“El espejo de Venezuela”.
Esa es la categoría que elegimos los colombianos para resumir sin matices varios fenómenos: la crisis económica y social que vive el país que tenemos al lado, la migración de cientos de venezolanos a tierras nacionales, la muerte de niños por hambre en los hospitales caraqueños.
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Aparte de ser todo esto, la expresión resulta también un englobe fácil para difundir ideas peligrosas, como la mentira extendida de que Venezuela era exactamente igual a Colombia antes de que el sueño bolivariano se empotrara en el poder por décadas. Y que —sigue la mentira— solo hace falta un líder para consumar esa realidad como por arte de magia.
Una irresponsabilidad que, por supuesto, solo podía ver la luz en época de campañas políticas.
La tesis proviene del todopoderoso Álvaro Uribe Vélez, quien viene insistiendo en ella desde hace un buen tiempo. “En Venezuela nunca pensaron que iba a haber castrismo. Chávez lo negó. Y llegó y acabó la empresa privada, y al acabar la empresa privada, acabaron la política social”.
La frase se la dijo Uribe a un grupo de estudiantes en agosto del año pasado y hoy el tema está en la agenda diaria: hace poco, Mauricio Vargas, columnista de El Tiempo, aseguró lo mismo en su tribuna habitual, arriesgándose esta vez a mencionar el mal por nombre propio: “Para vacunarse contra esos temores, en uno de los pocos puntos claros de su etéreo programa, Fajardo ha dicho que no piensa tocar la propiedad privada. Suena bien, pero vale recordar que eso mismo decía Hugo Chávez en la campaña electoral que lo llevó al poder en 1998”.
Y los hechos reales ayudan a perpetuar la mentira, como es usual en la política nacional. Es cierto que Hugo Chávez le dijo a la prensa en su primera campaña que estaría apenas cinco años en el poder y que no permitiría la nacionalización de las empresas privadas. Y también es cierto que en la Colombia de hoy se respira, como en la Venezuela de entonces, una desconfianza hacia la política tradicional, hacia los partidos —muchos candidatos se lanzaron por firmas—, así como un miedo al desplome del precio del petróleo y un desprecio constante a la corrupción en muchos sectores del Estado. (Todo está analizado en esta nota de la revista Semana).
A los datos se suma la realidad en carne viva: Venezuela está muriendo. La crisis que la atraviesa se extiende y perpetúa en el tiempo, tendiendo a volver a sus habitantes los residuos de un Estado incompetente que los envenena a diario con la paranoia de un futuro incierto.
Hace unos meses recorrí por tierra el camino largo que hay entre Caracas y el estado de Yaracuy para darme cuenta de que es cierto todo lo documentado sobre ese país. A saber: los mercados están vacíos. El temor de que el gobierno sea eterno se manifiesta a diario. En cuestión de horas cambian los precios de las cosas. Venezuela come —si es que come— el mismo plato desayuno, almuerzo y cena. Sus ciudadanos denuncian de fraudulentas las elecciones regionales. El oficialismo gana bajo el manto de la duda internacional. Los opositores se deprimen, descreen, agonizan.
Y los datos siguen: medio millón de venezolanos llegaron a este país según las cifras oficiales de Migración Colombia. Un puñado de periodistas del New York Times nos informaron que los niños se mueren de hambre en los hospitales y los médicos tienen prohibido registrar su muerte por desnutrición.
Todo aquello, que debió haber despertado en nosotros la empatía y la acción diplomática dignas de un país que también ha atravesado duras crisis humanitarias, sirvió en cambio para el oportunismo malsano y egoísta: Marta Lucía Ramírez posa en Venezuela para tomarse una foto con una estantería de mercado vacía, mientras Gustavo Petro —acá no se salva nadie— dice que el candidato menos parecido a Chávez es él, porque no confía, como los otros, en anclar la economía al petróleo.
Para nosotros Venezuela no es un país en que la gente se desnutre, ni tampoco una masa migrante pidiendo ayuda a gritos. Es apenas una cifra en el rating. Algo para hablar y temer. Ni siquiera se trata de un paradigma que hay que analizar con cabeza fría, sino simplemente algo que genera miedo. Y que, por ser miedo, se manosea con la intención mezquina de ganar unas elecciones.
Analizando con detalle los hechos, lo cierto es que estamos lejos como país de eso que la derecha colombiana llama tan pegajosamente “castrochavismo”. Si bien hay cierta similitud con la Venezuela prechavista, distamos mucho de parecernos, como se lo explicó a La Silla Vacía Francesca Ramos, la directora del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario. Aunque hay muchos factores que nos separan, como la fortaleza del sector privado frente al tamaño del Estado, lo primero que dice en la entrevista resulta bastante obvio una vez leído: “En Venezuela los partidos de izquierda eran muy fuertes y, en general, más sólidos que los que tenemos en Colombia, y jugaron un papel muy importante al sumarse al proyecto chavista en sus inicios”.
¿De nada sirve la voz de los expertos?
Creo que no.
Llegará el momento en que Venezuela no solo sea un espejo, sino algo más: el enemigo. El otro. Los migrantes que le quitan trabajo a la gente honrada. Eso de hecho ya está sucediendo en el fondo, así que no demora en subir a la superficie en forma de discurso político. Aquellos que detestan el modelo bolivariano odian con la misma saña al venezolano que se gana la vida vendiendo arepas en una esquina.
Que un político se arme contra los venezolanos en Colombia es tristemente lo esperable. Una estocada posible a esta desvencijada democracia que tenemos.
Todo autoritarismo —como el de Venezuela— tiene por semilla este absurdo modo de pensar. Tal vez ese sea el primer rasero con el que debamos evaluar a un candidato.
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