está un poco alta, un poco larga. ¿Dónde vives?

    —En Hyat Khan, en la provincial de Logar —dice Baz-Mohammad. —Vinimos en camión.

    —¿Dónde estaba usted cuando sus hijos se lastimaron?

    —Estaba en Kandahar —respondió. —Mi tío me contactó y me dijo que Raholla había sido herido por una mina. No me dijo que Juma había muerto. Cuando vi a Raholla, estaba en coma. Despertó dos días después. Me dijo: “No fue mi culpa. Por favor no me pegues, papá. Juma la agarró”. Yo estaba llorando. Si tú vieras a tu hijo sangrando y tirado en una cama, ¿no llorarías también? Creo que la mina había quedado ahí de la época rusa. Había un retén ruso cerca de nuestra casa. Quizá haya otras minas, no lo sé. Lamentablemente, una encontró a Juma y lo mató. Ahora tengo miedo hasta de tocar una piedra.

    Le doy la mano a Baz-Mohammad y le deseo lo mejor. Aziz y yo salimos de la habitación, y él prende un cigarro bajo la sombra de un árbol rodeado por las fumarolas de diesel que escupen los camiones. Ver a tantos hombres con heridas de guerra me recuerda a la época cuando trabajaba como policía estadístico en la provincia de Parwan, cerca de Kabul, durante la guerra entre el presidente Najibulá y los muyahidines.

    Un día, su comandante le dijo que las oficinas tenían demasiados oficiales detrás de escritorios. Aziz y otros quince oficiales recibieron órdenes de reunirse en un cuarto adyacente. Después, el comandante pidió voluntarios para pelear en la línea de fuego. Nadie se movió. Después de un largo e incómodo silencio, dos hombres dijeron que estaban listos para luchar. El comandante los envío de regreso a sus escritorios. Aziz y los otros 12 hombres fueron llevados al cuartel donde les informaron que serían enviados a la línea de fuego al día siguiente.

    A las dos de la mañana, Aziz pidió permiso para salir del cuartel. Le dijo al guardia que había otro oficial dormido en su auto, estacionado afuera de la base. Aziz le dijo que quería despertarlo para que el oficial no perdiera el convoy a la línea de fuego. Después de recibir el permiso, Aziz salió del cuartel y tomó un taxi a casa de sus padres en Kabul.

    Cinco días después, Aziz contactó su comandante. “No puedo pelear”, le dijo. “No le puedo disparar a otros afganos. Mi trabajo está en la oficina. Mátenme ahora. Nunca iré al frente”. Pero el comandante le dijo: “No. Te necesitamos. Eres pashtún. Yo soy pashtún. Los otros oficiales son tajik y hazarra. Eres el único en quien puedo confiar. Regresa. Te puedes quedar en la oficina”.

    Aziz regresó y pasó el resto de la guerra en su escritorio. Dice que así fue como sobrevivió a la pelea.

    Aziz apaga su cigarro, nos subimos al auto y empezamos nuestro camino de regreso al hotel. No hemos avanzado mucho cuando nos detenemos en el tráfico en una rotonda. Los otros conductores aprietan el claxon y luchan por los pequeños espacios entre autos. Yo me asomo por la ventana. Un policía camina de un lado a otro de la carretera, sacudiendo una kalashnikov. Otros oficiales se acercan a él, pero él los hace retroceder con su arma grita: “¡Estados Unidos!”, pero el resto se pierde entre el ruido del claxon. El policía apunta su kalashnikov contra los autos parados de izquierda a derecha, y Aziz y yo nos escondemos debajo de nuestros asientos.

    —¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos!

    Le digo a Aziz que deberíamos salir del auto y acostarnos sobre el pavimento, pero Aziz cree que el auto nos protegerá mejor.

    —En el piso estaremos más abajo y podremos movernos —le digo.

    —Demasiadas balas perdidas podrían golpearnos —me dice.

    —Podríamos rodar bajo los autos para protegernos —le digo.

    Aziz y yo discutimos, cada vez más hundidos en nuestros asientos, nuestros ojos al nivel del tablero.

    —¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos!

    El policía baja su cuerno de chivo, nos arroja una mirada de odio y se marcha. Los otros policías lo ven marcharse. Después de un momento, empiezan a controlar el tráfico.

    Esa noche, de vuelta en mi habitación, alimento al gato y pienso en Aziz, y cómo sólo unas horas antes, él y yo habíamos tenido una discusión racional sobre la mejor forma de evadir una bala.

    Sin poder dormir, me puse a escuchar la radio de la BBC. Un nuevo recluta de la policía había disparado y matado a dos estadunidenses en el oeste de Afganistán. Todavía estaba en entrenamiento, le acababan de asignar un arma. Horas más tarde en Kandahar, un soldado del ejército afgano disparó contra tropas internacionales, dejando dos heridos. Otro día en Afganistán.

A la mañana siguiente, de regreso en la sala de parapléjicos, Mohamad le preguntó a Aziz si yo ayunaba.

    —Sí —dijo Aziz. —Como cristiano, ayuna durante 40 días en primavera todos los años.

    —¿Reza?

    —Sí.

    —¿Cómo reza?

    —De rodillas. Y sólo reza los domingos.

    —¿Jesucristo es su profeta?

    —Sí.

    —¿Cómo se refiere a su dios?

    —Su dios no tiene un nombre especial. A veces lo llaman Jesucristo Salvador.

    —¿Jesús fue enviado por su dios?

    —Sí.

    —¿Y él cree en esto?

    —Sí.

    —Al menos cree en Dios —dice Mohamad.

    Un terapeuta físico se detiene junto a la cama de Mohamad para examinar sus piernas. Aziz y yo nos trasladamos a la sala de amputados, donde conocemos al soldado afgano Mansoor Kohistani. Mansoor está parado junto a su amigo y compañero del ejército, Moor al Haq. Una ambulancia del hospital del ejército en Kabul trajo a Moor al centro. Perdió ambas piernas en mayo cuando se paró sobre una mina en la provincia de Helmand.

    Está acostado sobre una camilla, la mitad de su cuerpo está cubierta con una sábana y todavía trae puesta la túnica verde de su uniforme. El Coronel levanta la sábana para inspeccionar los muñones de Moor.

    —¿Cómo están las cosas en Helmand? —pregunta el Coronel.

    —En algunos lugares hay peleas, en otros hay silencio —dice Moor. —Una mina explota cada dos o tres días. Por lo general son civiles y mulas los que resultan heridos.

    Mansoor se hace a un lado. Se alistó en 2011, después de graduarse de la prepa. Entrenó durante seis meses antes de convertirse en primer teniente, después de eso solía pelear en las montañas. Al este, en la provincia de Nuristán, Mansoor vio cómo dos soldados afganos volaban en pedazos por una mina. Sus familias recibieron mil dólares y suficiente comida para tres días de duelo.

    —Tienes una infección —le dice el Coronel a Moor.

    —Perdiste una buena parte de tu nalga derecha y no ha sanado. No hay nada que podamos hacer hasta que se cure la infección.

    —¿Entonces me puedo quedar aquí?

    —Sólo si tenemos un cuarto.

    El Coronel empuja la camilla de Moor de regreso a la ambulancia. Mansoor los sigue detrás, el rostro caído. En su cabeza, todavía puede ver el misil que golpeó el Humvee y partió al conductor afgano en dos. También estaba el niño talibán que tenía a lo mucho 14 años. Estaba sólo y disparando contra ellos. Mansoor le dijo que se rindiera. Pero no dejaba de disparar, así que Mansoor llamó a un francotirador. Después, no podía dejar de mirar al niño, tan joven y tan muerto, tirado de espaldas contra una piedra, y Mansoor supo que también lo recordaría.

    Mi última mañana en Kabul. Guardo mis cosas y alimento al gato una última vez. No quiere salir de mi cuarto y lo tengo que empujar con el pie. Se queda sentado junto a mi puerta mientras bajó las escaleras. Aziz me está esperando fuera. Le digo que me siento un poco culpable por dejar al gato. Probablemente no debí haberlo alimentado y dado falsas expectativas. Aziz sacude una mano. No le interesa. Compara al gato con Afganistán: sobrevivió antes de que yo llegara, sobrevivirá cuando me haya ido.

    Camino al aeropuerto, hacemos una última parada en el Centro Ortopédico. Adentro, el Coronel está hablando con un hombre en muletas. Le informa que ha tenido una pierna prostética desde 1998, cuando pisó una mina cerca de la frontera con Irán. Pero ayer por la noche tenía frío y no había combustible, así que quemó su extremidad artificial para calentar la habitación.

    En la sala de parapléjicos, Mohamad está acostado sobre su cama y le cuenta a Aziz que uno de sus tíos había muerto, y su primo se había ido ayer por la noche para estar con la familia. Ya que no hay suficientes doctores y enfermeras para darle la ayuda que necesita, lo dieron de alta.

    —¿Qué hay de mis ampollas? —les pregunta.

    —Límpialas todos los días —le dice Zabel. —No te sientes en ellas. Usa tu andadera.

    —En el camino, si tengo problemas no habrá nadie para ayudarme. El camino es muy largo.

    —Toma el camión 303. Va directo a Helmand.

    —No habrá nadie que me dé de comer —dice Mohamad.

    —Si encuentras a alguien que se quede contigo aquí, puedes regresar al centro.

    Mohamad se sienta y estira la mano hasta su andadera. No me imagino de qué le servirá cuando camine por las calles agrietadas a las que se tendrá que enfrentar.

    —¿Me visitará en Helmand como lo has hecho aquí? —Mohamad le pregunta Aziz.

    —Inshalá —dice Aziz. Dios mediante.

    —Puedes traer a tu periodista americano —dice Mohamad.

    —Lo invitaré a mi casa. Su cara no dice: “Te voy a disparar”. No tiene un arma. Es americano pero no es un soldado.

    Le doy la mano a Mohamad. La mirada en sus ojos traiciona su odio, su miedo y su tristeza. Todo lo que es en este momento: un joven solitario, paralizado de la cintura hacia abajo, que odia a Estados Unidos y no tiene futuro.

    Aziz abraza a Mohamad y después le grita a Wasim, y le pide que ayude a Mohamad con sus abrazaderas. Yo sigo a Aziz hasta afuera, y cruzamos la calle hasta donde estacionamos el auto, abrimos las puertas y nos recargamos sobre el techo mientras esperamos a que se enfríe por dentro.

    Aziz mete una mano a su bolsa para sacar un paquete de cigarros.

    —¿Crees que lo decía en serio? —le pregunto.

    —¿Mohamad? ¿Sobre ti?

    —Sí.

    Aziz lo piensa un momento, saca un cigarro y encoge los hombros.

    —Lo dijo en serio aquí —me responde.

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