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Relatos desde la huelga por la liberación de Denis Solís

Hambre

El pasado 9 de noviembre la policía de Cuba detuvo al rapero contestatario de 31 años Denis Solís, y el Tribunal Provincial de La Habana lo condenó en juicio sumario a ocho meses de prisión por el supuesto delito de desacato. Esta injusticia ha llevado a que el Movimiento San Isidro (MSI), organización de artistas y activistas a la que el rapero pertenece y que desde hace un tiempo ha puesto en jaque a la fuerza política y la dictadura cubana, emprenda una lucha que no solo busca su liberación, sino la de todos los cubanos de una vez. Luego de exigir algunas demandas puntuales, varios miembros del MSI han comenzado tanto huelgas de hambre como de hambre y sed. Están dispuestos a morir, han dicho.

Ayer. junto a la revista El Estornudo, presentamos dos relatos desde la sede de los huelguistas en La Habana. A continuación presentamos otros dos.

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El olor del café en San Isidro
Por: Katherine Bisquet

La cabeza me pesa. Me acuesto en la esquina del único colchón ubicado en la segunda planta, donde duermen ahora Iliana y Omara. Aprovechamos a ratos, cuando se desocupa, y caemos desplomados: un tiempo de recarga. Mi cuerpo se recarga al mismo tiempo que mi celular. Sé bien el peligro que supone la posibilidad de que mi cuerpo llegara a descargarse completamente. Él y yo sentimos el peso de las horas.

Me llega el olor del café. Un olor que se va colando en la casa y que me parte el alma cuando miro a los huelguistas. La vecina se ha llevado la cafetera grande y la que tenemos ahora es de apenas dos tazas. La compartimos entre cinco. Paladeo el último sorbo y pienso en cuando se nos acabe. ¿Qué haremos… qué haré yo cuando se nos acabe el café? ¿Qué me reactivará? Me mojo los labios y pienso en los labios de Oscar. Desde ayer ya todos tienen los labios resecos. Oscar camina entre nosotros con el labio inferior cuarteado. Me reactivarán muchas cosas, comprendo enseguida: los cuerpos al límite de su funcionamiento, las náuseas y la fe.

¿Nos alcanzará el tiempo? No dependen de nosotros nuestras vidas. Ya algunos han decidido entregar la suya a la causa de la libertad. ¿Cómo no se puede entender esto? ¿Cómo no se puede respetar la creencia y la voluntad del otro? Nadie aquí quiere morir. Pero nadie aquí quiere tampoco regresar: nadie quiere ceder, nadie quiere temer, nadie quiere perder. No nos sirve de nada el miedo, en la misma medida en que no nos sirve de nada el dolor. Solo tenemos la voluntad y la creencia en nosotros mismos.

Llegará el momento en que Iliana no podrá hablar, y puede que Iliana sea la huelguista con mayor resistencia: una de las únicas cubanas que atravesó 240 kilómetros de Sahara en el maratón de Sable. Iliana pinta sus labios de rojo todas las mañanas y empieza con sus directas. Su boca es una pista que se quema bajo el sol de San Isidro; una pista por la que su lengua atraviesa todos los días batiendo un olímpico déficit calórico.

Ayer Iliana solo hizo una directa. El jueves hizo diez, y una de ellas es esa en la que impiden que su madre cruce el cerco de agentes de la seguridad. Ella vino a ver a su hija, que está decidida a morir en huelga de hambre. Gritaba a pecho abierto mientras veía cómo se la llevaban en plena calle con los brazos abiertos.

¿Las personas que nos vieron en esas tantas directas de Iliana, en los primeros dos días de huelga, o las personas que nos vieron en esa única directa del tercer día de huelga, acaso no han empezado a preguntarse por qué nos ven menos? Las personas empiezan a preguntarse por qué no nos ven en tiempo real, o por qué la información que surge en las redes no alcanza. Sepan que nada nos alcanza; ni siquiera nuestros cuerpos nos alcanzarán. Solo la fe de ir acompañados hasta la meta, si es que existe un final para este maratón…

No podemos creerle al Poder
Por: Anamely Ramos

El barrio de San Isidro está más tranquilo que de costumbre. No fueron pocas las veces que vine acá a lo largo de estos meses, cuando me sentía triste o cansada de todo. Enseguida me contagiaba de la alegría circundante y de la buena energía que Luis Manuel [Otero] había generado con los vecinos. A él acudían lo mismo para hacer una llamada que para recibir consejos sobre qué hacer con los hijos adolescentes descarriados. De tanto venir acá, yo también comencé a involucrame, tanto que conozco más a estos vecinos que a los de mi edificio.

La relación del barrio con nosotros fue cambiando, de sospecha a curiosidad, después cariño y finalmente empatía, no exenta de ese escozor que da no entender plenamente lo que sucede en la cabeza de unos muchachos que se empeñan en luchar contra lo que no se puede luchar; porque si alguna idea tenemos los cubanos es que esto no se puede cambiar y que no vale la pena empeñarse en ello. Ante la fuerza desmovilizadora de esa idea, no hay diferencias culturales ni económicas. Ahí confluye lo mismo un profesional que una ama de casa, es una tara que heredamos y que confirmamos a lo largo de la vida. 

Para mí, luchar significa la imposibilidad de conectarnos con algo más grande, de enfocar nuestra vida como servicio y minimizar un tanto esa maxima de «lo mío primero» que se ha instalado entre nosotros como resultado de décadas de no participación real en las decisiones del país. No se trata solo de una cuestión política, sino del tipo de relación social que se genera y que se convierte en el caldo de cultivo de la desidia y la baja autoestima. No creemos que podemos, simplemente. Le creemos demasiado al Poder y eso es lo único que al Poder no puede dársele. 

Luis Manuel significa todo lo contrario. Él es en sí mismo un delirio hermoso. Detrás de su envoltura vanidosa y eufórica, hay una vocación de servicio que nace de esa conexión profunda con la gente. «No puedo vivir mi vida porque cuando salgo a la calle y miro los ojos de mis vecinos, de la viejita que vende cualquier cosa en la esquina, o del borracho que durmió en el banco, o de las madrinas que hacen la cola durante toda la madrugada para compar un pollo que no pueden dejar para sus hijos porque tienen que venderlo… cuando les miro a los ojos, su falta de más allá me mata, eso sí me mata».

Los ojos de Luis Manuel están llenos de más allá, una mezcla de visión indefinida, con un brillo y una tristeza mezclados. Él es como una fuerza de la naturaleza. No va abandonar la huelga, él está listo para morir si es necesario.

Luisito, como le dicen todos en el barrio, ahora no está, como antes disponible para todo. No puede. Los vecinos empiezan a desesperarse y vienen lo más tarde posible, aunque sea para verlo un momento, dormido. Una de las vecinas más viejas ya no quería salir una de las veces que entró a traernos café. «Tengo que quedarme con ustedes, Luis es nuestro hijo», y después repetía, nerviosa, mientras yo trataba de convencerla de que todo saldría bien: «Tienen que resistir, resistir, el barrio de San Isidro está con ustedes».