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FLIC STORY
Jacques Deray
Avalon


Puede que sea cierto que la imitación es el mayor de los cumplidos, que no sé yo; halagado se sentirá el imitado, y no siempre, mas no especialmente feliz debe hacer el apotegma a quien se señala, con razón o sin ella, como el que imita. Y, ¡cuán a menudo confundimos los criticastros paralelismos con remedos, lo fortuito con lo premeditado; con qué olímpico desparpajo asumimos que una semejanza es un trasunto! A Jacques Deray, director de esos pragmáticos que rara vez impresionan pero tampoco defraudan, le imputaron esto con su Flic Story, un polar de 1975 “con Delon” al que los que dicen saber apreciaron parecidos razonables con Le samouraï, de Melville. Y, a primera vista, así pinta: ese discurrir moroso; esas dilatadas secuencias en las que no parece suceder nada (que sí sucede, aunque no a través de la acción); un actor que interpreta, más que a un personaje, a la depuración de uno (en la de Melville, Delon como ascético hitman; aquí, Jean-Louis Trintignant de hampón psicótico, tan sobria y gélida su composición como la del pistolero de El gran Silencio)… Y ya, se acabó. Deray, artesano con oficio y buena letra, no era Melville, ni su film trataba de ser más que un bien resuelto vehículo para Delon con gancho plus de duelo actoral con otra estrella gala del momento; algo que ya hiciera cinco años atrás, con Belmondo, en otro film de Deray, Borsalino. La historia es la que es: en la Francia de los 40, Buisson (Trintignant) sale del trullo y reemprende su carrera criminal con hambre atrasada; a Borniche (Delon) le cae el marrón de atraparle, y de su juego del gato y el ratón va este film al que los años, para bien, han puesto en su lugar: ya olvidadas las comparaciones por los pelos queda ni más ni menos que un polar de buena factura que se toma su tiempo para explicarse, rodado sin alardes,  sin otro efectismo que un espectacular salto desde una ventana. Todo en su sitio, todo bien.

 

TERRÍCOLA
Clay Liford
Avalon


¡Ciencia ficción reflexiva y circunspecta, titis! Terrícola, segundo largo como director del norteamericano Clay Liford (tiene otro después, que no he visto), es una fantasía de las de mentón sobre el puño y frente fruncida, perteneciendo pues a esa vertiente de la “escifi” que dilapida metraje planteando teorías, cavilando posibilidades y suponiendo explicaciones, plausibles o no, a los intrínsecos misterios de la condición humana, nuestra razón de ser, el por qué de nuestro comportamiento, a qué obedece nuestra presencia en este berenjenal —el mundo siempre es un lugar de sombras en esta rama, ¡por favor!— y si hay salida digna y de no haberla cuándo se come aquí. El meollo reside en el descubrimiento por parte de una serie de personas que no son tales y nunca lo han sido, sino una especie de cochinillas simbióticas llegadas del espacio años atrás con intención de dar cancha a las emociones que en su planeta les están negadas. Algo así creo descifrar de tanto flashback, comportamiento errático, silencio, llorera, crisis emocional y diálogos tan profundos que hay que ir a buscarles el sentido al mismísimo fondo y aun así. Comprimamos: la función vendría a ser como si un director septuagenario de la antigua Europa del Este, tras ver una serie B americana de los años 50 de babosas telepáticas del espacio, resolviera dar su propia versión contemplativa y humanista del tema mezclando a Platón con el Cronenberg de Slivers, y que luego su guion, en lugar de rodarlo alguien llamado Pavel o Miroslav, lo rodara un jovenzuelo neoyorquino de aspecto calculadamente desaliñado con todo el propósito de erigirse en gran sensación entre el público indie de Sundance. ¡Pero Clay! ¡Clay! Me quedo con Moon Dust, el cortometraje de Ezequiel Romero (Riot Cinema Collective) que el DVD incluye como extra, mira lo que te digo.

 

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LA ANGUSTIA DEL MIEDO
Gerald Kargl
39 Escalones


Servidor desconoce qué es exactamente una película “de culto”, los factores que confluyen para investirla como tal, qué constantes la codifican, qué reglas determinan ese carácter, y si ese culto, entiendo que espontáneo, es de hoja caduca o perenne, pero sí sé que hoy en día sigo encontrando gente que admite haberse quedado tan turulata como yo cuando hace años se emitió La angustia del miedo en Canal+. Muchos conservan una copia grabada en un VHS ya de carcasa ajada, sin omitir la presentación que del único film del austríaco Gerald Kargl hiciera Álex de la Iglesia, entonces famoso a medias. Se me antoja pues que el estatus de culto debe conferirlo eso: la contumaz permanencia, cual garrapata asida al cuero cabelludo, en la memoria compartida de un colectivo. En eso y en su identidad de rareza, en la anomalía. Quedémonos con esto. Estrenado poco y mal en 1983, La angustia del miedo —algunos lo conocen por su título original, Angst— es un film anómalo de cojones y una rareza de las que se ven pocas, radicando su singularidad en la dificultad de confinarlo a un único género (terror, con manga ancha, pero participando asimismo del thriller, el psicodrama y el cine experimental); en su insólito, vanguardista uso de la cámara, que sigue todo el tiempo al protagonista —extraordinario, perturbador Erwin Edel en su papel de maníaco homicida— rotando a su alrededor de forma similar a los actuales juegos en tercera persona, si bien uno programado por un esquizo paranoide, y en un asfixiante tono realista cuya impiedad para con el espectador mira a los ojos al Haneke de Funny Games y obliga a éste a bajar la mirada. Esta edición restituye siete minutos iniciales que Filmax, en una edición anterior, tuvo a bien ahorrarnos por motivos que ellos sabrán.


JESÚS BROTONS