Cuatro años haciendo cola con “El horror de Amityville”


Ronald DeFeo Jr., al centro, es escoltado por oficiales de policía tras haber sido arrestado por los cargos del asesinato de sus padres, sus dos hermanos y dos hermanas. Foto AP.

Antes del desayuno nos daban las medicinas, por eso solía ver la nuca de Ronald DeFeo Jr. cada mañana antes de que saliera el sol. La adicción a la heroína me había llevado de mi escritorio en una agencia literaria a un pasillo con un cuchillo de bolsillo y de ahí a hacer cola para recibir nuestros medicamentos en el Centro Correccional de Green Haven, una prisión de máxima seguridad para hombres en el condado de Dutchess, en Nueva York. DeFeo era el más famoso (el Hijo de Sam estaba cerca, en Fallsburg y Robert Chambers había sido puesto en libertad un año antes). Un interno me señaló a DeFeo en mi primer día y, debido a la proximidad de nuestros apellidos en orden alfabético, debía pasar las horas de vigilia con él durante los próximos cuatro años.

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Yo siempre tenía una buena manera de comenzar mi historia porque era el único en la cárcel que había estado en la casa donde había vivido la familia de DeFeo, en Amityville, un pueblo de Long Island. Por extraño que parezca, mis abuelos habían vivido en Amityville por veinte años. Cuando se mudaron allá, a comienzos de la década de 1980, Ronnie ya había asesinado a toda su familia y se había ido de ahí una década antes, pero el mito continuaba. Había comenzado con un libro escrito por Jay Anson titulado The Amityville Horror: A True Story (El horror de Amityville: una historia real), que originalmente había sido publicado como un libro de corte periodístico en 1977 y del cual surgieron al menos una docena de películas entre 1979 y 2014. Aunque el libro se encuentra en los libreros de muchos de los residentes de Amityville, casi no menciona los asesinatos de Ronnie; más bien hace una crónica de los 28 días en que la familia Lutz vivió en la Avenida Océano número 112, aproximadamente un año después. Compraron la casa muy barata, pagaron cuatrocientos dólares por conservar los muebles de DeFeo y luego dijeron que tuvieron que huir a causa de “los acosos”. Según el libro, la familia se fue porque una banda de marcha fantasmagórica (mi favorita) rondaba la casa y porque había un fantasma en forma de cerdo, Jodie, que se había hecho el amigo imaginario de Missy Lutz, quien tenía cinco años de edad.

Para un chico de 13 años, todo esto es muy emocionante; sobre todo si es Halloween y él conoce una entrada secreta a la casa. En 1991, dos amigos y yo tomamos un bote de plástico y llegamos a la propiedad por la puerta de atrás, a medianoche, y nos metimos a merodear en la casa buscando el cuarto rojo debajo de las escaleras, donde se suponía que vivía el diablo. No lo encontramos. Trece años después, Ronnie me confirmó que no había ninguna habitación del diablo debajo de las escaleras.

A Ronnie le daban todos los días por la mañana una pequeña taza de plástico llena de pastillas de OxyContin. Se dedicaba a masticar la capa de confitura que cubre las pastillas metódicamente y se ponía un poco parlanchín una vez que hacía efecto la droga. Nunca entendí por qué necesitaba una dosis tan fuerte de calmantes, los cuales normalmente no se reparten con generosidad en las cárceles. Una vez hablamos de nuestro lugar favorito para comer pizza en Amityville y de la eterna existencia del bar en el que entró de súbito la noche del 13 de noviembre de 1974 diciendo que alguien había matado a su familia. Ronnie se veía cómodo conmigo y me compartió algunos detalles de su extraña vida. Le enviaba algunos cuadros que pintaba a su esposa, quien, según afirmaba, los vendía de manera clandestina y él me decía que no necesitaba el dinero porque (supuestamente) le pagaban por los derechos de usar su imagen en las películas.

Con el tiempo surgió el tema de los asesinatos. En mi primer año con Ronnie me contó una historia sacada de Goodfellas. Decía que su tío-abuelo, Peter DeFeo, era un capo de la familia criminal genovesa. Un conflicto de dinero de la mafia habría derivado en que un capo enviara a un matón en un ajuste de cuentas y matara a todos los miembros de su familia excepto a él, quien de algún modo había logrado escapar. Yo asentí sin decir nada. Los tipos de la mafia estaban conscientes de las conexiones que Ronnie tenía con hombres que estaban metidísimos en esa organización, pero no lo aceptaban como a uno de los suyos debido a la naturaleza de su caso. También me habló de “matones”, besos de la muerte y la reunión organizada por Joe the Barber en 1957 en Apalachin, Nueva York, a la que Peter DeFeo habría asistido. Pasaría bastante tiempo antes de que Ronnie considerara que yo era digno de conocer la verdadera historia de los asesinatos.

Una vez que el OxyContin hizo su efecto y hubo pasado un año durante el cual yo no me había burlado de él ni había contado chismes acerca de lo que me contaba ni le había pedido pastillas ni dinero, me confesó que todo eso de los asesinos de la mafia lo había inventado. DeFeo me contó que su hermana se había vuelto loca. Dawn había sido siempre una persona inestable y odiaba a la familia, por lo que terminó matándolos a todos con una pistola. Ronnie sobrevivió gracias a que en un forcejeo logró quitarle el arma y la mató. Volví a asentir con cortesía.

Pasó otro año, la dosis de calmantes de Ronnie había aumentado y ya me consideraba un camarada de vecindario de Amityville. Era hora de la verdad.

Arrastrando las palabras y mirándome de un modo fascinante, Ronnie me dijo que sus padres habían sido unos monstruos; trataban a sus cuatro hermanos mejor que a él y hacían todo un alboroto a causa de que consumiera LSD y PCP. En otras palabras: se lo habían buscado. Una mañana de invierno, a eso de las 6:30 am, durante el último año que pasé en Green Haven, Ronnie me dijo que sus familiares habían tenido su merecido y que si él volviera a estar en esa situación, jalaría el gatillo seis veces otra vez.

Ah, y también me dijo que el demonio en forma de cerdo nunca existió.