No pienso volver a follar con blancos. Va en serio. Nunca más. Nadie me lo ha preguntado pero lo dejo por escrito para que quede constancia. Bueno, mi mujer será la última blanca del universo con la que folle, aunque de momento no puedo separarme de su culo. Tal vez, entonces, debería decir que estoy en proceso de desblanquear mi deseo. A veces le digo de broma “follaindias” para ir trabajando yo mi descolonización y ella su culpa blanca. Mi amiga Lucrecia siempre lo dice: “Pon en cuestión el deseo y descoloniza tu cama. Trabaja duro en perder la fascinación por aquello que se nos enseñó como bello”. Menos mal que aún me acuesto con un hombre marrón. Quién diría que en plena ola feminista mi marido peruano iba a ser mi mayor basa decolonial y mi novia blanca lesbiana mi rémora.
Sé que llego un poco tarde, que las más jóvenes de nosotras ya llevan tiempo curándose, juntándose en espacios racializados no mixtos poderosos y que han echado a los blancos y las blancas de sus camas como una forma de militancia política. Es más, ya hay sisters sudakas que no tienen que deserotizar lo blanco porque nunca lo erotizaron. ¿Les extraña? ¿Se imaginan un mundo en el que solo importan unos cuerpos y los otros merecen todo vuestro desprecio? Pues vivimos en él. Por eso hay quienes han decidido ponerlo patas arriba en una subversión radical, en pura performance política que sigo embelesada.
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Si hay algo que marcó mi sexualidad desde la tierna infancia, además del machismo, fue el racismo. Cómo no va a afectar la discriminación nuestra manera de vivenciar el cuerpo. La consciencia de la racialización, la sospecha de que algo está mal en tu cuerpo y de que hay cuerpos que valen más que el tuyo, es tan fundacional para una persona como una violación sexual pero continuada, infinita. E igual de difícil de sanar. Las marrones y las negras, después de comernos años de violencia y de mamar racismo internalizado de las tetas de nuestra familia, solemos experimentar una época triste en la que deseamos aspiracionalmente los cuerpos que no se parecen al nuestro. Para “blanquearnos”, para “mejorar la raza”, como se dice en mi Perú, lo que ahora se conoce como normalización.
Esas fiestas blancas en las que no nos sacaron a bailar se reviven una y otra vez en la vida. La herida de estar fuera, de que nos dejen fuera, de que no nos dejen entrar, se abre y reabre en cada polvo. Y también de que nos sexualicen, nos exoticen, nos bestialicen. Entonces, con el tiempo, cuando lo que más queremos está delante de nosotros ya no podemos reconocerlo, no sabemos mirarlo a la cara, no nos lo creemos. Ni el deseo real, ni el amor verdadero. Venimos de mil guerras que nos hicieron creer que eran contra nosotras mismas pero en realidad todo se trataba de poder.
¿Cómo empezamos a sanar, cuándo empezamos a reconocer la reparación? Las negras y marrones se acuerpan para hacer resistencia y curar heridas en espacios de seguridad en los que todos comparten ardores y dolores (las feministas dejaron fuera de sus asambleas a los hombres cis y a nadie que no sea machitroll se le ocurre llamarlas guetto). Ahí no entra una blanca. Y eso incomoda, arde, escuece a los tontos del racismo inverso. A esta fiesta los blancos no están invitados. Pero no porque sean necesariamente indeseables. Sino porque tenemos mucho por follar entre nosotros. Todo el amor que nos negamos mutuamente ahora se agolpa de repente. Porque algo ha cambiado: ya no esperamos a nuestro follador blanco. Y yo, bueno, quizá he sido demasiado radical al principio y sí que me folle a une que otre, pero solo si vale un Perú.
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Este texto es la segunda entrega de Conejilla de indias, una columna en la que la escritora cobaya Gabriela Wiener escribe sobre ser una cuy en tómbola que no sabe en qué cajita meterse. Lee la próxima entrega el segundo miércoles de julio.
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