Artículo Publicado por VICE México
La violencia siempre ha sido una parte inexorable del deporte. Sea dentro del estadio, con emociones agridulces de un quejoso Neymar por un pisotón de Layún y la desesperación del equipo charrúa frente a unos galos inminentemente superiores; o por fuera con una hinchada desmedida de rusos e ingleses golpeándose en la costa de Marsella en la última Eurocopa, se puede notar una cosa y sólo una: el deporte, como la música, el arte visual y la política o cualquier cosa que pueda llamarse “cultura”, tiene su raíz en la violencia. O, al menos, eso es lo que dice el filósofo y antropólogo René Girard.
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Según Girard, todo tiene su raíz en el deseo, íntimamente humano, por imitar lo que el otro desea, un concepto que él llama “deseo mimético”. Este deseo, puesto en términos prácticos, solamente es un reflejo de que el engendramiento de discordia y alianzas entre los hombres se canaliza a partir de imitarnos, entre nosotros, para conseguir un aparente beneficio. Queremos lo mismo y el choque genera violencia, que puede ser tanto apreciable como despreciable.
Los mitos de cualquier sociedad, como apunta Girard, una y otra vez muestran ser encarnación de una rivalidad dual y desmesurada entre hombres o dioses, con un resultado funesto para alguna de las partes. Girard explicaba que la rivalidad se muestra por medio del deseo, uno desea lo que el otro desea y se genera conflicto, o uno desea lo que otro tiene e igual estalla el conflicto, y por consecuencia se da la violencia. Violencia que no puede ser controlada de manera legal ni consecuente sino que exige un sacrificio, un “chivo expiatorio” en palabras del francés, que sería elegido unánimemente como la causa del desorden, independientemente de que lo sea en realidad o no y sería sacrificado para calmar la ola de violencia. Aquí, el arte y el deporte fungen como precisos ejemplos de la búsqueda de hacer catarsis a nivel social de las instancias anímicas que genera el deseo mimético sobre nosotros.
Desde un primer momento, la forma como vemos a los atletas, ya sea en un estadio o incluso por la televisión, es decir, a manera de espectador de la lucha ritual o de la encarnación de un mito, siempre es esperando un sacrificio. Hoy en día, en ese sentido, el espectáculo no dista de como era en las civilizaciones antiguas: se espera un sacrificio tanto físico como mental o espiritual de parte de los atletas, en su caso actores rituales, mientras que uno no da nada a cambio más que empatía, si acaso los apoya, alienta en signo de admiración de su sacrificio, pero no toma su lugar pues no tiene los medios ni las capacidades en mano para hacerlo. ¿En qué nos diferenciamos de una tribu que se une para sacrificar a un animal, a un humano o a los griegos en el anfiteatro para ver una tragedia? La catarsis, al parecer, viene siempre desde el mismo lugar: la violencia ritual.
Si después de dicho sacrificio la rivalidad se vuelve a presentar debido a un deseo nuevo, simplemente se repite el mecanismo para apaciguar los ánimos. Sin embargo, la violencia no tiene que tener un carácter negativo sino que es purificador, libera a los que participan de ella de el aplastante deseo generador de conflictos. El conflicto violento no puede dejar de surgir simplemente porque el hombre no puede dejar de desear; está impreso dentro de nuestra naturaleza y reafirmado por toda la historia de las culturas que el hombre siempre será víctima y culpable de sus deseos.
El libro Among the Thugs de Bill Buford sigue a una barra de hinchas ingleses, seguidores del Manchester United, en el Mundial de Italia 90. Ahí, él experimenta en primera persona el sentimiento de ser la masa que busca expiar un resentimiento social a través de cómo el deporte expone la violencia. Los afamados sucesos de los disturbios en dicho mundial, los hooligans ingleses contra los italianos y, posteriormente, alemanes contra yugoslavos, ponen patente lo que Bufford narra personalmente y Girard a un nivel conceptual. Bufford escribe:
“¿Por qué jóvenes hacen disturbios cada sábado? Lo hacen por la misma razón que otra generación bebía mucho, o fumaba marihuana, o tomada drogas alucinógenas, o se portaban mal y rebeldemente. La violencia es su patada antisocial, su experiencia que altera la mente, una euforia inducida por adrenalina que podría ser más poderosa porque es generada por el cuerpo mismo, con, estoy convencido, las mismas cualidades adictivas que producen las drogas sintéticas”.
La función social de la violencia encarnada en el deporte lo clarifica de manera irrefutable, el “derramamiento de sangre” es necesario para apaciguar al pueblo. Ahora bien, en el deporte contemporáneo precisamente se canaliza la mecánica del chivo expiatorio y del deseo de manera que la ola de violencia nunca sobrepase los límites aceptables, es decir, que se quede dentro del campo, ring, octágono, cancha, etc. “Los juegos de estadio inventan y ofrecen como ejemplo una rivalidad limitada, reglamentada especializada. Despojada de todo sentimiento de odio y de rencor personales, esa nueva especie de emulación inaugura una escuela de lealtad y de generosidad. Al mismo tiempo, difunde el hábito y el respeto del arbitraje. Su papel civilizador se ha señalado repetidas veces. A decir verdad, los juegos solemnes aparecen en casi todas las grandes civilizaciones.” Afirmaba el sociólogo Roger Callois en su libro Los Juegos y los hombres.
Desgraciadamente, como comprueba la historia y Bufford narrativamente, no siempre se limita la rivalidad con éxito, y en más de una ocasión la canalización de la violencia por medio del deporte ha estallado en guerras, batallas campales y muchas más desgracias. No obstante, evidentemente, cuando no está circulado por la violencia, el deporte cumple su función a la perfección.
La Eurocopa, la Copa América y las Olimpiadas celebradas hace dos años y el Mundial de este verano, al mismo tiempo, podrían arrojar un poco de luz sobre el tema. Si bien un enfrentamiento entre Rusia e Inglaterra no pudo contener el conflicto por deseo de los fanáticos que decidieron hacer una micro-guerra en la costa de Marsella, es evidente que la culpa no la tiene el deporte, sino que la rivalidad y el frenesí por encontrar un chivo expiatorio por parte de ambos bandos rebasó lo que precisamente se buscaba contener. Al final del día, el deporte puede fallar en su función, eso es indudable, pero lo que también es importante puntualizar es que, probablemente, sin esa manera de generar un sentimiento unitario y purificador de las rivalidades a partir de su práctica, sería mucho más frecuente que sucedieran conflictos internacionales. La violencia del deporte, finalmente, genera unidad.
Especialmente en la época en la que vivimos, donde es tan criticada la violencia deportiva, algo similar se vivió de manera desmedida en los años noventa con la lucha entre East Coast contra West Coast, movimientos intrínsecamente unidos al florecimiento del Hip-hop y Rap en Estados Unidos. La lucha llegó a su punto de conflicto y desgracia más alto la muerte de sus dos más grandes exponentes, Tupac y Biggie. No veo manera de explicarlo salvo interpretándola como el mismo tipo de violencia pero cambiada del ámbito deportivo, al ámbito estético musical y social. ¿Existe una diferencia que no se pueda llevar al conflicto desmedido del deseo mimético? Los chivos expiatorios que no pueden detener el arrebato de la masa, terminan pagando el precio. Nótese que en un momento de sus vidas Tupac y Biggie eran amigos extremadamente cercanos, pero los agravantes externos los llevaron a ser las víctimas de una masa que no se iba detener hasta hacer una catarsis completa de los factores sociales que los oprimían. Tal y como los hooligans de Bufford.
El mecanismo y función que tiene la violencia sirve para reconocer que si no fuera por ella, no habría manera de comprender la rivalidad y abstraerla de manera positiva. La violencia como fruto de la rivalidad nos ha hecho multiculturales, hemos conocido más a nuestros “rivales” para aprender de ellos y superarlos, conocido sus canchas y conociendo a sus personas. Podemos separar las esferas y trabajar en conjunto entre naciones cuando sea necesario, pero sin olvidar que somos diferentes y que queremos (y debemos) competir entre nosotros, llegando a un clímax en la catarsis estética de ver y vivir el deporte, una obra de arte o una tragedia en el anfiteatro.