Hay una casa, hay una familia, hay un mundial. Hay una casa, hay una familia de nueve personas, hay una final de un mundial entre Alemania y Argentina. De los seis partidos previos, sólo este lo miran juntos. Ni Corea, ni Italia, ni Bulgaria, ni Inglaterra, ni Uruguay, ni Bélgica. Solamente Alemania – Argentina.
Hacen un asado, el postre está guardado en la heladera. Nueve sillas, un televisor Hitachi de 21 pulgadas, vino con soda y Coca Cola. El partido se mira con la televisión en silencio y el relato se sigue por radio. Hay una discusión sobre si mirarlo con la voz de fondo de José María Muñoz o la de Víctor Hugo. Gana el uruguayo.
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En ese partido, la nena a la que le gusta el fútbol aprende para siempre que con Alemania es imposible relajarse aunque se le gane por más de un gol y aprende para siempre que una familia puede tener momentos de felicidad a pesar de sí misma.
Jorge Luis Burruchaga, jugador de Independiente y después del mundial vendido al Nantes de Francia, hace el tercer gol y toda la familia se abraza, como si estuviera en la selva y como si los brazos fueran lianas, y como si cada liana fuera una forma novedosa de aflojar el drama de vivir.
Cuando terminó el partido, la mitad de esa familia, la mitad más joven, subió al Peugeot 504 azul, encaró la avenida que llevaba a Capital Federal; la avenida que llevaba al Obelisco. En la aglomeración más grande que había visto, la nena sacó varias veces la mitad del cuerpo de la ventanilla, moviendo el palito finito de una bandera de plástico.
Esa familia, junto a tantas familias, siguió festejando durante tres semanas más. En la cuadra del barrio, en la terraza, de vuelta en el Obelisco, en la plaza principal de la localidad.
La única vez que mucha gente fue feliz y estuvo realmente contenta por algo y sintió que valía estar viva fue el 29 de junio de 1986. Y Diego Maradona fue el gran responsable.
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Desde el fútbol, un juego colectivo en el que el morfón, el miserable, el rata pierde, Maradona conformó una idea de sociedad y nos garantizó que éramos alguien. Y ahora se murió. Y mareados como si nos hubiera explotado una bomba al lado, volvemos a encontrarnos con la verdad de no saber bien quiénes somos. Nos deja de tarea la interminable rumia de la introspección personal y la duda sobre la posibilidad de poder seguir siendo un pueblo.
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Les escribo a cinco amigos bastante dieguistas. Mi pregunta es a todos la misma: ¿Cómo estás? ¿Me decís algo sobre hoy que nos haga sentir menos mal?
Me llega el primer audio, Héctor: “Hay algo muy loco con Maradona en esto de ser una figura casi pop: Argentinos, Boca, el mechón rubio, la pelota no se mancha, La noche del diez, la Claudia. A mí me gusta el Maradona embarrado un viernes 3 a 0 a la noche en la Bombonera. Para mí es como Keith Richards Diego, esto no tenía que pasar, y bueno, pasó. La última gran gloria que tuvimos fue esa copa que nos devolvió un lugar que nos hizo agrandarnos millones de años, ¿hasta cuándo nos duró Maradona, cuánto duró esa resaca?”
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Maradona dejó de ser un muchacho pobre a los 16 años, cuando se profesionalizó. ¿Pero dejó de serlo realmente? No solo porque uno se lleva las cosas adonde sea que se vaya, sino porque Maradona parecía funcionar en dos frecuencias: un Maradona de procesos lentos, o eso que llaman sentido de pertenencia; y un Maradona que se llevaba puesto todo —rivales, redes, fanáticos, paparazzis, periodistas, mujeres, hijos reconocidos y extramatrimoniales, noche, joda, cocaína, crimen organizado, dinero, papas, jeques, ministros y gobiernos. Fernando Signorini, el preparador físico que lo acompañó en varias etapas deportivas de su vida, lo dice mejor en el documental de Asif Kapadia, Maradona: “Estaba Diego y estaba Maradona. Con Diego iba a la guerra, con Maradona no iba ni a la esquina”.
Mi amigo Santiago me dice que Maradona es el último héroe; que los héroes son contradictorios y que los héroes de La Ilíada no son ejemplares, son héroes crueles, héroes que torturan y que mienten, y Diego era héroe en primer lugar para todo lo que fue lo deportivo y alguien que hizo algo de otro mundo en el momento en que el fútbol culminaba su globalización y profesionalización. La Ilíada comienza con la ira de Aquiles, que en una actitud muy dieguista se pelea con el líder, se va, se refugia, no quiere luchar, y después vuelve, entra en batalla y mata a todos. Y Maradona fue un poco Odiseo también, el primer narrador autobiográfico, el narrador de la experiencia. “El Diego problemático fue un narrador, un autor de su propio mito, con todos los problemas que tienen los mitos, que no son racionales, que falsean, y en Maradona hubo mucho de eso”.
El Maradona de los procesos lentos era, sin embargo, una máquina narrativa tan o más fértil que un escritor profesional. Además del rebusque discursivo al servicio de decir maldades, de responder a lo hiriente siendo más hiriente, de plantar bandera frente al poder —aunque muchas veces él mismo era el poder—, ponía a trabajar el lenguaje para no olvidarse nunca de quién era. De ahí que salieran de su boca frases como “Yo me crié en un barrio privado: privado de luz, agua y de teléfono” o “Presión tienen los que se levantan a las cuatro de la mañana y no pueden juntar 100 pesos para llevar a la casa, esa es la gente que tiene presión porque le tiene que dar de comer a sus hijos. Yo no tengo presión, tengo la olla llena” o “Escuché al Papa decir que la Iglesia se preocupaba por los chicos pobres. Pero ¡vendé el techo, fiera, hacé algo”.
Pero creo que la frase más justiciera y socialmente reveladora de que realmente nunca se olvidó de dónde vino es “Lástima a nadie, maestro”. En un país donde se perdona casi todo menos ser pobre, esa frase exigiendo ante todo respeto, es brutal.
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A Nick Hornby, en Fiebre en las gradas, tal vez el mejor libro sobre ser hincha, no se le escapa que el fútbol, precisamente por ser el deporte del pueblo, está expuesto a toda clase de personas que no son del pueblo. Dice Hornby: “A unos les gusta el fútbol porque en el fondo son unos socialistas sentimentales, platónicos; a otros, porque fueron a un colegio privado y lo lamentan; a otros, porque su oficio les ha llevado muy lejos del lugar al que están convencidos de pertenecer, o bien del que proceden, y así el fútbol les parece una vía rápida e indolora de volver allí”.
Este tipo de personas suele ser en general la que pide inmunizar y volver incriticable a una figura compleja y complicada como Maradona. Pretendiendo interpretar y decodificar correctamente y sin interferencias las ensoñaciones y desvelos del pueblo llano, se creen las encargadas de limpiar y enaltecer su imagen y dotarla de un excepcionalismo capaz de borrar bajo la alfombra una figura portadora de un contraluz notable. Este tutelaje sobre las ideas que “vienen de abajo” para mostrar que “el pueblo nunca se equivoca” solo muestra el temor a que el pueblo se equivoque pero no como ellos quieren. Como dijo su compañero de selección Jorge Valdano, en una carta lúcida y amarga, “el futbolista no tenía defectos y el hombre fue una víctima. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad. Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino”.
Por otra parte, su famoso entorno —que cambió mil veces a través del tiempo y que hoy todos sentimos que esa palabra parece haber sido creada para la forma maradoniana de agrupar personas— no se destacó precisamente por el cuidado, si algo así puede pedírsele a otros. Con un tuiter completamente inventado que mezclaba su actividad profesional, saludaba por su cumpleaños a viejas glorias del fútbol y a excompañeros y rivales, promocionaba algún producto y hacía un poco de comunicación política; limitado a una gestualidad mínima, con ojos cansados y tristes, con un lenguaje menos articulado, Maradona pareció no haber dado en el final con un entorno que le haya facilitado hacer las paces con cierta idea de autoprotección.
Lucio me escribe que piensa que su imagen en completa decadencia del final, en donde lo paseaban como un león de circo en retirada, en donde las peleas familiares ya eran de un tenor oscuro y público, esa imagen va a ser enterrada junto a todas sus contradicciones para quedarnos con toda la potencia del ídolo deportivo y narrativo que fue. Y que hoy, con el deporte que se ha ultraprofesionalizado, donde casi no hay lugar para los excesos y los desbordes, dejar ir al último ídolo romántico, que rompió con varios esquemas y paradigmas de la profesionalización es algo triste.
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Manolo me escribe que es maradoniano y que le cuesta mucho ver la parte negativa. Entonces la imagen con la que elige quedarse hoy es la más rebelde y pícara, sus primeros años, los cuatro goles a Gatti, la del scudetto peleando contra el Milan de Gullit, Baresi y Van Basten, la del repechaje contra Australia, Boca, la selección, Nápoli, ese Diego que se le planta a los del norte de Italia y que se le planta a la FIFA, contestatario, rebelde. Ese Diego que le gusta imaginarse hoy, cree que se va a reencontrar con el primer Diego, el del potrero, el que está haciendo jueguito en Fiorito, el que tiene el sueño de jugar un mundial; ese Diego tierno, sonriendo y pícaro se va a encontrar con el que avasalla, pasa por arriba, tiene hambre, se va a encontrar con el Diego con agresividad deportiva, con el Diego capitán, con el Diego del que ningún compañero habla mal.
A Maradona cuesta más no quererlo que quererlo, cuesta más entregarlo al análisis que prenderle una vela. Pero hay que hacer el esfuerzo de no inmunizarlo del todo porque hay que hacer el esfuerzo de no inmunizarse del todo. Sin embargo, la discordia sobre este petiso morrudo y retacón —la proporción áurea de nuestro panteón— se detiene ahí en el momento preciso en el que se recuerda el motivo por el que empezó todo esto: Maradona jugador de fútbol. Maradona hizo que el fútbol fuera más bello; le aportó nada más y nada menos que belleza al fútbol. Además, dentro de la cancha fue avasallante, impredecible, orgánico, fuerte, agresivo, elegante, carismático y, en ningún partido que recuerde, se deprimió o se derrumbó. Como creo que alguna vez dijo, y se notaba, entrar a una cancha le borraba todos los problemas.
Maradona no fue el mejor jugador de fútbol del mundo, fue la unidad de medida del fútbol. Además de hacer feliz a mi familia y a tanta pero a tanta gente que conozco, me gusta que hayamos tenido el mismo ídolo futbolístico.
El último audio me lo mandó Lautaro, mi amigo y mi entorno bueno. Yo creo que es un poema:
Pertenezco a la generación que no vio el esplendor de Maradona como jugador.
Pertenezco a la generación que lo conoció como leyenda.
Pero no hubo necesidad de que alguien me explicara quién había sido, ni qué goles había hecho, ni contra quién había peleado.
Diego siempre fue el paisaje de nuestra vida,
es tan natural como la Cordillera de los Andes o como el Río de la Plata,
estuvo antes de que naciéramos y permanecerá cuando ya nos hayamos ido.
Vi a Maradona en su último partido con la camiseta de la selección en territorio argentino.
El repechaje contra Australia en el año 93
fue uno de sus primeros regresos, el primer capítulo de esa coreografía innumerable del regreso del héroe.
Después murió y renació tantas veces como quiso.
En su última entrevista Diego se preguntaba si la gente lo seguirá queriendo,
me gusta pensar que nuestro héroe se hacía la misma pregunta que nos hacemos todos los mortales.