Cuando era pequeña solía hacer natación, después de varios años me apunté a clases de padel, a clases de baile y a todo tipo de actividades con algunas amigas. Más tarde, al llegar a la universidad, con el cambio de horarios y de compañeras, parecía que para seguir haciendo deporte la mejor opción -y casi la única- era ir al gimnasio.
Ya no tendría que estar sometida a una agenda externa ni cuadrar con mis amigas qué clase nos apetecía más hacer. El gimnasio, como la vida adulta, supuestamente significaba esto: libertad.
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Sin embargo, nada más apuntarme, descubrí que en el gimnasio te ejercitas en soledad, incluso cuando vas acompañada. La repetición machacona, los gemidos de esfuerzo y la mirada en el espejo no son sino la expresión externa de un ensimismamiento necesario para resistir las rutinas de entrenamiento.
Sentí que aquello no tenía nada que ver con el deporte: el aspecto lúdico había desaparecido, la competitividad se interiorizaba, el sufrimiento se convertía en un premio. Trabajar el cuerpo, obtener beneficios, era un método mecanicista.
Aunque no me gustaba nada la sensación, llegué a pasar muchas horas de mi vida ahí metida.
Más que libertad, el gimnasio se había convertido en un imperativo de bienestar, el precio que debía pagar por una vida mejor y porque todos supieran que yo quería llevar esa vida mejor.
“Tenemos la falsa creencia de que cuanto más duro trabajamos mejor será lo que consigas. La meritocracia también está instalada en el cuerpo”, explica la psicóloga Jara Pérez, de Therapy Web . “Es una exigencia continua, nos machacamos el cuerpo intentando encontrar la versión de nosotros mismos que otros, que ni siquiera nos conocen, dicen que es la mejor. Pero la realidad es que no sabemos escuchar a nuestro cuerpo”. La pregunta es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿en qué momento se ha convertido el gimnasio en un templo de autosuperación física y emocional?
“Sigue, joder sácalo, grita venga grita”
Una posible explicación a todo esto pasa por fijarnos en cómo el rendimiento es uno de los ejes principales de nuestra sociedad. Los cuerpos deben pasar también por el filtro de la productividad: ajustarse a los cánones de belleza importa tanto como demostrar que te preocupas por tu salud. Hacer ejercicio es prácticamente un acto de responsabilidad moral.
Sin embargo, esto no resuelve el por qué este imperativo social se articula a través de la retórica del sufrimiento, de la espectacularización del dolor y el padecimiento muscular. ¿Por qué idealizamos la idea de llevar nuestro cuerpo al límite?
Pocas cosas representan mejor esta exigencia que los gritos de los entrenadores en los gimnasios y las amenazas que los coaches desde sus canales de YouTube. “Sigue, joder sácalo, grita venga grita”, nos dice hecha una furia la influencer Aylén Milla en sus vídeos.
Otro buen ejemplo es el de Vikika, con una cuenta de 752 000 seguidores en Instagram, donde sube diariamente entrenamientos que requieren una gran intensidad física: hace unos días cuando un usuario le confesó que sus ejercicios le producían náuseas, ganas de vomitar por el esfuerzo, ella contestó que eso era justo lo que tenía que sentir cuando ejercitaba los músculos.
“A mi me encanta, me motiva cuando estoy agotada y no quiero seguir sufriendo para seguir”, me explica Gina, que como Eva, solo tiene la sensación de haber hecho ejercicio suficiente si cuando acaba le duelen los músculos, “si hiciera ejercicio y me sintiera bien pensaría que no he hecho nada, me reconforta bastante notar que me duelen los abdominales y las piernas porque entonces quiere decir que estoy trabajando, aunque esté en un gimnasio o en casa encerrada, estoy trabajando”.
Ella suele ir a la máquina de correr o la elíptica, “al lado de las señoras mayores para quemar las cervezas”, y luego en casa se pone los vídeos de Patry Jordan –creadora del canal de YouTube Gymvirtual– para ejercitar solo glúteos y abdominales, “si no está esta tía chillándome y diciéndome que me está viendo, y que esos glúteos bien arriba, aguantaría tres minutos”.
“Si hiciera ejercicio y me sintiera bien pensaría que no he hecho nada”
Para algunas personas el sufrimiento está asociado a un sistema de recompensas: es el precio que debemos pagar por habernos comido un dulce o una copa cuando supuestamente no tocaba. El ejercicio se convierte así en una forma de reparación, una estrategia para purgar el cuerpo.
“Hay que ser sinceras, hacemos deporte para sentirnos sexys y para tener un cuerpo bonito, descargas adrenalina y lo que tu quieras, pero si al final hacer deporte engordara tanto como comerte una tableta de chocolate en el sofá nadie haría deporte”, argumenta Sara, también aficionada a las clases de tonificación, que lo combina con salir a correr varias veces por semana.
La misma Vikika lo deja claro en mismo entrenamiento donde justifica las náuseas: “Full Body con una buena carga en el glúteo, para recibir la comida libre del finde con alegría! yo voy a comer una pizza :D”, es el texto acompaña el vídeo.
El mantra de purgar el alma con los suplicios del cuerpo recuerda a los mandatos del cristianismo: el sufrimiento nos salvará. Por ello el sentimiento de culpa juega un papel fundamental en la voluntad de autosuperación.
“Después de un machaque brutal con un tío gritándote a la cara durante una hora todas las culpas que puedas sentir se han expiado rapidito”, cuenta la psicóloga, explicando como funciona este mecanismo de compensación.
“No creo que realmente nos guste que nos griten y nos traten mal, pero en el fondo nos hace sentir que somos buenas chicas, que estamos sufriendo como se supone que debemos sufrir para conseguir lo que se nos exige”.
“Después de un machaque brutal con un tío gritándote a la cara durante una hora todas las culpas que puedas sentir se han expiado rapidito”
La necesidad de obtener recompensas rápidas también se refleja en los conjuntos que usamos para estos ejercicios. Mallas apretadas, elásticas, que cubren unas partes específicas del cuerpo. “Llevo ropa apretada porque es verdad que quieres ver cómo trabajar tu cuerpo, estas prendas te dan la sensación de ser consciente con lo que está pasando con tu cuerpo, a parte de una comodidad, claro”, cuenta Alba, que suele ir al gimnasio dos o tres veces por semana.
Estas prendas hacen también que reforcemos nuestra sexualidad al acabar, “me hace sentir más sexy, por ejemplo cuando termino una buena sesión de abdominales me miro al espejo a ver que los tengo super congestionados, también las mayas en el GAP hacen que te veas el culo bien puesto”, dice Sara.
En un ensayo sobre la optimización, la periodista Jia Tolentino explica que llevar este tipo de ropa que denomina athleisure es ya de por sí una exigencia, un reclamo disciplinario: “solo funcionan en cierto tipo de cuerpos, porque llevarlos te recuerda que tienes que intentar tener ese cuerpo en concreto. Te animan a que te conviertan en el cuerpo ideal para el que fueron creados”.
Por supuesto, también causan el efecto contrario: dado que no sirven para todo el mundo, funcionan como un recordatorio de la importancia de seguir trabajando. “Llevo ropa cutre básicamente para no verme las chichas”, me dice Eva, “al menos aunque esté vestida como un cuadro no me siento mal conmigo misma”.
Aunque estas exigencias afectan tanto a hombres como a mujeres, el patriarcado amplifica los efectos para las mujeres, pues se nos ha hecho creer que nuestro valor depende del valor de mercado de nuestro aspecto físico. “Creo que para las personas socializadas como mujeres”, explica Jara Pérez, “es una preocupación mucho más intensa porque se nos enseña que nuestro valor reside en los buenas que seamos y en lo buenas que estemos. He visto a niñas de 9 años quejarse de que estaban gordas. Lo nuestro es un machaque emocional desde que somos muy pequeñas”.
“Llevo ropa cutre básicamente para no verme las chichas”
No podemos pasar por alto tampoco que las entrenadoras que nos gritan sirven también como un modelo aspiracional concreto. “En mi caso en realidad no me gusta que me griten”, me cuenta Alba, quien a pesar de no empatizar con Patry Jordan, su entrenadora virtual, sigue haciendo los ejercicios. “Creo que quieren tener una función de dominación, haz esto y tendrás mi pierna, haz esto y tendrás mi culo”.
Además, en muchos casos se anima a soportar el dolor y el cansancio sin dejar a un lado la felicidad. “Patry es como un robot, no me creo su cara, que no sude, qué nos estás intentando vender, esto es mentira, no vamos a ser así, vamos a sudar mientras hacemos deporte, es imposible”, sigue Alba, que al mismo tiempo que expone el falso estoicismo de Patry Jordan y el privilegio de su sonrisa, es consciente de cómo la comparación es inevitable. “Me veo a mi misma y me digo pareces tonta aquí detrás, jadeando”.
La idea del gimnasio como templo de autosuperación física y emocional continua incluso cuando este se traslada al salón de tu casa. “Sigues a un profe del gym como sigues a un guía espiritual”, concluye Alba, “y da igual lo que te diga o como te trate que lo vas a asumir y lo vas a aceptar porque es el momento en el que generas casi una relación de dependencia y sientes que detrás de su sonrisa perfecta está la solución a tu vida para tener un cuerpo adecuado socialmente aceptado, entonces me genera también compasión para nosotras, porque no lo conseguiremos pero seguimos ahí”.
En cierto modo, esto nos devuelve al principio: ¿hasta qué punto hacemos ejercicio porque nos apetece? Si nos entrenamos para cumplir con una serie de requisitos sociales, especialmente apremiantes para las mujeres, ¿hasta qué punto somos libres cuando nos entrenamos? “Esa es la trampa. Lo que se establece como norma en la sociedad acabamos incorporando a nuestra identidad, lo convertimos en el ideal que perseguir”, explica Jara, “al final muchas veces lo acabamos confundiendo con nuestro deseo. Creemos que deseamos tener una cintura de avispa y un culo de aúpa, pero hace 20 años esos culos nos parecían abominables y queríamos estar delgadísimas y parecer muy andróginas porque esa era la moda. Entramos a la norma sin darnos cuenta y lo hacemos de cabeza”.
“Sigues a un profe del gym como sigues a un guía espiritual”
En realidad, también es una trampa pensar que las mujeres solo hacemos ejercicio para sentirnos más sexys. O al menos esa no es la única respuesta. Hay quien no se siente a gusto con su cuerpo y quiere cambiarlo, hay quien encuentra en ello un desfogamiento frente a su vida diaria, hay quien sí es capaz de encontrarle el aspecto lúdico frente al mundo del trabajo y hay quien, directamente, lo hace porque cree que es lo que tiene que hacer.
El problema entonces no sería tanto el por qué, sino qué representa el deporte en nuestro sociedad para las mujeres, la obligatoriedad de practicarlo –la culpabilidad cuando no lo hacemos– y las posibilidades encorsetadas: casi siempre solas, en espacios cerrados, en horarios encajados y bajo unas directrices muy concretas marcadas por un entrenador que se erige como el modelo de conducta. Si quieres tener un cuerpo o una estilo de vida como el suyo aquí están los pasos, tu verás.
“Si no puedes escapar del mercado, ¿como puedes dejar de actuar según los términos que este dicta?”, se pregunta Jia Tolentino con resignación, “las mujeres están realmente atrapadas en el cruce entre el capitalismo y el patriarcado, dos sistemas que, en sus extremos, aseguran que el éxito individual se obtiene a expensas de la moralidad colectiva. Y sin embargo, el éxito individual procura placer […] La trampa parece hermosa. Está bien iluminada. Te recibe con los brazos abiertos”.