Curupira: maestros de la nueva música colombiana


Esta historia hace parte de la edición de diciembre de VICE.

Una foto colgada en una de las paredes de la sala de la casa de Juan Sebastián Monsalve muestra un pico nevado alzándose contra el cielo. “Eso es en Nepal”, comenta. “La foto la tomó Urián. Estábamos en la base de los Annapurnas, a 5500 metros sobre el nivel del mar. Fueron 15 días subiendo a pie y ocho bajando”, agrega. “Es la experiencia vital más grande de mi vida”.

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Corría 1998. Monsalve y Urián Sarmiento, dos amigos unidos por la música, terminaron en Nepal tras embarcarse en un extraño viaje a la India, prácticamente sin conocer a nadie en dicho país y determinados a aprender los secretos de una tradición musical que les resultaba, cuando menos, enigmática. Primero llegaron al estado de Benares, donde cada uno encontró a un gurú para su instrumento. Monsalve se enfocó en el aprendizaje del sitar y Sarmiento en el de la percusión tabla. “Estudiábamos por lo menos ocho horas diarias”, recuerda Monsalve. “Lo que me aguantaran las piernas, porque se me dormían en la posición de loto en la que hay que tocar”.

Después de su estadía en Benares, se dirigieron al calor inclemente de Calcuta. “En ese momento vivíamos en el centro de la ciudad. Yo tenía que agarrar tres horas de bus hasta la casa de mi maestra y Urián agarraba hacia el otro lado de la ciudad, otras tres horas. Luego, a las cuatro de la tarde, nos tocaban otras tres de vuelta al hotel, para preparar la tarea del día siguiente”. En busca de conciertos, intercambios con músicos, discos y aprendizajes de todo tipo, los dos jóvenes terminaron rodeando la enorme India, pasando por la costa oriental hacia el sur y luego subiendo por la costa occidental hacia el norte. Aunque por aquella época Urián tenía 22 y Juan Sebastián, 25, no sería la última vez que terminarían andando rutas insospechadas en busca de sonidos desconocidos.

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Parece ir en auge desde hace algunos años, con bandas como Meridian Brothers, Puerto Candelaria o Sidestepper, la tendencia de ver multiplicada en los escenarios del mundo la presencia de grupos colombianos, específicamente de aquellos que dan una mirada “moderna” a la música tradicional, llevándola hacia territorios impredecibles pero atados a la historia musical del país. Este boom se desprende de una larga genealogía de bandas, como Columna de Fuego o Bloque de Búsqueda. En este linaje, una parece haberse hecho a un lugar especial, dejando una huella sonora indeleble tras quince años de música. Su nombre: Curupira.

Para entender la extraña y ácida química de este grupo hay que hablar de Juan Sebastián Monsalve, su bajista y director musical. De familia de artistas y dueño de una intuición sonora precoz, el músico ya tocaba sus primeras notas desde los cuatro años. Para cuando cumplió 18, compuso y dirigió la música de una ópera rock de corte contestatario bajo el libreto y la dirección de su padre, Juan Cristóbal Monsalve. Titulada El ángel azul y estrenada en 1991, la obra reflexionaba sobre la libertad, se inspiraba en la estética de los cómics e incluía personajes a medio camino entre lo humano y lo animal (el protagonista fue un pequeño Damián Ponce, actual baterista de los Meridian Brothers, una de las bandas más destacadas de la psicodelia tropical colombiana actual). La acogida del montaje fue inmediata, presentándose en varias temporadas durante el 91 y el 92 en teatros como el Colón y La Castellana.

Habiendo estudiado desde joven instrumentos como la guitarra clásica, Monsalve ya se entendía con los sonidos profundos del bajo eléctrico desde adolescente junto a la agrupación María Sabina, cuyo nombre estaba inspirado en la mítica sacerdotisa mexicana difusora de las ceremonias de hongos. La banda, fundada a mediados de los ochenta por Beatriz Castaño, su madre, mezclaba poemas salvajes como los de Raúl Gómez Jattin con la nueva trova cubana, añadiéndoles el ADN africano e indígena de algunas de nuestras músicas autóctonas. Al mismo tiempo, Urián Sarmiento daba los primeros pasos en la música. Prolífico desde joven, Urián nació en una familia de clase media y creció en el centro de la ciudad. Vinculado al punk desde los 14, perdió dos veces primero de bachillerato por andar entre platillos y redoblantes. En ese entonces tenía una banda llamada Minoría Hardcore y las ganas de hacer ruido lo llevaron a armar su propio set con parches de tambor hechos con radiografías, baldes y percheros. De niño, además, estuvo en cursos de danza y percusión con profesores como Julio Rentería y Arquímedes Perlaza, quienes ya habían viajado por el mundo como parte del colectivo de músicos e investigadores de la cultura afrodescendiente fundado por Manuel Zapata Olivella. Fueron ellos quienes sembraron en él la relación cercana con los tambores que hasta hoy conserva. Algunos años después de esa banda primeriza, y gracias a un premio de fotografía que ganó su madre, Yolanda Obando, Sarmiento obtuvo su primera batería: una imitación nacional de la marca Pearl ensamblada en un taller cerca de su casa.

Tico Arnedo (flauta), Juan Sebastián Monsalve (bajo), Urián Sarmiento (batería), Elbis Álvarez (guitarra).

“Recuerdo que a los 15 conocí a unos amigos en mi barrio que tenían un grupo llamado La Rata Poética”, relata Juan Sebastián, refiriéndose a los hermanos Duarte: Mario, Josué y Verner. “Los acompañé a la Universidad Nacional a uno de sus primeros conciertos, que fue también el primer concierto de La Pestilencia. Era en la época en la que estaban tanto Dilson Díaz como Héctor Buitrago en el grupo. Fue un mierdero. Apenas empezó a tocar La Peste se prendió un tropel enorme. Yo les había prestado mi amplificador. Me tocó meterme entre las piedras, taparme la cabeza con el aparato y salir corriendo”. La amistad con los Duarte se estrechó y en 1990 Juan Sebastián se convirtió en el primer bajista de La Derecha, un grupo que a la postre se convertiría en un pilar del rock under en la ciudad.

Aunque Urián ya había visto a Juan Sebastián dando vueltas por el Parque Nacional y rodeado siempre por un combo de mechudos, los dos se conocieron más formalmente por la época en la que Mano Negra cerraba el Festival de Iberoamericano de Teatro de 1992. Con sus letras en árabe, francés e inglés, con su música salvaje que acogía tanto el punk como los sonidos de las periferias, y con su puesta en escena que invitaba a la comunión y a la fiesta, la banda significó un choque eléctrico para esta generación. Pocos días después del concierto, Juan Sebastián recibió a Manu Chao en su casa, una hermosa construcción de varios pisos en el tradicional barrio La Merced, cuya fachada se esconde entre jardines y enredaderas. Ya desde aquel entonces el sitio no sólo era el lugar donde vivía la familia sino el epicentro de la movida rockera de la ciudad, en una época en la que no había prácticamente ensayaderos; Beatriz Castaño parecía tener el espacio, la generosidad y la paciencia suficientes para actuar como una especie de mecenas. “La Derecha, 1280 Almas, Masacre, La Pestilencia, Polikarpa y sus viciosas y hasta Aterciopelados desfilaron por esa sala”, recuerda Juán Sebastián. Allí mismo, hacia finales del 2000, se cocinarían algunas de las descargas jazzeras más salvajes que recuerde la movida nocturna bogotana durante los breves pero intensos años en los que el bar Tocata y Fuga abrió sus puertas.

A finales del 92, Urián y Juan Sebastián se embarcaron en su primera aventura musical juntos, lejos todavía de las cumbres espirituales y geográficas de Nepal y en las condiciones más mundanas posibles. Tras ganar un casting de más de 300 músicos realizado por la programadora de televisión Cenpro, terminaron haciendo parte del grupo de rock que protagonizó la serie Mosquito y compañía. Aunque Urián tocaba la batería tras las cámaras, Juan Sebastián llegó a tener monólogos en la pantalla chica, siendo un personaje regular del programa. La experiencia quedó registrada para la posteridad: la banda sonora del programa fue el primer disco que grabaron juntos.

La cercanía que les brindó este pequeño affaire con los medios masivos dio paso a conversaciones e ideas más profundas. Así pues, paralelamente a sus compromisos televisados, formaron Presagio, un combo de rock duro y progresivo que los hizo reconocidos en el circuito del rock local por sus ritmos irregulares y de difícil ejecución, ensayados frenéticamente en reuniones diarias. Dejando boquiabiertos a buena parte de sus colegas, que tocaban un rock más crudo y básico, fue cuestión de tiempo para que en 1995 las 1280 Almas, grupo de culto aún vigente que mezcló el sonido de garaje con ritmos latinos y un sinfín de letras inolvidables, reclutaran a Sarmiento. Tras una invitación para que viajara con ellos a México en su primera gira, el baterista tuvo que aprenderse la música de los primeros dos discos de la banda en sólo tres días (“Usted toca en Presagio así que eso le queda fácil”, le dijeron). El viaje se canceló por el terremoto que por esos días azotó al país manito, pero Urián siguió con Las Almas durante algunos de sus mejores años, grabando gemas como Changoman, de 1998, y siendo partícipe del ascenso de los bogotanos como gurús de la escena alternativa colombiana.

Pero no todo era rock salvaje para Urián y Juan Sebastián. Mientras en el camino aparecían otras ambiciones sonoras, el público parecía no ir a su misma velocidad. “Personalmente empecé a aburrirme de la sordera del público rockero, que quería siempre el mismo sonsonete. Ahí empezó a desdibujarse Presagio”, comenta Juan. Por aquellos días, además, el bajista vio sin esperarlo otro concierto que le cambiaría la vida: un taller en la Universidad Javeriana con el cuarteto del pianista cubano Gonzalo Rubalcaba. “Básicamente no entendí qué estaban haciendo”, relata. “Yo tenía 20 años pero estudiaba desde los cuatro, sabía de teoría, tenía entrenamiento auditivo, había compuesto una ópera… Me sentía sobradísimo. Pero no entendí un pepino de lo que hacían estos manes”.

Gracias en parte al impacto de Rubalcaba, el jazz se implantó en la cabeza de Monsalve y Sarmiento, quienes por aquellos años estudiaban música en la Universidad Javeriana. Muy rápidamente formaron un quinteto junto a músicos un poco más jóvenes que también crecieron en ese entorno y que hoy ya son referentes de la música local, como Pacho Dávila, una suerte de Charlie Parker caleño que saca fuego del saxofón, o Eblis Álvarez, líder de los Meridian Brothers, compositor virtuoso y científico experimental de la guitarra. Así mismo, su forma de tocar se vio enriquecida por las clases impartidas por bestias del ritmo como los cubanos Ernesto Simpson o Diego Valdés, quienes terminaron en el país durante el “periodo especial” y traían consigo la experiencia de tocar con bandas míticas y pioneras del latin jazz como Irakere. Poco tiempo después, y haciendo gala de su rápida capacidad para absorber estilos e ideas, ambos amigos terminaron tocando en los grandes festivales de jazz del país y compartiendo con leyendas colombianas del género como Héctor Martignón o Antonio y Tico Arnedo.

Por sus labores en la dramaturgia, el padre de Juan viajó múltiples veces a la India, de donde les trajo discos con sonidos llenos de un sabor extraño, incomprensible y enormemente seductor. “Escuchamos la música de la India y de nuevo, no entendimos nada”, afirma Juan Sebastián. Esa misma humildad curiosa que los movió tantas veces antes, los llevó a empacar sus instrumentos, incluyendo una batería comprada junto a Las Almas y que casi no cabe en el avión, hacer una parada en Jamaica, donde la policía los requisó en busca de drogas, y a instalarse durante 1998 en la India, en un viaje que los cambiaría para siempre.

Juan Sebastián Monsalve y Urián Sarmiento en India (1998).

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Impactados por el descubrimiento de una tradición mística y musical ancestral, Juan Sebastián y Urián volvieron a Colombia decididos a emprender un viaje de conocimiento similar pero en su propio territorio.

Si Urián había aprendido de niño algunos toques del tambor con Julio Rentería, quien también tocó con Totó la Momposina, Juan Sebastián tuvo, también de pequeño, una escuela en la música colombiana bastante singular. A los 12 años el músico vivió junto a su familia en las Torres del Parque, construcción emblemática del centro bogotano en plena quinta con 27. El lugar quedaba justo en el epicentro de la rumba capitalina de los ochentas, en una cuadra que albergaba, entre otros, bares como La Teja Corrida, Quiebracanto y el Goce Pagano. Así pues, frente a su ventana se cocinaron no pocas descargas de música de tambores de la Costa Caribe: “Todos los jueves, durante años, los gaiteros de San Jacinto tocaron en el bar frente a mi balcón. Mi mamá iba a rumbear y yo entraba con ella. Hoy en día a un chino de 13 no lo dejan pasar a un rumbeadero, pero en aquella época pude ver al grupo original, con Toño García, Toño Fernández y Juan Chuchita, o sea, con los duros. Tal vez por eso para mí fue natural meterme ahí de cabeza”.

Juan y Urián no estaban solos en esa búsqueda por comprender el sonido de las costas colombianas. Otros jóvenes cercanos a su medio trataban de desligarse de las ataduras rítmicas del rock e indagar en tradiciones antiguas. Era 1999. Los bogotanos Andrés Felipe Salazar, Jorge Sepúlveda y María José Salgado, amigos de Urián, habían empezado a aprender los misterios del tambor alegre de la mano de Encarnación Tovar, apodado El Diablo y quien era leyenda del festival de Ovejas, Sucre, en el que se consagró durante años como un mito viviente de la música tradicional. Bajo un árbol de la casa de Tovar en La Boquilla, a las afueras de Cartagena, María José quien rondaba entonces los 14, empezaba su propio periplo por la música tradicional: “la Boquilla era un barrio pobre y nos quedamos ahí, en un predio donde vivían tres familias en una casa de lata, en condiciones muy duras. Nos fuimos Andrés, Jorge y yo a vivir 15 días allá, fue una experiencia extrema. Había muchos zancudos y dormir era imposible. Yo daba vueltas en una hamaca, y en ese estado de trance escuché por primera vez las clases de Encarnación. Una mañana sentí como si el tambor me llamara. Fui bajo el árbol donde estaban practicando, Encarnación me miró las manos, me miró a los ojos y preguntó por qué no estaba tocando. Acto seguido me dio una maraca. Ese viaje me marcó la ruta, me introdujo a la música que hago hoy, 15 años después”, rememora ella.

Como era en la época del rock de los noventas, los caminos de esta nueva etapa empezaban a entrecruzarse. Durante el segundo semestre de 1999, Urián vio en vivo a Encarnación Tovar durante un fin de semana en el que se presentó en el teatro de la academia Luis A. Calvo, que estaba lleno, y en la Media Torta. “Con verlo esta vez entendí las frases rítmicas, entendí el lenguaje, entendí todo. Incluso recordé a los músicos de tablade la India”, afirma. El mismo fin de semana Andrés Felipe Salazar y María José Salgado fueron a visitar al maestro al hotel Dann, muy cerca de la casa de Urián: “Lo sacaron del hotel a dar una vuelta y se lo llevaron pa’ mi casa. Yo tenía un tambor, una batería y unas gaitas. Llegué al ratico, me abrió mi mamá y me dijo: ‘Ahí hay un señor negro grandísimo, de sombrero’. Era Encarna. Yo no lo podía creer. Tuvimos al viejo en la casa todo el día. Llamamos a Juan Sebastián, a Jorge (Sepúlveda), a Andrés Felipe, a Richard Arnedo y nos pusimos a tocar. Ese fue el inicio. Gracias a esa visita de Encarna empezamos a vernos y a practicar lo que nos había enseñado esa tarde. En esas empezamos a hacer todos los temas, a hacer algo que no tenía ninguna referencia. Estudiábamos la gaita pero lo que hacíamos no era rock, no era jazz, era crear con toda la libertad y con instrumentos nuevos para todos”.

En pocos meses se armó el grupo y la conexión fue inmediata. Tras un viaje de Urián al Amazonas con Antonio Arnedo, donde participaron en un encuentro intercultural con músicos locales, el percusionista volvió a Bogotá con el nombre del grupo: Curupira, un ser mítico de la selva amazónica que tiene un pie hacia adelante y otro hacia atrás. Los años de serpenteo incansable entre el rock duro, el jazz, la música india y la música académica contemporánea se combinaron con la tradición de tambores del Atlántico en un salvaje disco debut, no en vano titulado Pa’lante pa’trá, grabado en abril de 2000 tras sólo tres meses de ensayo previo, con la disciplina férrea a la que acostumbraban. Con un pie en el futuro y otro en la tradición, el álbum sonaba como ninguno otro en la historia de la música. El vuelo poético y vanguardista de sus composiciones instrumentales, por momentos rítmicas y por momentos atmosféricas y disonantes, agarró desprevenida a una generación de escuchas que encontró en él una fuente inagotable de ideas novedosas. La bola se regó rápidamente entre la gente: un parche de rolos tenía entre las manos algo trascendente, tan profundamente de aquí como de todas partes.

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Encarnación murió el 17 de noviembre de 2000 por un ataque al corazón en medio de una operación para extirparle un tumor benigno. El deceso sucedió el mismo día de un concierto de Curupira, y truncó el sueño de la banda de grabar junto a su gran maestro. Así pues, en su siguiente trabajo, Puya que te coge, de 2001, el grupo recoge las canciones que el difunto les enseñó durante aquella tarde del 99, como La rueda e’ cumbia o El bollo de mazorca. Buscando honrar al mentor, decidieron grabar el disco en vivo, frente a un público que abarrotaba los pasillos de la Gilberto Alzate Avendaño, en La Candelaria, y que bailaba extático su música. La inclusión de David “Malpelo” Cantillo, cantante cartagenero que llegó a vivir a Bogotá por invitación de Curupira, llevó a la banda a su momento de mayor comunión con la gente.

“Pero estábamos graves de cantante”, recuerda Urián. “Sonaba muy mal. Una la cantaba yo, otra, Juan, otra, Andrés Felipe, y no funcionaba; sin embargo, pocos días antes de la grabación, llegó Malpelo, que también era muy amigo de Encarnación, a tocar con Martina Camargo. Le preguntamos ‘Malpe, ¿cuándo te devuelves?’, y él: ‘Mañana’. ‘Malpe, necesitamos que nos ayudes a grabar unas canciones que ya conoces: El tetero, El bollo de mazorca, La rueda’… y bueno, el Malpe se quedó y salvó la patria. Le gustó tanto la invitación que luego se vino a vivir a Bogotá a probar suerte con nosotros. Lo tuvimos en el grupo varios años”, recuerda Urián.

La energía del grupo seguía ardiendo durante este periodo en el que sacaron tres discos en cuatro años, y en el que cosecharon tanto entusiastas como detractores, que sentían que su aproximación vanguardista representaba una traición a los valores “folclóricos”. El Fruto, de 2003, rompió el regionalismo propio de muchos aficionados e intérpretes de la música colombiana. Mezclando sin contemplaciones las gaitas con la marimba de chonta y los cuatros llaneros con las guitarras eléctricas, contaron con la participación de dos músicos vitales para la escena nacional: uno era Gualajo, histórico marimbero de Guapi y figura insigne de la música del Pacífico, y el otro, Paíto, maestro de la gaita de Puntabrava y representante de la tradición musical del Atlántico. Así mismo, en el disco aparece el Cholo Valderrama, estrella de la canción llanera que por esos días andaba también en los estudios de Audiovisión grabando uno de sus trabajos. El cantante terminó asomándose a la sala de grabación donde estaba Curupira, muerto de curiosidad por lo que allí pasaba.

La banda viajó a Ecuador, a Brasil, a México, llenó teatros como el León de Greiff, en Bogotá, ganó varias categorías en la premiación del Festival BAT de Nuevas Músicas Colombianas y se movió por todo el país; sin embargo, y aunque nunca se disolvió oficialmente, durante la segunda mitad de la década de los 2000 frenó forzosamente. Sus integrantes, músicos de experiencia, cotizados gracias a Curupira y solicitados por todas partes, tuvieron que aceptar ofertas difíciles de rechazar: Urián terminó tocando por todo el mundo con los Aterciopelados, Juan Sebastián terminó trabajando como arreglista y productor para artistas tanto independientes como de sellos grandes como Maía, Cabas, Kraken, las Almas y Victoria Sur, Malpelo se volvió el cantante de la orquesta de salsa La 33, y Jorge Sepúlveda empezó una frenética actividad de conciertos y grabaciones con Antonio Arnedo y con el colectivo La Distritofónica. No fue sino hasta 2012 que vendría un siguiente álbum: Regenera, acompañado de una invitación a tocar en Chile. En el disco indagan aún más profundamente en las disonancias de la música contemporánea, en los ritmos de la India y en la capacidad de las percusiones y las gaitas para involucrarse en estos diálogos.

Jazz Quinteto en Jazz al Parque.

Con el inicio de la segunda década de este siglo, la influencia de Curupira ya había echado raíces. Sus experimentos modernos alrededor de la tradición fueron un ejemplo para músicos más jóvenes que con los años le dieron a conocer de forma certera su mirada sobre la historia musical del país al creciente mercado internacional del “world music”. Y es que actualmente en todo el país y hasta en el continente hay una generación creciente de artistas que retoma tradiciones como la de los tambores de la Costa Caribe y la reinterpreta desde sus propias vivencias. Que ha sabido romper barreras geográficas y hasta sociales, que en varios casos interpretan los instrumentos de las distintas regiones al nivel de los músicos rurales, que asisten masivamente a los festivales de música folclórica más importantes, que no tienen miedo de aproximarse a los sonidos de los abuelos y los bisabuelos desde el contexto urbano y contemporáneo. Son músicos que hoy llenan las facultades de música y escenarios de grandes festivales del mundo, que están enterados de la historia sonora del país, entienden que la industria mainstream no es necesariamente el camino y se solidarizan con las luchas de los hombres y mujeres de esta nación, quienes en muchos casos portan saberes musicales que se ven amenazados por la guerra y por esa aplanadora inclemente que a veces llaman “desarrollo”.

Detrás de ellos, con su poderosa luz de conocimiento e investigación, está Curupira como inspiración.

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Con el disco La gaita fantástica, estrenado en septiembre pasado y grabado en Nueva York junto a algunos de los músicos más innovadores de la escena de la ciudad, como Shanir Blumenkranz o Sofía Rei, la banda ha vuelto al ruedo con toda. “En este punto hemos asumido el grupo como proyecto de vida”, dice Monsalve con emoción. El álbum conserva la magia de sus composiciones, la fuerza de una base rítmica aceitada con el paso de los años y el destello ácido y casi metafísico de sus improvisaciones. Así mismo, encuentra a los integrantes de la banda transitando muchos caminos, como María José y Jorge convertidos ya en maestros de una nueva generación de músicos en la gaita, la batería y el tambor, Juan Sebastián, una máquina de composición infinita, quien sigue transformando en sonido sus más profundas intuiciones espirituales, y Urián, quien ya ha recorrido casi todo el país junto a su sello Sonidos Enraizados, descubriendo grupos musicales en los montes y las selvas que rompen los esquemas de lo que la investigación histórica sobre la música en el país daba por sentado.

“En realidad no ha sido fácil tener las fuerzas para seguir con un grupo durante 15 años”, dice Juan Sebastián, con la imagen de los Annapurnas a sus espaldas.